Joker (el Guasón): la verdad y el dolor detrás de la comedia

No está de más decir que no es un filme de superhéroes ni supervillanos, es la historia de una persona común inmersa en el drama contemporáneo de la abulia y el desencanto, de la empatía escasa, del narcisismo supremo y la condición humana que pende de un hilo ante la fantasía de la tele-realidad.

Por Miguel M. Reyes Almarza*

Como reserva al argumento que trataré de desarrollar en este espacio quiero aclarar que jamás me sentí motivado a ver las películas de los “Universos” Marvel o DC, es más, coincidiendo parcialmente con la sentencia letal de Martin Scorsese acerca de los filmes de superhéroes quien en una entrevista afirmó «No las veo. Lo intenté, ¿sabes? Pero eso no es cine. Honestamente, lo más cerca que puedo pensar de ellas, con todo lo bien hechas que están, con los actores haciendo lo mejor que pueden bajo esas circunstancias, son los parques temáticos. No es el cine de seres humanos tratando de transmitir experiencias emocionales y psicológicas a otro ser humano» me acerqué bastante reticente a presenciar el debut de Joker (El Guasón) y así, sin nada que perder me encontré frente a frente con la película más importante del presente año y quizás del último lustro.

Y claro, la ausencia casi religiosa en este tipo de filmes de los desarrollos psicológicos profundos de sus personajes y el gesto eficiente, pero evidente a la vez, de la violencia tecnologizada, hacen de Joker una película -literalmente- fuera de serie. Nada en ella es obvio, no sobran los músculos ni explota la belleza clásica, son simples personas tratando de vivir.

No está de más decir que no es un filme de superhéroes ni supervillanos, es la historia de una persona común -y esto no es un simple cliché- inmersa en el drama contemporáneo de la abulia y el desencanto, de la empatía escasa, del narcisismo supremo y la condición humana que pende de un hilo ante la fantasía de la tele-realidad.

No estamos ante un contexto obvio que desencadena la violencia, por el contrario, enfrentamos la violencia como un efecto colateral del desprecio de las instituciones, del poder corrupto que se ríe de sus votantes, cuestión que supera la fantasía y en el diario vivir se expresa de forma elocuente y sistemática (a saber, un ministro que nos pide que madruguemos para no pagar un transporte más caro).

Dirigida por Todd Phillips, director, productor y guionista de gran carrera en TV y cine (Hangover, Globo de oro, 2010) la película logra rescatar cierta influencia del mismísimo Scorsese, quién más allá del polémico emplazamiento al cine de mallas de colores, nutre de ciertos guiños en la producción -que más tarde abandonó- para proveer el toque ‘De Niro’, ese que tiñe de locura al actor en “Taxi Driver” y que aparece de cuando en vez en la actuación descomunal de Joaquín Phoenix, una mezcla de locura y tristeza muy propia de los seres invisibles, alternos y abyectos.

Phoenix definitivamente construye el mejor papel de su carrera, sin excentricidades, sin gestos vacíos -como era lo común del personaje en otros grandes del cine- sino desde el interior de una personalidad limítrofe, clínicamente enferma y que, sin embargo, ofrece resistencia al designio infame de simplemente existir. No se trata entonces de una apología a la violencia periférica, ya que esta vez es ejercida por el Estado y su ausencia, por los Medios y su ‘masaje’ sensorial. Arthur Fleck (el Guasón) no es un forajido, ni siquiera un antisocial, es la máscara de todos quienes tienen el valor de resistir en un mundo que solo los considera como audiencia masiva, como masa votante y no como personas. Es el mismo personaje que se declara ‘apolítico’ en un mundo donde esa ilusión de comunidad es solo perversión. El bufón no lidera ningún movimiento, apenas puede vivir en la base de una pirámide de subsistencia donde para otros quedará servida la cúspide de la autorrealización.

Un Oscar para Phoenix no es mucho pedir, y es que es caben escasa probabilidades de aquí al fin de año presenciemos una actuación tan soberbia –de esas que incluyen cuerpo y espíritu al beneficio del personaje- no por falta de fe sino por exceso de confianza –de muchos- en el trabajo sin precedentes del norteamericano nacido en Puerto Rico.

A todo lo anterior podemos sumar una fotografía excepcional, virada al pastel y a las viñetas clásicas de los cómics sesenteros -sin caer en los lugares comunes- que marida perfectamente con esa música de Jazz inspiradora, feliz -apodo que su madre le daba al Guasón- y a la vez perversa, que logra encantar con la ilusión de un futuro mejor mientras las ratas se apoderan de la ciudad, una especie de danza morbosa donde la fantasía se torna la única religión posible ante el eventual abandono. En esta interpretación gratuita de la historia del Guasón –nada de lo que se relata es parte del cómic original- podemos apreciar la correcta participación de Robert De Niro como el alienante presentador de televisión y metonimia de todo un sistema de medios que vende cariño por rating, todo, más el fenomenal trabajo de desequilibrio emocional de Zazie Beetz -reconocida por sus extraños papeles en series de TV- encarnando a la madre de Joker y perversa figura arquetípica que justifica su escasa capacidad de lidiar con la vida que duele.

Y es que más allá de lo obvio la película explora lo que Freud llamaba las fuentes de sufrimiento humano de una manera excepcional para un ‘tipo’ de cine que estaba ausente de, al menos, este contenido. Arthur (el Guasón) lucha contra el sufrimiento que está dentro y fuera de su control. Las plagas que inundan la ciudad, representan entonces las fuerzas de la naturaleza que están fuera de todo control y, por tanto, obligan a Fleck a disfrutar del espectáculo destructivo. Su cuerpo, dañado de la forma más cruel en su infancia y que inevitablemente lo conduce hacia una vida de dolor es aceptado con una dedicación casi ritual, sin quejas, casi como un regalo. Por su parte, las relaciones sociales -el espacio más complejo de resolución en el pensamiento del médico austriaco- son violentas no por su acción u omisión sino por una especie de fe que rodea al personaje a la hora de evaluar la realidad y anticipar su papel en ella. Es quizás en ese momento que la risa se convierte en una coraza que nos protege de la contradicción misma en que como sociedad estamos envueltos.

Como guinda para el pastel y en modo premonitorio se escucha en una de las más emotivas secuencias del filme la canción de 1968 “White Room” del grupo de rock inglés Cream, que por estos días lamenta coincidentemente la pérdida de su baterista Ginger Baker.

Si hay una película que no se puede dejar pasar, aunque nos golpee con el malestar que provoca la cultura, es Joker, un imperdible posmoderno.

★★★★★ (5 sobre 5)
*Periodista.

1 comentario
  1. Diana dice

    Es usted muy sabio profesor, mejor no pudo describirla.

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