Las 40 horas y la gallina de los huevos de oro

Por Marcelo Cid
Periodista y Magíster en Comunicación en Tecnología Educativa

 

Marcelo Cid, Periodista

El proyecto de ley que busca reducir la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales ha generado opiniones a favor y en contra por parte de diversos integrantes del espectro político, legislativo y mediático, así como una respuesta del Gobierno con un proyecto de 41 horas. No es el objetivo de esta columna hacer un análisis técnico de la viabilidad o de las intenciones (manifiestas o subrepticias) de las iniciativas, sino simplemente reflexionar (un poco) sobre el contexto en el que éstas se desarrollan, con elementos de juicio que nos ayuden a clarificar (en parte) el escenario de la discusión.

Aunque parezca perogrullada, recordemos que todos los juicios (a favor o en contra de los proyectos) responden a intereses propios o de terceros, altruistas o pequeños. La objetividad en los análisis es una falacia que el sentido común clarifica con mediano esfuerzo. Evidentemente que esta columna tampoco lo es (aunque intente ser ecuánime).

Mirando datos oficiales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE (de la cual Chile es parte desde 2010), podemos decir lo siguiente: 

  1. Considerando información hasta 2018, los siete países miembros que presentan menor promedio anual de horas trabajadas (esto es, menos de 1.500 horas) son (en orden ascendente) Alemania (1.363 horas), Dinamarca, Noruega, Holanda, Suiza, Islandia y Suecia (1.474 horas). Los cuatro países miembros que tienen mayor promedio (más de 1.900 horas) son (en orden ascendente) Chile (1.941 horas), Grecia, Corea del Sur y México (2.148 horas). El promedio de los países de la OCDE es 1.734 horas. Como referencia, Estados Unidos trabaja 1.786 horas.
  2. En un documento de la OCDE, titulado “Todos Juntos ¿Por qué reducir la desigualdad nos beneficia?” (2015), se establece que “Chile es el país de la OCDE con mayor desigualdad de ingreso cuando ésta es medida según el coeficiente de Gini (…) Los ingresos del 10% más rico en Chile son 26 veces más altos que los del 10% más pobre”. Además, las consecuencias de “la redistribución fiscal a través de impuestos directos y de las prestaciones sociales en efectivo son débiles y contribuyen muy poco a reducir la desigualdad de ingreso autónomo en Chile”.

En resumen, los datos oficiales de la OCDE nos evidencian (ante el mundo) como uno de los países con más horas laborales (que no es sinónimo de trabajar mejor, por cierto), menores sueldos y con una desigualdad de ingresos e impuestos abiertamente inconvenientes incluso en términos constitucionales, toda vez que la institucionalidad asegura que el Estado “debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible”.

Precisemos más elementos relacionados con el escenario chileno de las horas de trabajo (o la permanencia horaria en éste), salarios y competencias laborales.

  1. De acuerdo con una investigación de Fundación Sol, titulada “Los Verdaderos Sueldos de Chile” (2019), “50% de los trabajadores chilenos gana menos de $400.000 y prácticamente 7 de cada 10 trabajadores menos de $550.000 líquidos”. Además, considerando hasta marzo de 2019, “en Chile se registraron 4,6 millones de deudores morosos”, con una cifra promedio de deuda de $1.754.525, lo que se traduce en que “más del 70% de los hogares” está endeudado. Para peor, “57% del total de ocupados en Chile no podría sacar a una familia promedio de la pobreza (…) y 51% de los asalariados privados que trabajan jornada completa se encuentra en igual situación”. En síntesis, se trabaja para apenas sobrevivir (y, por favor, cuidado con enfermarse).
  2. Según una investigación publicada en Ciper el 11 de junio de 2014, titulada “Democrática desigualdad: Diputados chilenos son los mejor pagados en los países de la OCDE”, se estableció que, en la cámara baja, “el salario anual de $103.265.772 (pesos chilenos), equivalente a US$252.505 (ajustado por paridad del poder adquisitivo, PPA)” es el mayor de la organización internacional. De este modo, “Chile ocupa el primer lugar al comparar la diferencia entre el sueldo de los parlamentarios con el PIB per cápita (11,8) (…) En el extremo opuesto se encuentra (…) Suiza, donde esta diferencia es de 0,7 veces, es decir, el sueldo de un parlamentario es inferior al PIB per cápita de dicho país”. De paso, y de acuerdo con una reciente investigación televisiva (no desmentida), durante 2018 hubo 137 sesiones en el Congreso. En éstas, el 35% de los parlamentarios llegó tarde a la mitad de los encuentros y 24% de los diputados tuvo retraso en más de un tercio.
  3. Desde hace más de 20 años que el analfabetismo funcional en Chile presenta (de manera identificada) niveles que atentan contra cualquier desarrollo profesional, académico o espiritual, alcanzando aproximadamente a 50% de la población, condición certificada en mediciones como el Programa para la Evaluación Internacional de Competencias de Adultos (PIAAC) (también iniciativa de la OCDE). En otras palabras, si ni siquiera se alcanza un nivel mínimo de competencia profesional en el idioma nativo, el dominio de una segunda lengua (algo elemental en un mundo laboral que habla en inglés) suena a clarines celestiales.

