Chile, o el país del “da lo mismo”

Uno de los problemas de fondo en Chile es que demasiadas cosas trascendentes terminan dando lo mismo (léase, aquí no ha pasado nada). Desde rayar una muralla, destruir un basurero, recibir coimas para aprobar leyes, destinar recursos públicos para pagar deudas, o incluso asesinar. 

Por Marcelo Cid
Periodista y Magíster en Comunicación en Tecnología Educativa

 

Introducción: invito al lector –cuando se desplace a pie por cualquier comuna de Santiago- a tres ejercicios sencillos que reflejan parte importante de nuestra idiosincrasia y manera de entender a los semejantes.

  1. Deténgase junto a un semáforo -de preferencia en una calle ancha- y en un lapso de cinco minutos contabilice la cifra de automovilistas que no respetan la luz roja o la línea de detención de vehículos.
  2. Deténgase junto a un disco “Pare” y cuente los automovilistas que no detienen su vehículo (repito, detienen, no que sólo reduzcan velocidad), independiente si en su camino existen peatones u otros vehículos.
  3. Durante un paseo por alguna vereda que cuente con ciclovías cercanas, anote cuántos ciclistas se desplazan por la acera y cuántos peatones lo hacen por las ciclovías.

Los múltiples factores que generan estas malas prácticas se resumen, grosso modo, en una educación deficiente y un sentido cívico desorientado. Con todo, se trata de situaciones que, por su frecuencia y consecuencias, quizás hasta resulten inadvertidas. Dan lo mismo en la diaria vorágine (mientras no resulten en un accidente o agresión hacia algún transeúnte o automovilista, aunque a veces ni así…).

Uno de los problemas de fondo en Chile es que demasiadas cosas trascendentes terminan dando lo mismo (léase, aquí no ha pasado nada). Desde rayar una muralla, destruir un basurero, recibir coimas para aprobar leyes, destinar recursos públicos para pagar deudas, o incluso asesinar. 

Marcelo Cid, Periodista

Una triste prueba de lo inocuo de ciertas acciones es lo ocurrido el 4 de octubre, con el accidente del bus escolar en la cuesta Collihuanqui, en la Región de La Araucanía, en el que fallecieron tres estudiantes y resultaron lesionadas más de 35 personas. De acuerdo con la información publicada, el bus –que había sido contratado por el Instituto Nacional de la Juventud, Injuv- reunía desde el año 2014 la friolera de 140 multas por infracciones a la Ley de Tránsito (83 de la cuales sin pagar) y tenía su permiso adulterado. ¿Qué efecto práctico tuvieron las sanciones? Pues ninguno. Para las víctimas, los lesionados y sus familiares, a la hora de la verdad, todos los antecedentes dieron lo mismo.

El caso de los 33 mineros atrapados en el derrumbe de la mina San José, en 2010, es una muestra más de la ineficacia ya histórica de las fiscalizaciones (tanto para los fiscalizadores como para los fiscalizados). Más allá del aspaviento con el que se celebró el rescate de los trabajadores -rayano en la caricaturización-, ¿usted recuerda haber visto igual celo y preocupación en profundizar sobre las causas (absolutamente evitables), responsables (léase propietarios y fiscalizadores) y acciones para evitar nuevas desgracias? 

De acuerdo con el informe del Ministerio de Minería de la época, la empresa San Esteban Primera tenía un verdadero prontuario en los yacimientos San José y San Antonio, el que incluía accidentes mortales, ausencia de ventilación y refugios, sanciones de la Comisión Regional del Medio Ambiente, Corema, entre otros. Sin embargo, para la fecha del célebre accidente de los 33 mineros, San José operaba sin inconvenientes (epílogo: en noviembre de 2015, el juzgado de Garantía de Caldera sobreseyó definitivamente la causa en contra de los dueños de la mina y dos de sus ejecutivos, por delitos de lesiones leves, cohecho, prevaricación y homicidio).

Estos casos –al igual que los ejemplos triviales que inician la columna- demuestran fehacientemente que en Chile está peligrosamente instaurada –en distintos contextos- una suerte de cultura de la impunidad (no sólo en términos judiciales). Por ejemplo, y a propósito del debate de la productividad laboral, a nadie debería sorprender la existencia de malas prácticas de trabajadores que resultan sin ningún tipo de sanción porque precisamente, quienes deben vigilar el rendimiento, tampoco hacen su labor (y así sucesivamente). Los argumentos (coherentes e incoherentes) son múltiples: “para lo que me pagan”, “si no le hago mal a nadie”, “si total nadie me está mirando”, “para qué tanto”, “estoy cansado”, entre otros.

Me parece que una (repito, una) de las maneras en que los países desarrollados –cultural, social y económicamente- han alcanzado tal condición es precisamente cumpliendo sus leyes -las que por supuesto tienen como centro el bien común y la protección de sus ciudadanos-, sancionando con rigor la corrupción y cuanto delito ponga en riesgo el orden social, sin distingo de clase, influencias, u otros.

A propósito de este último punto, cito dos ejemplos: Inglaterra alcanzó un punto crítico en la década de 1980 con los denominados hooligans. En el largo listado de muertes y caos provocados por los vándalos destaca la Tragedia de Heysel, en Bruselas, Bélgica, en 1985, en la que fallecieron 39 personas por el comportamiento de los fanáticos ingleses antes del partido entre Liverpool y Juventus. ¿Cómo se solucionó este problema social? Con la acción enérgica, transparente y –lo más importante- mancomunada de los diferentes actores vinculados con el flagelo. ¿Ha visto cómo son desde hace ya más de 20 años las tribunas en Inglaterra? Sin ninguna reja. ¿Ha visto cómo son los partidos en Chile…?

El otro ejemplo de cómo en el mundo desarrollado no da lo mismo lo que se haga lo vimos recientemente en medios nacionales: en Estados Unidos, un empresario chileno fue sentenciado a cinco meses de prisión, 500 horas de servicio comunitario y a pagar una multa de 100 mil dólares (algo así como 72 millones de pesos), esto tras declararse culpable de pagar en una red de corrupción para que su hija ingresara a una universidad estadounidense (por cierto, no es baladí que se declara culpable, pues de no hacerlo la pena podía aumentar hasta 20 años de cárcel, una multa de 250.000 dólares y tres años de libertad vigilada). ¿Ven, señores? Para ser desarrollados hay que aprender que el dinero no lo compra todo.Una vez me contaron que un habitante del primer mundo le decía a un chileno que, en los países de verdad, los primeros en llegar y los últimos en irse del trabajo eran los gerentes, justamente al revés de lo que él veía en Chile. Pero claro, ¿para qué? Si, total aquí hasta los líderes (nótese las cursivas) saben y usufructúan de la cultura de la impunidad. Claro, aquí tienen carta blanca para hacerlo, pero, ¿aprenderemos algún día de sus verdaderos efectos…?

1 comentario
  1. Patricia Escalona dice

    El texto de Marcelo Cid es una evidencia sociológica de lo que somos los chilenos, con antecedentes recogidos en el tiempo, en diferentes medios periodísticos. Es un ejemplo de lo que puede llegar a ser la tarea periodística para intentar mejorar esa condición del «da lo mismo», que tanto perjudica al país, más allá de gobiernos o de partidos políticos, o legisladores.

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