
El vacío que han dejado las ideologías clásicas ha sido ocupado por una nueva forma de pensamiento dominante: la ideología tecnocrática. Bajo el manto de la eficiencia y la neutralidad técnica, esta lógica ha promovido una cultura de individualismo y egoísmo que penetra todas las dimensiones de nuestras vidas. No reconoce el valor de la convivencia en comunidad, ni mucho menos el principio ético del bien común.
En Chile se ha instalado una falsa narrativa que ha adquirido un estatus de dogma de fe: que, si cada persona persigue y logra satisfacer su interés privado, el bienestar colectivo llegará por añadidura. Pero eso nunca ocurrió. La realidad chilena es una ciudadanía fragmentada, atrapada entre la sobrevivencia, la proliferación de prejuicios y la indiferencia, donde las injusticias se normalizan y el tejido social se deshilacha. Lo vemos en la evasión masiva del transporte público, en las licencias médicas fraudulentas, en la corrupción institucional, en las colusiones empresariales y en una legalidad que parece más una sugerencia que una obligación.
El bien común no es la suma de bienes individuales. Es el conjunto de condiciones sociales, económicas, culturales e institucionales que permiten a todos y cada uno alcanzar su propia realización. La persona humana no es un ser aislado, sino un ser en relación, que se realiza con otros y entre iguales en dignidad.
Tanto el Estado como el mercado ofrecen soluciones parciales. El primero, desde un paternalismo que cree saber lo que es mejor sin escuchar. El segundo, abandonando a las personas al arbitrio de una “mano invisible” que premia a los más fuertes. Ambos modelos han fracasado en garantizar justicia, equidad y cohesión social.
La legalidad es necesaria, pero insuficiente. En Chile, cumplir la ley se ha vuelto el techo, cuando debiera ser el piso. La ética del bien común debe animar nuestras instituciones, nuestras relaciones y nuestras decisiones públicas y privadas. Porque cuando la ética del bien común desaparece, la democracia se convierte en un ritual vacío. Y una sociedad sin el alma ética del bien común no solo se empobrece: se degrada y se desintegra.
Este debate no es técnico. Es moral. Se trata de recuperar el sentido de vivir en comunidad. Y para eso necesitamos abrir una nueva conversación nacional sobre el bien común.
La educación puede ser el punto de partida. No solo como sistema de transmisión de contenidos, sino como espacio de formación de ciudadanos críticos, empáticos y comprometidos con los demás. Formar para la convivencia, para el discernimiento ético y para la acción colectiva es clave si queremos evitar que la democracia muera por dentro.
Chile no necesita solo reformas institucionales, sino un renacimiento ético. Una ética que reconozca que la dignidad humana no se negocia, que los otros no son amenazas, sino aliados en la construcción de un destino compartido. Una ética que devuelva sentido a la política, propósito a la educación y humanidad a la economía. Solo reencontrándonos como comunidad, podremos edificar un país más justo, cohesionado y verdaderamente democrático.