La última imagen de Allende

El entonces teórico francés de la guerra de guerrillas, Régis Debray, que acompañó al Che Guevara en la campaña de Bolivia, en 1967, dejó una imagen directa, cálida y sorprendente de Salvador Allende en la intimidad, publicada en la prensa francesa el 15 de septiembre de 1973, cuatro días después del golpe militar. Este texto muestra -como pocos- en toda su complejidad la rica personalidad del Presidente derrocado, debatiéndose entre las presiones militares y la de sus propios partidarios, en los días previos al Golpe de Estado que acabaría con su vida.

La versión completa de este extraordinario documento histórico fue recogida por el periodista Camilo Taufic en el libro «Chile en la Hoguera / Crónica del Golpe Militar», best seller en Argentina y España a partir de su aparición en Buenos Aires, en febrero de 1974, reeditado en Santiago por Cesoc.

El relato en primera persona de Régis Debray, con la perspectiva del tiempo transcurrido, sorprenderá tanto a los allendistas como a sus adversarios, sobre todo en lo que se refiere a la alternativa de «vía pacífica» o «vía armada» que se presentaba ante el Jefe de Estado, una vez más, y como sin solución, en sus horas finales en La Moneda.

El que habla, en todo caso, es Régis Debray y no Allende. Es un texto fuertemente subjetivo el que se reproduce en estas páginas, salido de la pluma de un hombre apasionado, que penetró en la mente del «Chicho» con tanta lucidez como anteriormente había interpretado el pensamiento del «Che».

Digamos en este punto que, luego de su aventura en las serranías bolivianas y su interés por la Unidad Popular chilena, Régis Debray devino en encorbatado alto funcionario de los gobiernos socialdemócratas franceses, académico fundador de la «Mediología» y presidente del Instituto Europeo de Ciencias de las Religiones, inaugurado en París el 22 de junio de 2003, bajo el alero del Ministerio de Educación Nacional francés. ¿Su objeto? Promover la enseñanza «del hecho religioso» desde una perspectiva laica y racionalista.

CHIVO EXPIATORIO

Eliminado Salvador Allende, la Junta Militar no sólo ocultó a los ojos del pueblo chileno lo que entonces parecía un crimen, sino que volcó todos los recursos de su propaganda (prensa, radio, televisión) en contra de aquel hombre que la había marcado a fuego con la frase «sólo muerto me sacarán de La Moneda».

Allende fue acusado de llevar una vida licenciosa, de tener «una media docena de mansiones», de preparar un golpe sangriento «para quedarse con todo el poder»… una campaña reiterativa e ingenua, que no convenció ni a los propios partidarios de la Junta. El corresponsal del diario tradicional brasileño Jornal do Brasil, escribía el 10 de octubre de 1973, desde Santiago: «La persona más insultada y vilipendiada en este momento, en toda la historia de Chile, llámase Salvador Allende Gossens… Si Allende hubiese bebido la mitad del whisky que dicen, entonces él se bebió la mitad de la producción de whisky de Escocia en un año… Los males que afligen a Chile parecen tener un único culpable: Allende. Es el chivo expiatorio, y se está intentado transformarlo en símbolo de todo lo que en Chile debe ser evitado de aquí en adelante».

La residencia presidencial de Tomás Moro, destrozada por la aviación a bombazos, saqueada después por sus vecinos derechistas del barrio Las Condes, que llenaron sus autos con objetos arrancados a tirones de sus ruinas aún humeantes, estuvo dos meses abierta al público, bajo custodia policial para exhibir el guardarropa de Allende, su despensa, el jardín y las cocheras, la mecedora junto a la chimenea donde leía en las noches.

Pero sus amigos hicieron un retrato más fiel de lo que auténticamente fue el Presidente Allende. El conocido escritor francés Régis Debray, que acompañó al Che Guevara en su guerrilla en Bolivia, y que fue huésped de Allende en su hogar, aunque no compartía sus concepciones políticas de tránsito pacífico al socialismo, escribió al calor de los hechos (el 15 de septiembre de 1973, en la prensa francesa), un vivo esbozo del presidente inmolado.

