La economía de mercado devora la política

Peñalolén-20130518-00351“Ya no hay productos, sino la fantasmagoría de una ilusión cuya única concreción es la deuda. En este marco, aun cuando haya sistema político, no hay politicidad”.

Escribe Alberto Mayol, académico USACH

Hace cien años Max Weber señalaba que cualquier orden social basado exclusivamente en la expectativa de resultados sería inestable. Sin escucharlo mucho, varias décadas después, hubo quienes prolongaron una convicción económica discutible (que los mercados se autorregulan) hacia la sociedad toda. Y pasaron de la economía al economicismo basados en la supuesta certeza de haber hallado la piedra filosofal del crecimiento y el desarrollo. Bajo una sociedad que solo conocería éxitos, ¿qué importancia tendrían las instituciones? Y bajo la mera coordinación de los intereses egoístas, ¿qué relevancia tendría la política? Bien podría ser reemplazada, la polis, por una serie de funcionarios que administrasen, en razón de la buena conciencia del modelo, el orden subsecuente.

La condición permanente de este orden es la persistente horadación de toda coordinación no económica. Se traduce esto en la destrucción del barrio, al convertirse cada trozo del suelo en un mercado; se traduce también en la aniquilación de los sindicatos, al ser cada interés particular y toda agregación de intereses aberrante; se traduce en la conversión de la actividad comercial, natural en toda sociedad, en una excusa para el crecimiento del mercado financiero. Ya no hay productos, sino la fantasmagoría de una ilusión cuya única concreción es la deuda. En este marco, aun cuando haya sistema político, no hay politicidad.

La elite política administraba este modelo. Y en la medida que el modelo avanzaba, la despolitización les fue resultando conveniente, ya que en su primera etapa la despolitización supone la destrucción del tejido social y ello, en la práctica, daba autonomía total a los representantes respecto a los representados. Los representantes negociaban entonces con los poderes realmente existentes (empresarios, iglesias, militares) y operaban, no en el marco de la legitimidad ciudadana, sino en los límites prescritos por los medios de comunicación más poderosos. La elite política se hacía robusta. Cada tanto debía preocuparse de la participación electoral, pero no mucho más.

Pero el dinero, principal fuerza social liberada en nuestra incipiente democracia, siguió avanzando inexorable. Y su rasgo central apareció, sus leyes permanentes se hicieron carne: no hay ninguna institución más que el dinero, no hay mayor futuro que el mercado, no hay mayor poder que el monopolio, no hay mayor alegría que la utilidad. Y el dinero se convirtió en tecnócratas, en diputados, senadores, luego en ministros, después en presidentes, luego en subsecretarios, intendentes, en fin, el dinero fue todo uno y cada miembro de la elite era un pálido efluvio, una mera aparición, de algún fragmento del interés.

Y en ese instante la elite pudo ver que el modelo devoraba a la política, la misma que cerró los ojos y lo dejó pasar durante las negociaciones para el Plebiscito, la misma que le hizo leyes durante los noventa y mucho más, esa misma política; fue devorada por su hijo adoptivo, el modelo nacido en dictadura, el modelo santificado en democracia.

El camino ha seguido inalterable. Lo que quedaba de política, una elite empobrecida de contenido y enriquecida de influencia, hoy ha sido alcanzado. El modelo continúa su labor. Los intereses definen la estructura de la sociedad, pero las expectativas de resultados no hacen órdenes sociales. La vieja lección de la sociología weberiana está acá, pletórica de sentido. Ese es el Caso Penta. Pues si en realidad la política es un cartero de las empresas, en algún momento los ciudadanos matarán al mensajero. No es lo más sabio, pero es humano, demasiado humano.

 

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