
Brian Wilson y los Beatles: esa extraña devoción que nos conmueve
En memoria de Brian Douglas Wilson (1942-2025).
(Por Miguel Reyes Almarza*) Por algún motivo, siempre me ha conmovido más la historia de los que admiran que la de los admirados. Quizá porque todos, en algún momento de la vida, somos más como Brian Wilson que como los Beatles. Intentamos alcanzar algo que brilla más arriba, algo que parece al alcance, pero siempre está un poco más allá. Y, sin embargo, en ese infatigable gesto, terminamos creando cosas hermosas.
Hoy, con la noticia todavía punzando en el corazón —Brian Wilson ha fallecido a los 82 años—, me vuelve a la cabeza esa relación suya, casi de devoción pura, con los Beatles. No fue un enfrentamiento, no fue competencia: fue amor. Un amor que lo impulsó, que lo desgastó y que, en última instancia, nos regaló algunas de las piezas más delicadas y eternas de la música popular.
Corría 1965, o eso cuenta la leyenda y la sarta de cronistas de sacra y profana reputación, como siempre ocurre con estas historias donde mito y verdad se mezclan de forma imperceptible. Brian se encontró de golpe con el nuevo disco de los Beatles: Rubber Soul. El músico y surfista de California, acostumbrado hasta entonces al pop veraniego, a las carreras de autos y a las playas de la Costa Oeste, escuchó algo diferente: canciones redondas, sin relleno, donde cada instrumento -voz mediante- no tenían un solo desperdicio y se presentaban como piezas de una relojería imposible.
Aquella noche, por lo que se cuenta, no pudo pegar un ojo. Se quedó repasando las canciones una y otra vez. ¿Cómo lo habían hecho? ¿Cómo lograr un disco, desde el primer al último surco, sin desperdicios, sin canciones de transición? No era envidia lo que sentía —Brian nunca funcionó desde los celos artísticos—, era más bien un asombro reverencial. Y de ese asombro nació Pet Sounds, su respuesta, su intento de dialogar con ellos desde su lenguaje de armonías vaporosas y orquestaciones inusuales.
Lo curioso es que ese diálogo no fue unidireccional. Los Beatles escucharon Pet Sounds y también se sintieron aludidos y sacudidos. Paul McCartney, en particular, ha repetido durante años que sin Pet Sounds, jamás hubiera existido Sgt. Pepper’s. Para McCartney, God Only Knows es, sin exagerar, una de las mejores canciones del planeta. Esa confesión es, en sí misma, un homenaje silencioso a la capacidad de Brian para conmover incluso a quienes parecían ser intocables.
Durante un tiempo, este ping-pong creativo cruzó el Atlántico como un juego entre iguales. Cada uno tomaba algo del otro, lo transformaba y lo devolvía con una nueva vuelta de tuerca, con un nuevo límite que cruzar.
Pero entonces llegó esa joya llamada Strawberry Fields Forever.
Cuando Brian la escuchó por primera vez en el invierno de 1967, algo se quebró en su interior. Lennon había llevado la psicodelia a un terreno que parecía directamente irreal: tiempos desfigurados, sonidos que parecían venir de otra galaxia, una melancolía nebulosa que flotaba como un sueño difícil de comprender. Y ahí, frente a esa canción, Brian pronunció una frase que sus cercanos recordarían para siempre: “No puedo competir con esto.”
No fueron solo los Beatles. Fueron sus propios miedos, sus inseguridades, la presión que se autoimponía como líder indiscutido de su banda. Pero Strawberry Fields Forever se convirtió, en su mente, en el símbolo de esa perfección inalcanzable. Su proyecto Smile, que había prometido ser su obra definitiva, comenzó a derrumbarse poco a poco bajo el peso de su perfeccionismo y sus propios demonios, cuestión que incluso lo llevó a postergar el proyecto -el disco fue abandonado- hasta el año 2004 donde, sin la sombra directa de los Beatles, pudo ver la luz.
Y, sin embargo, la historia tiene esos momentos absurdos que la vuelven más humana.
En la primavera de 1967, en plena explosión creativa, Paul McCartney lo visitó en su casa. No fue una cumbre de titanes, fue más bien una tarde extraña donde Paul terminó grabando el sonido de sus propios mordiscos para la canción Vegetables. Dicen que era apio lo que masticaba frente al micrófono -otros “vegetales” suenan distinto. Dos mentes geniales, dos músicos en la cima, disfrutando como niños alrededor de un micrófono, mientras inventaban, sin saberlo, pequeños momentos de experimentación progresiva. Con los años, Paul nunca restringió los elogios hacia Brian. Y Brian, por su parte, jamás ocultó su profunda admiración. Nunca intentó disfrazarla de falsa modestia o de competencia velada. Por el contrario, siempre modesto, incluso al reconocer que cuando escucho por primera vez Here, There and Everywhere no pudo contener sus lágrimas. Más tarde, según sus propias palabras, sus lágrimas se convirtieron en la inspiración de su obra maestra: God Only Knows.
Hoy, mientras el mundo lo despide, cuesta no pensar que su historia con los Beatles fue mucho más una historia de amor que de rivalidad. Un amor de esos que te empujan a ser mejor, que te inspiran y, a veces, también te desgastan. Brian los amó desde ese lugar donde uno sabe que tal vez nunca los alcanzará, pero siguió intentándolo, una y otra vez, tanto así que, en esa serie de intentos, nos regaló clásicos imperdibles como Pet Sounds, Smile, Surf’s Up… En suma, trozos de mar, cielo y arena, hechos música.
Quizá por eso, mientras suena de fondo “God only knows what I’d be without you” y escribo estas emotivas líneas, pienso que todos, en el fondo, somos un poco Brian Wilson. Tenemos nuestros propios Beatles. Los miramos desde abajo, los admiramos, intentamos alcanzarlos. Y si tenemos suerte, en el camino, creamos algo hermoso y significativo para otros.
Gracias, Brian.
*Periodista e investigador en pensamiento crítico.