ESCRIBE REGIS DEBRAY

“Salvador Allende no ha perdido. Ha muerto como siempre había querido morir: luchando. Nada le fue impuesto. Puede ser que algunos no le creyeran, a fuerza de oírle repetir: ‘A mí no me van a hacer subir a un avión en pijama ni solicitar asilo en una embajada’. Pero, para todos sus amigos, la sola certidumbre en este caos era ésa: para el protagonista, el drama no concluiría jamás en una opereta, como se había visto tan a menudo en los países vecinos. La pusilanimidad de sus colegas defenestrados le repugnaba demasiado.

Allende intuía su destino exactamente desde el 29 de junio de 1973, cuando descubrió con estupor, después de haber desbaratado el alzamiento incoherente y precipitado de un regimiento de blindados -seiscientos hombres y diez tanques- que el ejército no le perdonaría esta victoria a lo Pirro. Al reunirse al día siguiente en su despacho con los generales de las Fuerzas Armadas en servicio activo, descubrió que no podía contar sino con cuatro generales contra once. En el mismo momento, los oficiales subalternos deliberaban en todos los cuarteles del país: ocho de cada diez, sobre todo entre los más jóvenes, exigían la liberación de los amotinados y la destitución de los cuatro generales leales que, con el general Carlos Prats a la cabeza, habían obtenido su rendición.

Desde entonces, Allende se batía, aun al borde del abismo, porque ése era su oficio, su mandato, su pasión, sin que nadie supiera de dónde sacaba esta fabulosa energía cotidiana. No hubo desesperación, en todo caso; pero tampoco cabía la esperanza. El político ha muerto resplandeciente en su sonrisa, al fin reconciliado en la muerte, con esta visión heroica de la historia, que eran su remordimiento y su pena no haberla podido encarnar en vida.

Vuelvo a ver la mirada maliciosa de Augusto Olivares -‘El Perro’-, su viejo amigo de siempre, su consejero a pesar suyo, a quien yo había preguntado en demanda de una confirmación: ‘Y cuando los generales de las tres armas vengan a verlo a su despacho sin pedir audiencia, con su ultimátum bajo el brazo, ¿qué pasará?’.

– “Lo sabes muy bien: la cosa será a quién tire primero. Salvador preferirá la muerte a la rendición”. Se olvidó solamente de agregar que él, Augusto, moriría con Allende. La conversación tuvo lugar hace tres semanas.

Allende solía practicar tiro en su casa, en el jardín, con toda clase de armas, pero sabía que él no podría disparar contra sus enemigos. Era demasiado tarde -habría tenido que forzar el paso antes, en 1971, en la euforia de los comienzos- o tal vez demasiado pronto -presidente de una república burguesa, elegido bajo condiciones y por una minoría de votos, no podía, desde su cargo, emprender la revolución. Asesinato o inmolación, poco importa: habrá defendido su bastión hasta el fin, metralleta en mano. ¿La muerte de los asaltantes fascistas, demasiado numerosos y bien armados era imposible? Ellos recibían al menos la suya como una bofetada. Lo esencial era hacer saber: ‘Patria o muerte’. Aquí no hay rendición. Vencido, pero de pie. Eso es importante para el porvenir.

‘Murió en su ley’, se dice en español lacónicamente para rendir homenaje a aquéllos a quienes la muerte no ha sorprendido en una posición distinta a la que siempre sostuvieron. Extraña ley para un reformista, un adepto del compromiso, la transacción y el diálogo, con un imborrable buen humor. Sus pares en la política, sus predecesores en la caída -Arbenz, Goulart, Torres y tantos otros- no nos tenían acostumbrados a este género de salida. Entonces, es hora de decir al fin qué clase de hombre era, de verdad. Mañana habrá que hablar de política, y hablar con todo; por el momento, yo quisiera saludar a este hombre que fue casi un amigo. No es una cuestión de persona, dirán muchos. Sí, hoy se trata precisamente de eso.

En él, la voluntad vibrada más alta que las ideas. Salvador era ante todo un hombre de corazón, para quien todo lo que esta palabra encierra -valor, rectitud, lealtad, emoción- contaba más que el resto. Un hombre que saludaba con un ‘tú’ a sus interlocutores, y éstos tenían que contenerse para no hacer lo mismo. Se saludaba siempre en él al político, pero éste era su doble, su rol, su imagen fatídica, que le hacía a veces ser amargo. Pues él tenía de sí mismo una imagen totalmente distinta, que guardaba en secreto, sin hablar de ella, desarmante y desarmada. Callada por un sentido infantil, obstinado observante él de ‘lo que se puede hacer’ y ‘lo que no se puede hacer’, de lo noble y de los rastreros, se veía así mismo como un caballero de la esperanza, Robin Hood de las montañas.

