Las juventudes más conectadas y solas

Por Marcelo Trivelli, Fundación Semilla.

Nunca en la historia de la humanidad una generación tuvo tanto acceso a información, tecnologías, culturas, ideas y diversidad como las juventudes de hoy. Nacieron en la era digital, crecieron con dispositivos inteligentes, redes sociales y contenido sin fronteras. Se mueven con naturalidad entre plataformas, idiomas y tendencias. Sin embargo, paradójicamente, esta es también una de las generaciones más solas.

La hiperconexión ha sustituido a la conexión humana profunda. El “me gusta” reemplazó al abrazo; la cara roja o los signos #%&# reemplazaron el empujón; el mensaje instantáneo, a la conversación significativa. Se perdió el cara a cara. Los vínculos se volvieron superficiales y transitorios. Las emociones se filtran, se editan, se maquillan, pero no se comparten con autenticidad. En este entorno, muchos jóvenes se sienten desconectados no solo de los demás, sino también de sí mismos.

A esto se suma una presión constante por rendir y encajar en estereotipos de éxito e imagen —influenciados por el género, el mercado y la estética dominante— que crea un entorno de competencia, ansiedad y frustración. La vida se mide en seguidores, la felicidad en apariencias y el valor personal en comparación con otros. Todo esto se agrava con un tejido social deteriorado, donde el bienestar individual “grupo chico” prima sobre el bien común.

La cultura del miedo también contribuye a este malestar. Miedo al fracaso, al futuro, al cambio climático, a la violencia, a la exclusión. Vivimos atrapados en una narrativa promovida por líderes autoritarios que exacerban el temor para mantener el control y que reduce nuestra capacidad de empatía, confianza y colaboración.

En este contexto, la escuela y la educación tienen un rol que no pueden —ni deben— eludir. Se dice con frecuencia que los profesores deben enseñar materias y que los valores y la ética deben venir desde casa. Pero esta es una mirada limitada y errada. El Estado, a través de la educación pública, no solo tiene la obligación de instruir, sino también de formar. Más aún cuando niñas, niños y jóvenes pasan más tiempo en la escuela que en sus hogares.

La educación es mucho más que sumar tecnologías o enseñar contenidos. Necesitamos escuelas donde se escuche, se dialogue, se aprenda con el otro. Donde el respeto no se exija, sino que se construya. Donde la soledad no sea la norma, sino la excepción.

El foco en otros países está en aprender a vivir juntos. En Finlandia, el bienestar emocional es parte central del currículo. En Canadá, implementan programas de inteligencia emocional desde la infancia. En Uruguay, los docentes se forman en habilidades socioemocionales.

Y es aquí donde el mundo adulto debe asumir su responsabilidad en combatir la soledad en las juventudes. No podemos exigir lo que no estamos dispuestos a modelar. La coherencia entre el discurso y la acción es el mayor acto educativo. Si queremos jóvenes más empáticos, solidarios y conectados emocionalmente, empecemos por dar el ejemplo, sobre todo en el aula. Porque ellos aprenden, sobre todo, mirando cómo vivimos los adultos.

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