El honor de la modernización. Pandemocracia y marginalidad paria

a Nelson Ronda, en días de ausencias.

Por Mauro Salazar, sociólogo

En los últimos días hemos presenciado el inicio de la fase insurreccional de la revuelta de Octubre («asonada popular sin filosofía de la historia») donde se ha desplegado la potencia martiriológica de los cuerpos ante la ausencia de la «cadena primaria», prescindiendo de la hipertrofia del consumo y develando los gravámenes socio-estéticos de la modernización post/estatal iniciada en 1990. De un lado, ello ha derogado la especulación securitaria del Estado sobre el confinamiento y, de otro, la respuesta ha tenido lugar allí donde la violencia del orden golpea cotidianamente a las subjetividades periféricas. La irrupción de los cuerpos distópicos ha sido una inflexión respecto a la beatitud de cuerpos gloriosos, responsables, espirituales o inútiles -donde la probidad es igual al mayor riesgo- escindidos de su condición biológica gracias a la prepotencia digital.

En suma, llegó la hora de la hambruna y se alzaron los cuerpos nómades. En medio del desastre y la humillación parias y menesterosos se han volcado a las calles desafiando el disciplinamiento del virus pos/fordista (Covid-19) e impugnando desde los márgenes a los funcionarios ideológicos encargados de la reprogramación geopolítica del capital ante las nuevas conflictividades territoriales. Aquí han migrado un conjunto de sucesos que han develado la bancarrota de la épica modernizadora. El mismo guión se hace extensivo a la masificación galáctica (1990-2010) y a los «expertos indiferentes» vinculados al oficialismo cultural que se esmeran por vencer una realidad biológica y social. Esto comprende la fusión de un conjunto de fenómenos: el terrorismo digital (virológico) promovido por la comunicación corporativa; un Estado del «dejar morir» que declara al ciudadano un potencial terrorista virtual; la artera elitización del «progresismo neoliberal» que ha teñido de eficiencia la impunidad pinochetista; hasta los rostros erizados de los contagiados que esperan morir en los pasillos de hospitales siniestrados y ambulancias sin destino; la impotencia de las «burocracias cognitivas» encabezadas por Carlos Peña; la castración del ensayo crítico y el «apartheid cognitivo» de una academia normalizadora respecto a los sujetos de los márgenes. Y todo ello sumado a la difunta «política representacional», ha cincelado las condiciones para una «regresión oligárquica» que ha ocultado en la modernización la restauración de un «imaginario hacendal» capaz de prescindir de todo «pacto social».

Y así, gradualmente, ha quedado en evidencia todo el ocaso cognitivo de la «industria televisiva» mediante un travestismo visual que se ha esmerado, aquí y allá, por consumar un estado de impunidad y saturación mediática. Misma beatitud ha tenido nuestro feudalismo bancario: viciado y denegado a la hora de repartir liquidez en medio de la Pandemia. Y cuando invocamos la destitución de la modernización chilena con su «clusters» de «indicadores galácticos» (1990-2010), hacemos mención a la bullada «canasta básica» que golpea la imagen autocomplaciente de una economía de servicios (de baja complejidad). Y aunque el hambre pueda ser una expresión que se circunscribe a 8 poblaciones de Santiago, la grieta de la «canasta primaria» devela al consumo conspicuo (acceso a bienes y servicios) como modelo de desarrollo -auscultamiento- y experiencia cultural de grupos medios que hoy desconocen la paternidad de los mercados. La demanda por «Pan» (que aquí usamos como prefijo) no es solo la anécdota fácil de la periferia indómita, o la olla flaca de La Pintana, San Bernardo o El Bosque, sino el eslabón que desnuda la contradicción fundante del imaginario modernizador validado por los intelectuales del poder y el festín del ¡milagro chileno¡ Aquí el Hambre no es el sinónimo del consumo neoliberal, sino una fuerza derogante de la visibilidad que ha instaurado la familia oligárquica cuando excluye, aísla, y zonifica el campo de la marginalidad paria. Y esto abre un nuevo campo de antagonismos en materias de conflictividad territorial donde la burocracia neoliberal no puede revertir la desesperación del mundo popular, ni menos ignorar sectores incapaces de gestionar riquezas, salvo por la vía de un narco-Estado.

Dicho esto, cuanto espanto produce una revuelta popular donde los descontados del orden se permiten desafiar a la Pandemocracia derogando la “promesa fácil” del emprendimiento. Cuanta “colitis social” infunden unas cogniciones rebeldes que destituyen -con desesperación- el enfoque del “capital semilla” y las promesas de movilidad. Qué pudores tan obscenos se manifiestan ante la reivindicación de una Asamblea de la vida cotidiana que reemplace la actual Constitución pinochetista/concertacionista por un texto con que considere a todos los actores excluidos de una democracia cesarista. Existe un desaliento cuando el discurso de los márgenes tira el “pelo en la leche” y desestabiliza mordazmente los protocolos aprobados por el Corán de los progresistas ubicuos. Ello nos recuerda nuestra ineludible condición pordiosera. Nuestras poblaciones callampas y la barrialidad anudada a los sujetos de calle, a esos cuerpos esmirriados, donde la rebelión de los huesos ha desafiado al COVID-19. Donde los cuerpos y los «húmeros» no se dejan anestesiar por los códigos de una modernización viscosa que ahora intenta hacer de la historicidad una mediatización carnavalesca en manos de guionistas, corporaciones y editores de turno. Hoy la información de los matinales se ha convertido en una nueva totalización de la experiencia: hambrientos de sucesos, los reyezuelos de la edición han replicado la lógica neoliberal de la muerte de la realidad. Y todo ello cuando los cuerpos distópicos de la marginalidad no asocian el hambre con un retorno al mall.