Este revoltijo, esta gloriosa incoherencia, es todo el hombre. Es por eso por lo que Allende es distinto de la incolora doctrina política que llevaba su nombre; por lo que tenía tantos amigos que no eran allendistas; por lo que estaba excluido que pudiera firmar su capitulación mientras viviera. Allende no tenía la estrategia política correspondiente a esta decisión personal. Se burlaba de quienes tienen la estrategia, pero no la decisión, pero aquéllos que tienen las dos cosas le fascinaban: Fidel, el ‘Che’ -a quienes había visto en acción-. No era feliz en el fondo ni estaba orgulloso de ser ese presidente convencional, ese ‘político astuto’ -la primera muñeca de Chile-, ese experto en tácticas conciliadoras.

Había soñado otra cosa y no aceptaba renunciar a su sueño: los militares han logrado arrancarle concesiones verbales en el curso de estos últimos meses, pero él los enfurecía guardando en su cajón los decretos ya preparados que ponían al MIR (extrema izquierda) fuera de la ley. Las leyes de la política dicen que un reformista, rehén del poder burgués, tiene tarde o temprano que hacer tirar contra el pueblo para dar ‘garantías’. Allende quiso ser la excepción y lo consiguió. Cuando en 1972, la policía disparó sobre los habitantes de una ‘población callampa’ en el curso de una requisa nocturna y dio muerte a un obrero, él fue a la mañana siguiente, a pie y sin custodia, a presentar sus excusas a los ‘pobladores’ y a departir mano a mano con ellos.

Será bueno decir algún día, aunque sus enemigos puedan aprovecharse de ello, todo lo que este hombre hizo para sacar de su empantanamiento la revolución armada continental, que fascinaba a su corazón, aun si su espíritu lo rechazaba. Presidente del Senado, se jugó su porvenir político en muchas ocasiones por ayudar y a veces salvar literalmente a combatientes clandestinos que tenían dificultades en sus propios países. El fue a recibir a los sobrevivientes de la guerrilla boliviana que habían cruzado los Andes a pies perseguidos por todas las policías del continente, y los condujo personalmente a la Isla de Pascua. Para la prensa ‘seria’ chilena, esos hombres eran ‘bandidos’ y ‘terroristas apátridas’.

Presidente de la República arriesgó su presente: no hubo guerrillero latinoamericano, por poco que fuese responsable y sincero, que se haya dirigido a él sin recibir los medios de lucha que solicitaba. Por ejemplo, y para limitarnos a los hechos conocidos, hubiera preferido cien veces que la Argentina, país del cual tenía una necesidad vital para abastecer a Chile de trigo y de carne, le declarase la guerra antes de entregar a la dictadura militar a los evadidos del penal de Rawson hace poco más de un año. Cuestión de honor. De principios. El ‘Che’ sabía, mientras vivió, que podía contar con él, a título personal, no importa qué cosa, incluido llevarle las maletas.

Esto no era su política, sino que el hombre estaba hecho de un modo que ponía más alto que la política -y que su política- una moral, una intuición, una fraternidad. Allende podía atacar al MIR y su política en la televisión duramente por la tarde, y esa misma noche ofrecer su casa a un dirigente del MIR perseguido. Y no por coquetería ni por hacerse de hábiles contrapesos. Por una simpatía irrazonada y fundamental. Es por eso por lo que, si el político que había en él estaba de acuerdo con la táctica y la estrategia del Partido Comunista, nunca tuvo como amigo o como confidente a ningún miembro de ese partido.

Al salir de su despacho, quería respirar otros aires. Necesitaba contradecir, repartido entre sus objetivos políticos y ciertos ‘ideales propios’ de los que no podía ni quería desprenderse. Una palabra de aliento de Fidel, o una mirada reprobadora de ‘Tati’, su hija Beatriz, una militante revolucionaria comprometida desde hace años en tareas duras y que dirigía su secretaría en La Moneda, tenían para él más importancia que una moción del Congreso o una resolución de una comité central. Beatriz, embarazada de cinco meses, fue durante algunas horas una de las personas más buscadas de Chile: por radio, los militares le intimaron la orden de entregarse -aun cuando habrían tenido que responder de su suerte, como de la de muchos otros bajo su responsabilidad… ¿Qué más decir? Una última imagen, quizás.

