Atención TVN: aterriza mi marciano favorito

calle 7“¿Qué otra tele es posible? Omar Rincón, comunicador colombiano, afirma que los medios son públicos en la medida que se inscriben en los proyectos colectivos de la sociedad, en cuanto amplíen el acceso expresivo de la gente, en cuanto aumenten la pluralidad de interpretaciones de la realidad. ¿Se puede hacer esto de manera entretenida? Sin duda, pero es necesario atreverse a romper con la homogeneidad del mercantilismo mediático”

Escribe Bet Gerber

Si un marciano aterrizara en una tarde de este crudo invierno en Chile e intentara copiar las costumbres locales, podría optar por acomodarse en el living de algún hogar santiaguino, comer sopaipillas y mirar televisión.

Si el visitante extraterrestre pretendiera profundizar su conocimiento de la cultura vernácula y echar un vistazo a los programas de TV abierta dirigidos a adolescentes, podría concluir que los jóvenes de este país han sufrido severo daño cerebral, causado, tal vez por algún ataque nuclear, una epidemia, en fin, algo que haya provocado un retroceso evolutivo en una generación completa.

La deducción marciana podría ser compartida por cualquier habitante de este planeta más o menos normal que no suela ver televisión y, en un rapto de intrepidez, sintonice TVN a las seis de la tarde: en el programa Calle 7, chicos y chicas son tratados como estúpidos, se comportan como estúpidos y hablan exclusivamente sobre estupideces.

Intentar explicarle a mi huésped marciano qué razones esgrimen los defensores de productos de esa naturaleza en un canal público de televisión me excedería. Imposible defender lo indefendible. Sin embargo, hay quienes han hecho todo un desarrollo argumental con tales fines. El bando libremercadista a ultranza señala, por ejemplo, que “eso es lo que el público quiere ver y si no quiere, tiene la libertad de cambiar de canal”. Este argumento se refuerza con un preocupante “lo que más quieren todos los cabros de Chile es estar ahí”.

Por empezar, el dato del rating no basta para sostener que todo el mundo quiera ver eso cuando, simplemente, es lo que hay. Cambiar de canal no abre el abanico de opciones, para nadie es novedad que la receta pasa por copiar formatos que garanticen resultados al corto plazo con el menor trabajo e inversión posible. Qué es lo que más gusta al público joven masivo, es algo que no se puede afirmar a partir de una oferta prácticamente única. Por otra parte, si fuera cierto que todos, o una importante mayoría de jóvenes chilenos tiene como máximo anhelo ser estrella de esos programas, este país tendría problemas dramáticos y nadie, excepto mi marciano favorito, estaría dando cuenta de ello. Descartada esta potencial catástrofe, caben otras reflexiones: aun cuando unos cuantos estén fascinados con idiotilandia, ¿significa esto que haya que seguir promoviéndola como única versión del mundo juvenil? Desde una empresa privada, la respuesta puede ser muy simple: desde luego que cabe seguir promoviendo lo que sea que resulte un buen negocio. Tratándose de la televisión pública, este argumento se derrumba ante el mero adjetivo “público”. Se puede –y se debe– debatir sobre el sentido de la televisión pública, pero lo que escapa a toda lógica es que su objetivo prioritario sea el lucro.

Precisamente en estos días en que se encuentra en la Comisión de Transportes y Telecomunicaciones del Senado el proyecto que modifica la Ley N° 19.132 de Televisión Nacional de Chile, el debate sobre su espíritu, contenidos y financiamiento debiera ocupar el centro de la agenda mediática. Como esto no sucede, ciudadanos y ciudadanas de a pie nos vemos compelidos a disparar la discusión en cada hueco posible.

En este sentido, es saludable revisar una seria de mitos y leyendas que suele reflotar el debate en torno a la televisión pública. El primero y muy remanido sostiene que al contar con financiamiento estatal, la televisión pública se convierte inexorablemente en instrumento de propaganda de los gobiernos de turno. Experiencias en varios países demuestran que este riesgo es evitable si se prevén mecanismos de contralor adecuados, cuestión perfectamente viable en Chile. Pero lo más irritante de esta línea argumental es el supuesto que la subyace, dejando implícito que los prístinos canales comerciales están libres de intereses políticos y económicos (?).

El segundo mito declara con gesto adusto que la televisión pública debe cumplir con fines educativos y culturales, ámbitos irremediablemente ligados al aburrimiento. Desde esta extendida perspectiva, “cultura” sería algo asociado a la biografía de Beethoven en clave enciclopedista y, si es posible, sin música. Por ende, los canales públicos están condenados a programación para inducir el sueño y a niveles de rating bajo cero.

Tercero: así como la televisión pública carga con el estigma de lo culto en el sentido mencionado, la televisión en general carga con el estigma de lo divertido. En este contexto, si “culto” es sinónimo de aburrido, “entretenido” debe ser tonto y/o burdo. Siguiendo esa máxima, en Calle 7 el leit motiv del día puede ser: “Las minis se toman Calle 7 y por eso hoy elegimos miss mini”. Durante todo el programa, una especie de claque de jóvenes gesticula permanentemente, enfatizando lo que el conductor, un tal Martín, comenta. En realidad no comenta, sino que grita todo el tiempo mientras la corte de subnormales lo sigue, se menea y gesticula a cámara, por si los televidentes no supieran cómo reaccionar frente a tanta sordidez. ¿Cuestión de gustos, nada más? En todo caso, los gustos también se forman y cabe al menos discutir qué aporta TVN en la materia.

A todo esto, ¿qué otra tele es posible? Omar Rincón, reconocido comunicador colombiano, afirma que los medios son públicos en la medida que se inscriben en los proyectos colectivos de la sociedad, en cuanto amplíen el acceso expresivo de la gente, en cuanto aumenten la pluralidad de interpretaciones de la realidad. ¿Se puede hacer esto de manera entretenida? Sin duda, pero es necesario atreverse a romper con la homogeneidad del mercantilismo mediático. ¿Es posible generar contenidos educativos en formatos aptos para la tele, ágiles y atractivos? Sí, pero las clave son creatividad y audacia, y para que éstas se desplieguen resulta imprescindible que el Estado y la ciudadanía apuesten e inviertan en ello. Si no queremos vernos expulsados como públicos, no podemos desertar de este debate precisamente en momentos en que el proyecto de Ley avanza en el Senado.

Mientras intentamos meter la cuchara en una discusión que debería ser pública, es preferible que mi marciano favorito siga barajando sus candorosas hipótesis de daño cerebral en los públicos juveniles. Sucede que la realidad es aun más cruel: el canal público se jacta de no requerir financiamiento estatal gracias a que obedece a los vaivenes del rating y, en este contexto, la calidad de lo que ofrezca al público joven no es su tema.

Si mi marciano favorito supiera la verdad, abordaría su OVNI de un salto y se alejaría espantado de estos incomprensibles parajes.

2 Comentarios
  1. María Laura Pellegrini dice

    Muy bueno. Yo opté por lo sano. Mis hijos a esa hora no pueden ver TV basura y hoy privilegian la lectura o la conversación. Ojalá los marcianos abrieran los ojos de otros padres también.

  2. Irma dice

    Excelente!!! La oferta única de basura en los canales nacionales no significa que sea lo que la mayoría de la gente le gusta ver. Hay muchos televisores apagados y en otros se ve una oferta ¨levemente¨ mejor del cable

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