
Convivencia escolar: una ley que no alcanza a tocar el aula
Por Katherine Rozas, presidenta del Regional Metropolitano del Colegio de Profesoras y Profesores de Chile.
El proyecto de Ley de Convivencia Escolar impulsado por el Ministerio de Educación busca fortalecer el buen trato en las escuelas, pero carece de medidas concretas que lleguen efectivamente al aula. En esta columna, advierto sobre sus vacíos, la sobrecarga burocrática que implica y la falta de recursos reales para enfrentar la violencia escolar.
En las escuelas de nuestro país —especialmente en las más precarizadas del sistema público— la convivencia escolar ya no es solo un tema de reglamentos o protocolos. Es una realidad urgente, cotidiana y, muchas veces, desgarradora. Profesores y profesoras, asistentes de la educación, equipos directivos y, por supuesto, estudiantes, convivimos día a día con un ambiente tensionado por la violencia estructural que atraviesa nuestras comunidades educativas: vulnerabilidad social, agobio laboral, falta de recursos, abandono institucional y, sobre todo, ausencia del Estado donde más se le necesita.
Por eso, cuando el Ministerio de Educación presenta un proyecto de ley que busca actualizar la normativa sobre convivencia escolar, no podemos sino mirarlo con atención, pero también con ojo crítico. Porque más allá de los principios declarativos —que compartimos plenamente: buen trato, no discriminación, enfoque sistémico— lo cierto es que el texto que hoy discute el Congreso no está a la altura de la complejidad que enfrentamos en las aulas. Y lo decimos con responsabilidad y conocimiento de causa.
En primer lugar, este proyecto vuelve a caer en una trampa conocida: el exceso de normativas sin respaldo efectivo. Se propone crear una Política Nacional de Convivencia, un Plan de Acción de ocho años, nuevos protocolos, observatorios y, nuevamente, actualización de reglamentos internos. Pero lo que necesitamos con urgencia no son más documentos, sino recursos humanos estables, apoyo psicosocial concreto y respuestas inmediatas frente a situaciones críticas de violencia.
El Estado ya había asumido, al menos formalmente, un rol en la promoción del buen trato. Las escuelas, por su parte, ya cuentan con encargados de convivencia escolar. Entonces, ¿qué cambia con esta ley? Cambiar el nombre de «encargado» a «coordinador», sin definir su formación profesional ni su rol específico en la gestión pedagógica de la convivencia, parece más un gesto cosmético que una medida transformadora. Peor aún: se corre el riesgo de asignar esa función a cualquier profesional externo al aula, lo que diluye aún más la conexión entre convivencia y proyecto pedagógico.
Otro punto que nos preocupa es que el tan mencionado “enfoque pedagógico” que promueve el proyecto no se traduce en herramientas prácticas. ¿Dónde están los tiempos protegidos para el trabajo colaborativo en los colegios? ¿Dónde están las horas liberadas para que los docentes reflexionen con sus comunidades educativas sobre la cultura escolar? ¿Qué cambios concretos se proponen al currículum para que la convivencia deje de ser un asunto periférico y se integre, de verdad, en el proceso formativo? De eso, lamentablemente, no hay respuestas claras.
Y cuando hablamos de violencia, hablamos también del desgaste emocional de nuestras y nuestros colegas. Porque si no hay condiciones de trabajo dignas, no hay convivencia posible. A pesar de que el proyecto menciona el “bienestar de los equipos educativos”, lo hace de forma vaga, sin dotar de atribuciones ni recursos a los sostenedores para garantizar espacios de protección laboral frente a agresiones físicas, amenazas o situaciones de acoso. ¿De qué sirve un protocolo si no se acompaña de medidas reales de protección y reparación?
Valoramos que el proyecto reconozca a toda la comunidad educativa como parte activa en la construcción de la convivencia, y no solo a los estudiantes. Eso es un avance. Pero el enfoque preventivo, especialmente en salud mental, no tiene medidas concretas. No basta con declarar buenas intenciones si no se destinan profesionales especializados, redes de atención primaria fortalecidas y presencia real del Estado en los territorios escolares.
La convivencia no se impone desde un instructivo ni se resuelve con más burocracia. Se construye día a día con políticas públicas que reconozcan las condiciones sociales de los estudiantes, el rol formador del profesorado y la necesidad de instituciones que escuchen, acompañen y protejan. Para eso, necesitamos una ley que toque el aula, que escuche a los docentes, que respalde a las escuelas, y que deje de mirar la convivencia como un problema administrativo, cuando en realidad es el corazón del proceso educativo.
Porque no hay educación posible sin vínculos. Y no hay vínculos posibles sin respeto, sin escucha y sin un Estado que esté a la altura de sus responsabilidades.