He visto a Salvador por última vez el domingo 19 de agosto. Me había invitado, antes de mi partida hacia Cuba, a pasar el día con él en su residencia campestre, con su familia, la media docena de amigos, siempre los mismos, entre ellos ‘El Perro’. Hermosa jornada de invierno entre los árboles, una chimenea encendida, vino tinto. Estaba como siempre, jovial, cálido, calmo. Ritmo inalterable, a pesar de la crisis. Al fin de la mañana, se lee y se comenta la prensa (ya no había otro medio de informarse). Salvador descubre entonces que el New York Times contaba el viernes, con lujo de detalles, los pasos de una crisis en el seno de la aviación que, de hecho, recién había estallado el sábado…

Un honorable corresponsal de la CIA, periodista evidentemente, sabía sin embargo más que el Presidente sobre las intenciones de los militares. Furioso, Allende exigió que se identificase y localizase al ‘periodista’ el lunes para expulsarlo. Pero, el lunes, tendría otras muchas cosas que hacer: otro golpe que desmontar, otro general a quien pasar a retiro, y el ‘periodista’ podrá continuar haciendo su trabajo. Después, Salvador, de excelente humor, arregla un aparte, llama a algunos de nosotros a sentarnos en un rincón alrededor de un camembert, nos cuenta sus entrevistas de la víspera con el general golpista, comandante de la aviación, a quien ha designado ministro de Obras Públicas y Transportes para intentar neutralizarlo. Pregunta, toma notas, madura sus planes para el día siguiente.

¿De qué se trataba entonces? De cortar las alas a una maniobra de ese general de aviación, Ruiz, que quería dimitir de su cargo ministerial sin perder su comando, habiéndose puesto previamente de acuerdo con sus subordinados, en secreto, que ninguno de sus eventuales reemplazantes a la cabeza del arma aceptaría integrar el gobierno. Es inútil recordar aquí los detalles de la contramaniobra de Allende, que triunfó por estrecho margen, una vez más. ¿Por cuánto tiempo? Chile vivía estrictamente al día, con sus dos o tres microclimax cotidianos. Allende no planificaba nada más allá de cuarenta y ocho horas. El acostumbramiento al peligro terminó por hacer creer que un respiro más, una breve tregua, equivalían a una solución política.

Un poder político privado de todo aparato de coerción física no es más que un poder sobre el papel. Para hacer arrestar a un terrorista de ‘Patria y Libertad’, para requisar un camión, se necesita ‘un destacamento de hombres armados’, como dice Engels, es decir, un aparato del Estado. Este ya no respondía en muchas ocasiones y se deslizaba gradualmente hacia la insurrección de hecho. ¿Cómo pedir a un aparato de Estado, creado y ocupado por la burguesía, que le ha dado vida y legitimidad? Allende veía destrozarse uno a uno todos los medios de gobernar, supliendo su soledad con la ayuda de golpes de puño sobre la mesa y con fenomenales agarradas con los generales, a quienes él hacía desfilar, uno por uno, separadamente, por su despacho. Caminaba hacia el abismo y fingía tener en sus manos un poder que ya no lo era, mostrando un aplomo y una fuerza que ya no tenía. Pero el rey estaba desnudo, y esto tenía que acabar por saberse.

Fatalismo desafiante u obstinación sarcástica, Allende se entregaba, con una flema de jugador de ajedrez, a sus maniobras tácticas, que había que replantear todos los días. No me atreví, y nadie se atrevió nunca, a preguntarle: ¿por qué?, ¿y cuál es la estrategia de todo esto? Eso hubiera sido de mala fe. Cada uno sabía que se trataba de ganar tiempo para organizarse, para armarse, para coordinar los aparatos militares de los partidos de la Unidad Popular. Carrera contra el reloj que había que librar semana tras semana.

Al mediodía de ese domingo hicimos una siesta tranquila y jugamos un partido de billar con cantidad de chistes y golpes sobre la espalda. A las siete de la tarde Allende bajó hasta Santiago, donde lo esperaba un consejo de ministros. Abrazos: ‘Hasta pronto. Saludos a los amigos. En Argel dentro de diez días’. Porque él deseaba fervientemente realizar ese viaje. Nada alteraría su calendario, ni siquiera el hecho de haber desarmado el golpe de Estado del sábado y el de tener que decapitar el del lunes.

