Teresa Wilms Montt

Lo primero que deberíamos preguntarnos al hablar de Teresa Wilms, de quien tanto se ha dicho, a quien han execrado y sacralizado en el mundo del comidillo, donde la poesía y el pasquín suelen mezclarse con peligrosa alevosía, es si ella fue como la cuentan, la juzgan o la mitifican.

Por Marta Blanco, periodista y escritora

Nació en el siglo XIX. Cierto que a finales, pero los números, los siglos, poco dicen. Los seres humanos no son hechos de matemática. Fue al revés: los hombres inventaron símbolos para explicarse el mundo. Las matemáticas y sus derivados son uno de ellos. En estos signos de voluntad científica no caben las personas. Persona significa máscara en griego. Somos máscaras de algo más complejo. Un ser humano es una persona, pero siempre es más, mucho más. Y ese más es íntimo, oculto, variable, volátil. La mente humana es amplia y secreta aún para quien la carga.

Teresa Wilms era una niña tan hermosa que ello la hizo ser otra, alguien a quien ni ella entendía. La belleza no basta para hacerse de una cabeza. Lo dijo Vicente Huidobro, “Hay que amoblarse la cabeza”. Vicente, antipoeta y mago, a quien le creía y admiraba, quien la salvó del enclaustramiento en las monjas de la Preciosísima Sangre y la llevó a Buenos Aires. Pero los conventos también servían de prisión. Ahí encierran a Teresa, casada y madre de dos hijas pequeñas, intentan marchitarla; la castigan. La mujer hasta mediados del siglo XX era un menor de por vida. No podía administrar sus bienes, no tenía potestad sobre sus hijos, no tenía derecho ni opinión. Era una especie de bien mueble del padre, esposo, hermanos, tíos, tutores. Jamás dispuso de sí misma.

Teresa Wilms era diferente. Rebelde y curiosa como un gato. Hermosa y soñadora, se casa muy joven y es madre antes de ser persona. Pero lo que importaba no era qué le pasaba. Lo que llevó a la familia a enclaustrarla no fue ella sino ellos, por el buen nombre familiar, por el comportamiento social de una burguesía estricta, religiosa y básica. Aníbal Pinto, talentoso presidente de Chile, decía que este era “a country of bigotry”.

Si pensamos lo que hemos hecho en doscientos años de independencia no es, precisamente, haber creado una sociedad ajena a las limitaciones de la costumbre, esa fortaleza difícil de asaltar. Contra el fanatismo, la certeza de ser dueño de la razón, de concebir el mundo de una sola y estricta manera -la propia- Chile ha hecho muy poco.

La tolerancia no se mira bien acá. Nos disgustan aquellos que no ven las cosas como nosotros. Este país en blanco y negro padece de intolerancia; por eso es cruel.

Pero en Chile la razón de los razonables nunca ha sido muy razonable. Apasionados y díscolos nos entusiasmamos con la indocilidad y nos divierten hasta que nos agarran en su locura y nos hacen pebre. No hay más que ver a la juventud, las tomas culturales -qué oximoron!-, los choques, las muertes por estupidez e irresponsabilidad de niños ebrios, la droga haciendo estragos, los asaltos a casas, que ya son habituales. Frente a estos desmanes, el país se limita a mantener una contabilidad muy precisa sobre los excesos sin hacerles un parelé. No se atreve no más.

Pero volvamos a Teresa Wilms, que nació en Viña del Mar y formó parte de esa atmósfera de post guerra europea -los locos años 20.

Teresa Wilms hizo de ellos lo que hicieron muchas de nuestras abue- las: medias de cristal, pelo cortado a la garzón, vestidos arriba de la rodilla, el casino se inaugura en Viña del Mar y las mujeres se tragan hasta una tenia para adelgazar, fuman con largas boquillas de marfil o carey, de ébano. Bailan charleston y tangos arrabaleros, se pintan las uñas color uva tinta, nace la femme fatale.

Es posible que Teresa Wilms sufriera de alguna patología depresiva. De tisis, por qué no. Se sabe que es enfermedad que exacerba la sensibilidad, se decía que eran “hiperestésicos”. Eran años intensos: moría un modo de vida, el modernismo arrasaba con el arte y lo cambiaba, el mundo vivió a caballo entre el modernismo y la locura de una guerra mundial que costó veinte millones de muertos en Europa. Aquí la reacción fue impostada. O sea, importada. Algunos llamaban a las estridencias poéticas “vargasvilismo”, por Vargas Vila, que ponía fuera de sí a los críticos con su modernidad forzuda y forzada.

Teresa Wilms vivió arrancando de la vida. Urgida por las pulsiones de eros y thanatos: la vida y la muerte. Fue una mujer romántica, seductora, bellísima, libre como un jilguero, sufrió de amores imposibles, de versos imposibles, de soledad imposible. Todo le interesaba. Un poco, al menos. El interés por todo es el interés por nada. La curiosidad no es una profesión, es un desvarío.

Sufrió, sin duda. Pero buscó el sufrimiento. Hay muchos que solo en el martirio encuentran una forma de plenitud. No era una gran poetisa. Escribió desde la pluma álgida de la adolescencia, que no abandonó nunca. Era una jovencita llena de gracia, atrevida, dispuesta a divertirse y reír y beber y fumar para matar el sufrimiento. Hay muchos que llevan la carga de su sensibilidad como un escudo, lo muestran y exaltan tal como hoy se exalta el mal llamado erotismo.

Pobre Teresa Wilms. Joven, bella, eufórica, inestable, vivió buscando el exotismo como quien busca una vitamina: de los masones a los anarquistas a los clubes de señora a la escritura y los escritores, los barcos, el movimiento, el amor a la Byron o Shelley, la soledad, la huída. Es nuestro Werther mujer. No supo a tiempo que había que torcerle el cuello al cisne.

Murió en París al tomarse una dosis doble de Veronal. Tenía veintiocho años. La muerte no la persiguió. Fue ella quien persiguió a la muerte.

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