Del tiempo y las corbatas

Por Rodrigo Reyes Sangermani

Aún tengo una amplia y fina colección de corbatas. Estas pasaban rápido de moda, las rojas con volutas estampadas, las tejidas de punta cuadrada, las de rayas horizontales o las de rayas diagonales con colores complementarios, que reconozco siguen siendo mis preferidas.

Ahí las tiene uno, guardadas, como preseas de viejas victorias, señales de tiempos idos. No se botan porque al momento de necesitar una, en forma cada vez más esporádica, se tiene un verdadero universo desde donde elegir, es como una de esas extraordinarias cajas de lápices de colores alemanes con una infinita paleta de tonalidades para dibujar; acá son los diseños para vestir formal y elegantemente, porque han de saber que una buena corbata cambia absolutamente la estampa del usuario, uno puede repetir el traje, marengo por ejemplo, sólo cambiando las corbatas entre un amarillo intenso con tintes anaranjados o una verde con líneas grises, y pareciera que fueran dos fachas muy distintas.

Las más lindas a veces son las que no se usan, son de seda y tienen minúsculas hebras despeinadas que delatan la antigüedad de una traída desde Italia o comprada atrevidamente en una tienda de ropa exclusiva.

En relación al traje propiamente tal, hay que reconocer que se usa mucho menos, más traje que terno hace rato, el terno con chaleco es una pieza de museo. Por eso en los últimos años los trajes se acumulan en el placar, el regalón está ahí, para las fechas importantes, que acaso tampoco requieren vestiduras tan formales, los demás entre que quedan chicos, no cruzan, están desactualizados o las hombreras de sus chaquetas brillan como azulejos. También cuesta deshacerse de ellos, no se regalan, ahí están apretujados unos con otros esperando volver a salir al ruedo, esperando una ocasión especial, que el propietario baje los kilos de más o lisa y llanamente vayan quedando obsoletas y gastadas al nivel que terminan regalándose después de 10 años guardados en el armario.

Qué tiempo perdido, que espacio más desaprovechado, pero así son los designios de los hombres poco prácticos que preferimos guardar “por si acaso” que desprenderse de una prenda que siempre fue más que una simple prenda.

Lo de las camisas es un tema aparte, daría para un completo manual, uno, porque tengo muchas, y dos, porque son muy variadas. Se pueden ordenar por si son de vestir o más bien deportivas, por si son gruesas o veraniegas, si son manga corta o larga, lisas o de “fantasía” (como si esa fantasía no se vistiera a veces de camisas monotonales de colores pasteles), para corbata o «casual», y dentro de esas categorías, siempre ordenar por color. Pero también por tallas. Las hay más cómodas y las más apretadas, siempre las más viejas nos quedan más justas, lo que al final termina por anticipar el final de la vida de una camisa que estando buena, deja de usarse. Las más grandecitas, siempre son un alivio para el brazo, los hombros y el pecho, qué decir para el abdomen que encuentra centímetros para expandirse sin remordimientos.

Uno no puede dejar de lado el lugar donde las guarda, dependiendo de aquello, podríamos ir definiendo el cómo hacerlo, por ejemplo: si se guardan en cajones, ojalá estos tengan el ancho de dos camisas dobladas en paralelo, de lo contrario, el tercio derecho de la camisa del lado izquierdo se superpondrá al tercio izquierdo de la camisa instalada en el lado derecho del cajón. Ese orden impediría aprovechar la capacidad cúbica del cajón con la masa equivalente por ejemplo de 10 o 12 camisas bien dobladas, ya que el tercio del medio del cajón tendría el doble del alto del volumen de las camisas totales que con un cajón más ancho pudieran caber.

¿Por qué será que las cajoneras de las cómodas no tienen el ancho de dos camisas bien dobladas?

Camisas, calzoncillos y calcetines deben seguir el mismo patrón de una adecuada gestión de almacenaje.

Yo, los calzoncillos los ordeno por color, y luego por los favoritos versus los menos favoritos; eso significa que muchas veces termino usando siempre los mismos. Los calcetines sin embargo, los ordeno a medio día, sólo a esa hora la luz del sol me permite distinguir los negros de los azules, incluso a veces los cafés y los grises. ¿A quién no le ha pasado que temprano en la mañana le cuesta distinguir uno de otro? Además en nada ayuda la luz del velador, es apenas como una frágil luz de invierno que irrumpe las fatalidades de la mañana somnolienta. El 64,8% de mis calcetines son o azules o negros, razón por la cual, el tema de guardarlos con buena iluminación no es menor.