En ese dédalo cambiante, Allende tenía dos boyas para guiarse. Por un lado, un rechazo visceral a la guerra civil, que él juzgaba perdida dada la diferencia de poderío de las fuerzas enfrentadas. No estaba engañado con la fraseología del ‘poder popular’ y no quería asumir la responsabilidad de miles de muertes inútiles: la sangre de los otros lo horrorizaba. Es por eso que hacía oídos sordos a su PS, que lo acusaba de serpentear perdiendo tiempo y lo instaba a pasar a la ofensiva. ‘La mejor manera de precipitar el enfrentamiento y de hacerlo todavía más sangriento es darle la espalda’, me confió Altamirano al día siguiente, excedido por las demoras de Allende.

¿Desarmar a los complotados? ‘¿Con qué?’, respondía Allende. ‘Denme primero las fuerzas para hacerlo’. ‘Movilícelas’, le decían de todas partes. Porque es verdad que él se desplazaba, allá arriba, sobre las superestructuras, dejando a las masas sin orientación ideológica ni dirección política. ‘Solo la acción directa de las masas frenará el golpe de Estado’. ‘¿Y qué masa es necesaria para parar un tanque?’ -replicaba.

Segunda boya para Allende: no defraudar a la historia, no degradar la imagen que tenía de sí mismo y que deseaba dejar después de sí. Francamente, no ceder al chantaje militar, no perder terreno en lo esencial del programa. Pero para mantener el honor, debía arriesgar la guerra y, para evitarla era necesario deshonrarse. Allende se negaba a elegir, creía todavía, o lo aparentaba, que sus dos deseos fundamentales no eran contradictorios.

Los jefes de Estado no tienen amigos. Otra admirable inconsecuencia: Allende tenía amigos y un sentido del afecto inexplicable y más poderoso que toda divergencia política. Era fácil convertirse en amigo íntimo y las relaciones se volvían entonces tormentosas, exigentes, llenas de peleas ligeras y de comentarios rencorosos, inevitablemente seguidos de grandes reconciliaciones. Este hombre, que era en público tan cuidadoso de las apariencias y celoso de sus prerrogativas, tenía la religión de la franqueza y del calor entre los hombres. La libertad de palabra, en su presencia, era total.

Un día que me regañaba por alguna postura juzgada excesiva, agregó: ‘Halagas mi vicio, que es el de perdonar todo a mis amigos’. Grave falta para un hombre de Estado, si uno se atiene a las reglas en uso.

Pero era comunicativa esta confianza y esta fidelidad. De allí esas increíbles devociones: Augusto Olivares, un viejo amigo de la revolución cubana, redactor de la revista Punto Final, vocero de la oposición de extrema izquierda, murió a su lado. La política de Allende no era la que respondía mejor a sus deseos, pero juzgaba que no había más, u otra, alternativa para el país, y que en ella estaba su campo, para lo mejor o para lo peor. No quiso sobrevivirle.

La pasión del honor. La lealtad. La nobleza. La integridad. Eso se llama hombría. Intraducible. Salvador Allende era un caballero. ¿Cómo decirlo en francés? Algo así como un gran señor. Valores desusados, un poco ridículos, de otra época, puede ser. Pero que fueron pagados por lo que valían. Era necesario que ese gran señor llegara al final de su tiempo y de su rol, para dejar paso a los tiempos modernos y crudos de la revolución, que debe buscarse ahora en la pena y en la sangre. Ha llegado la hora decisiva. Será larga”.

1 comentario
  1. BENITO JARAMILLO ARANCIBIA dice

    Bien El Compañero Presidente, siempre será un ejemplo de dignidad y compromiso, para con los desposeídos de Chile y el mundo, quisieron borrarlo mas no pudieron, creo que para el mundo mostraron la imagen de Allende armado, pero la historia se va construyendo a medida que avanza el tiempo, hay mas antecedentes, como su ultima foto, que de acuerdo a mas versiones el Gobierno de Chile reconoce como probablemente su ultima imagen, cuando saluda a un grupo de estudiantes desde el balcón, yo soy uno de ellos ( el de los cuadernos en la mano ) fuimos testigos del retiro de Carabineros y tanquetas que custodiaban el palacio de Gobierno ( Benito Jaramillo A) hasta siempre con Allende.

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