El quid es cómo nuestra pobreza franciscana se ha vuelto insoportable para el consenso modernizador y sus pastores letrados (alta gerencia guarecida en la usura de las indexaciones). Aquí se devela una especie de dimensión pordiosera que, inoculada o no, obliga al relato modernizador a exhumar, fumigar y erradicar esta herida por cuanto deroga la «imago» de mundo que nos ofertó la masificación del acceso con sus indicadores de logro (conectividad, energía, turismo, carreteras, ecologismos, etc). En suma, contra el «modelo de hambre» ningún discurso técnico o managerial se puede sentir satisfecho, pues aquí se devela la laxitud de la estadística y la macro-economía. Hasta hoy nuestra parroquia había sido exportada a la región como un modelo de «subdesarrollo exitoso» que mediante el simulacro elitario escondía la involución hacendal. Sin embargo, cuando «cumas», «muertos de hambre», «rotos», «flaites», «negros», «huachos, «vulnerables», «asistidos», y toda la cadena de sujetos y estigmas que el poder hacendal y sus think tank (incluído los heraldos de Chile 21 que han devenido demócratas) no pueden asir, se despliega un «pueblo real» que no tiene consistencia sociológica para ser domado desde la holgura cognitiva de los teóricos de la anomia. Esto último excede el régimen visual de la «oligarquía tecnocrática». En los últimos días apareció el hambre y el presente (o la actualidad) no puede responder a la demanda por sustituir necesidades primarias que distan del consumo conspicuo como experiencia modernizante. Y es que en el marco de una Pandemocracia cae toda noción de comunidad, la lógica del experto indiferente carece de sentido y las terapias estandarizadoras del malestar han sido derogadas antes una aplastante realidad.

Frente a la dislocación del tiempo histórico-representacional de las instituciones, nuestros «administradores cognitivos» y una oligarquía académica servil en sus «eufemismos explicativos» ha puesto en entredicho los modos institucionales de la investigación universitaria que durante tres decenios abandonó el campo de «lo popular» en sus más diversas expropiaciones ¡Nada de epistemes plebeyas¡ fue la pancarta del experto indiferente. Y así, aferrados a la usura categorial de la indexación, en desmedro del ensayo y la densidad etnográfica, nuestras oligarquías académicas -en plena precarización de la creatividad- han recusado a la calle, al sujeto popular, desde viejas economías del conocimiento, a saber, anómicos, violentos, irracionales e indomables. Y puntualmente como «algo lírico» y más complejo de analizar, pero sin superar el clivaje orientalista entre civilización y barbarie. Aquí, en nuestro mundanal tupido, los sustantivos carecen de todo verdor y así abrazaban hasta antes del 18/0 su pertenencia a los relatos visuales de una modernización de teflón. Con el inicio de la revuelta pandemica la sociedad chilena prolonga la destitución de su imaginario epocal. En suma, ante el vacío epistemológico, quedó al descubierto la tuberculosis que agota el trabajo en un modelo de acceso, obediencia y consumo. A la sazón un progresismo -sin «pispeos» (Concertación) persiste en restituir un modelo adultocéntrico contra las voces de la disidencia. Por fin el oxígeno de los partidos y el Congreso ya no tiene la posibilidad temporal de neutralizar el régimen de la vida cotidiana a nombre de formatos visuales. En nuestra parroquia las tecnologías del poder pastoral (autores del progresismo modernizador y jóvenes weberianos de izquierda) han devenido securitarios y por ende adultocéntricos en su necesidad de reponer la extraviada «ley del Padre». De allí esa furia elitaria que arrecia por devolver las cosas a una teología política, a saber, volver a una sede gravitacional que ha derogado al conjunto de las instituciones chilenas desde el 18/0. La calle, la de Octubre y ahora devenida pandémica, destronó a los operadores del orden fáctico de la vida cotidiana. Y es que tal dique normativo aún pretende monopolizar los cuerpos, los espacios, la comunicación política, inclusive la toma de palabra. Lo último devela algo más mordaz, a saber, una histeria por digitar, descifrar y proyectar la insurgencia desde un cuerpo conceptual (sociología de las élites) que aún se arroga una capacidad predictiva, una suerte de soluto, sin dimensionar la potencia derogadora de la movilización social que ha retratado al poder en su dimensión anárquica. La racionalidad abusiva de las instituciones ha quedado a la intemperie.

*Centro de Estudios Laborales.

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