
El 18 de agosto a las 24:00 horas termina el plazo para inscribir las candidaturas presidenciales y parlamentarias. En estos días, oficialismo y oposición negocian como si estuvieran jugando una partida de teoría de juegos de John Nash… pero de manual. Cada partido calcula solo en función de lo que cree que harán sus aliados y rivales, no de lo que sería mejor para el país. El resultado: un equilibrio estable para ellos, pero ineficiente y dañino para Chile y su gente.
El “equilibrio de Nash” describe una situación en la que cada jugador elige la mejor estrategia posible para sí mismo considerando lo que cree que harán los demás. Nadie tiene incentivos para cambiar, aunque el resultado colectivo sea mediocre o incluso perjudicial. Parece que nuestros políticos no conocen el famoso dilema del prisionero, donde la falta de confianza y cooperación lleva a que ambos jugadores terminen con una condena mayor de la que recibirían si actuaran juntos. En la política chilena ocurre lo mismo: la decisión “racional” de proteger intereses individuales termina debilitando a todos.
El cálculo es mezquino pero lógico desde la perspectiva partidaria: cada colectividad actúa con la lógica de asegurar la reelección de sus parlamentarios, blindar cuotas internas, evitar que un socio crezca demasiado, incluso si eso significa regalar escaños a sus adversarios o simplemente intentar sobrevivir.
No siempre fue así. El sistema binominal —con todos sus defectos democráticos— obligaba a la formación de dos grandes coaliciones y reducía la fragmentación, forzando acuerdos amplios para no ceder terreno al bloque contrario. El sistema proporcional que lo reemplazó, en cambio, premia la sobrevivencia individual por sobre la estrategia colectiva, multiplicando las listas y debilitando la representación de cada sector.
Romper este equilibrio de Nash exige cambiar las reglas del juego, y en el Congreso se tramitan reformas que están bloqueadas por intereses particulares y que, si se aprueban, podrían alterar de manera significativa los incentivos actuales. Entre ellas está la elevación del umbral electoral nacional al 5 % —con un 4 % transitorio para 2025—, lo que obligaría a los partidos pequeños a integrarse en alianzas amplias si quieren tener representación. También se discute la pérdida del escaño para los parlamentarios que renuncien al partido por el cual fueron electos, con el objetivo de frenar el transfuguismo que tantas veces ha fragmentado mayorías. Otra modificación relevante es la constitucionalización del rol del Servicio Electoral en la distribución de escaños, actualizando cada diez años la asignación según la población, lo que evitaría distorsiones y cálculos políticos en la definición de distritos. A ello se suma un proyecto de modernización del sistema político que fortalece orgánicamente a los partidos, eleva los requisitos para su constitución y actualiza sus normas de financiamiento y funcionamiento interno.
Si prosperan estas reformas, podrían devolver a la política la capacidad de construir proyectos colectivos y al país la posibilidad de salir de un estancamiento que ya dura demasiado. Estas reformas no son meros ajustes técnicos; buscan corregir una dinámica que nos tiene atrapados en un juego de suma cero, donde el éxito consiste en que gana el que menos pierde y como en el dilema del prisionero, se condenan a sí mismos y a Chile a una mediocridad que arrastra a toda la ciudadanía.