La OCDE, en su texto “El Futuro de la Productividad”, define este concepto como “trabajar de forma más inteligente, no en trabajar más intensamente” (a propósito del argumento que Chile no puede trabajar menos que las 45 horas actuales, en función del crecimiento económico). Asimismo, sugiere que las iniciativas de una formación continua correlacionada al progreso técnico “pueden impulsar el crecimiento de la productividad al hacer corresponder en mayor medida las competencias con los puestos de trabajo”. ¿Cómo desarrollar competencias en Chile, con una mayoría que es analfabeta funcional, entre otras carencias? Difícil, pero me parece que, para empezar, al menos como política laboral, no sólo deberían castigarse las conductas impropias (vulgo “sacar la vuelta”, entre otras), sino que además tendrían que estimularse (de diferentes maneras) la puntualidad, prolijidad, el interés en el perfeccionamiento y desarrollo de habilidades, la corrección, el respeto, la honestidad, entre otros aspectos esenciales para cualquier convivencia sana, esos que finalmente llevan al desarrollo (al menos económico).

La observación del nivel de cumplimiento por la puntualidad en el poder legislativo nacional ejemplifica que un mal desempeño laboral no condice –necesariamente- con la paga recibida ni con la posición de capitán o paje en la organización (otro caso reciente es el equipo del Centro de Salud Familiar de la comuna de Los Álamos, quienes fueron registrados haciendo sobremesa mientras los usuarios esperaban ser atendidos). 

Por razones de extensión, ni siquiera profundizaremos en el estado de la salud mental en Chile (estrés, ansiedad, somatizaciones, depresión y suicidios) y su relación con la jornada laboral actual. Con todo, a la luz de los datos expuestos, no parece tan complicado inferir que alguna conexión existe entre dichos cuadros y las jornadas extensas (con sueldos que ya sabemos para qué sirven). Tampoco analizaremos el papel que desempeña el tiempo y condiciones de trayecto al lugar de trabajo, pero invito al lector a ejercitar su memoria.

Como vemos, el escenario del debate de las 45/41/40 horas de trabajo tiene suficientes aristas como para abarcarlo de forma seria y documentada, incluso con una dosis de altruismo, por un estricto sentido de supervivencia. El sentido de horas más u horas menos debería tener como premisa el beneficio de las personas y, por consecuencia, un mejor rendimiento laboral (incluyendo en éste premios y sanciones, desprovistos de compadrazgos o influencias mal utilizadas). 

El problema de fondo es que si continuamos evaluando a las personas como meros engranajes de producción –subvalorados, abusados, incluso humillados- se seguirá matando –irresponsable, tozuda y neciamente- a la gallina de los huevos de oro, esto es, el recurso humano de una sociedad, cuya destrucción no sólo se refleja en el gallinero de turno, sino que también ante la OCDE y el mundo (una motivación tal vez más valedera para algunos que sus propios semejantes).

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