Los calzoncillos, sin depender de su forma o de su tamaño ni menos de la calidad de su confección, siempre terminan desordenados, por mucho que se planchen o doblen, salvo por cierto, que sean de un luchador de sumo, los calzoncillos tienen una rebeldía natural que impiden someterse a la dictadura de los dobleces. Se desordenan dentro del cajón, caja o repisa donde quiera que se depositen, por efecto del movimiento de las prendas con las que comparten ese espacio, por ejemplo, si están en el mismo recipiente de los calcetines, en la sola búsqueda del par de calcetines adecuados, por mucho que sean los que están en la superficie, los cuadros elasticados terminan por revolverse. No hay remedio para eso. Con los calzoncillos lo único que importa es si los elásticos han cedido al paso del tiempo o no. Los que sí son candidatos a la basura, es triste reconocerlo aunque su tela se encuentre impecable y su estampado como leopardo recién nacido. A nadie se le ocurriría llevar los calzoncillos a un cambio de elástico.

Pero hay una constante, y es que aunque uno tenga mucha o poca ropa, usa siempre la misma. A los zapatos uno les da duro, están blandos, acomodados, son fáciles de sacar y poner, recorrer la parte baja del closet para buscar los últimos zapatos comprados que sólo se han puesto en la tienda, parece una idea que siempre se posterga, el sólo hecho de amaestrar los cueros, la horma, acostumbrar los pies a un nuevo calzado deprime a cualquiera. No soy la excepción. Los zapatos son como una novia, por muy lindos que sean hay que conocerlos bien, uno se encandila cuando los ve, puestos por primera vez se ven hermosos, pero hay que darles tiempo y acostumbrarse.

El cambio climático ha hecho que las parkas desaparezcan, salvo que vivas en zonas extremas, qué decir de esos de gruesos gamulanes, los finos abrigos, los chaquetones con cuello de chiporro, los impermeables y gabardinas pasaron de ocupar destacados espacios en nuestros roperos a los carretones de los ropavejeros. No se usan prendas para el frío, son pesadas, ocupan mucho espacio y son innecesarias. Muchos las han reemplazado por “polerones” o esas siúticas chaquetitas de “plumas” de una conocida marca de ropa deportiva, aunque sintéticas, infladas como las antiguas parkas con las que John Denver se fotografiaba en las carátulas de sus discos setenteros, tienen la marca destacada (por eso se vende) tanto en la parte delantera como en la trasera de la prenda, y todo el mundo anda con la misma, como si fuera el uniforme institucional de quienes les gusta pasear los domingos por el mol.

Mientras el alza en los precios de los combustibles y comestibles es notoria, con la crisis agrícola que arrecia a los países exportadores de trigo o la desertificación que afecta los cultivos de hortalizas, los precios de la ropa van a la baja. Grandes esfuerzos hacen las marcas por seguir marginando por el logo, aunque cada vez las calidades son más parecidas y estandarizadas, lo que hace inexplicable que todavía haya gente que pague millonadas por una ordinaria cartera de una conocida marca francesa, sin embargo la tendencia es que el vestuario sea un comóditi de similares prestaciones. Algún día la ropa será desechable, ya en algún sentido lo es, por eso vemos en las barriadas de las grandes ciudades y en las plazas de las pequeñas los días miércoles y sábados, vecinos vendiendo ropa usada en la calle como un verdadero mercado negro de vestuario que las clases altas y medias y no tan bajas reciclan una y otra vez, es ropa desechable reciclada. Distantes parecen los días en que heredábamos pantalones de los primos más grandes o zapatos del papá que duraban décadas.

Los ciclos vitales se alargan, pero se aceleran, la duración de la vuelta de la tierra alrededor del sol sigue siendo casi la misma por millones de años, pero da la sensación de que la vida es más rápida, por mucho que esta sea más larga.

Este proceso natural hace que los consumos tengan una velocidad vertiginosa y por mucho que queramos cambiar esta dinámica me temo que es más bien una utopía que una realidad certera. Por resulta trascendental tomar decisiones responsables respecto del tamaño de nuestros roperos, el ancho y alto de nuestros cajones de la cómoda, la dimensión de los escaparates de nuestros clósets, la cantidad de calcetines que debemos reciclar anualmente, la necesidad de gestionar bien el almacenaje de nuestras camisas viejas, incluso de las regalonas si estas ya no nos cruzan. No es necesario ser ingeniero industrial ni utilizar sofisticados softwares para asumir tan importante tarea, solo el criterio de una persona que sabe que vino al mundo desnuda, y que la dejará algún día, más temprano que tarde, del mismo modo que nació. Desnuda.

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