Policrisis, poder y desafíos: Chile en un mundo multipolar

Por Christian Slater E., Coronel (R) del Ejército de Chile.

Vivimos en un escenario global marcado por la policrisis: la convergencia simultánea de crisis económicas, políticas, sociales y de seguridad. A ello se suma un creciente desacoplamiento de bloques económicos que reconfigura alianzas y dependencias, un desgobierno global que ha dejado a las instituciones internacionales sin capacidad real de arbitraje y una competencia multipolar en la que potencias tradicionales y emergentes se disputan no solo territorios, sino también influencias culturales y narrativas. Este entorno, lejos de estabilizarse, se mueve en una constante hibridación de amenazas, donde las guerras ya no se libran solo en el campo de batalla, sino también en el ciberespacio, en la economía y en la opinión pública.

Hoy la disputa internacional se expresa en lo que los analistas denominan geoeconomía: el uso de la economía como un arma estratégica. No se trata únicamente de sanciones o tratados comerciales, sino del empleo del comercio, las cadenas de suministro y las inversiones como herramientas de presión política. A ello se suma la interdependencia estratégica, que busca reducir la dependencia de un solo proveedor o aliado, diversificando rutas, socios y recursos para blindar a las naciones frente a crisis globales.

En este marco, surge la Noopolitik, la geopolítica del conocimiento, donde el control de la narrativa y de la opinión pública pesa tanto como el control de un territorio. Es la guerra por la mente, potenciada por la soberanía cognitiva: la capacidad de un país para proteger a sus ciudadanos de la manipulación masiva a través de redes sociales, inteligencia artificial y medios internacionales. En paralelo, la soberanía digital se vuelve imprescindible para resguardar los datos, la infraestructura tecnológica y la ciberdefensa de cada nación.

El nuevo orden mundial, descrito como multiplex, ya no gira en torno a una sola potencia hegemónica. Existen múltiples polos de poder que interactúan, compiten y, a veces, cooperan. Entre esos polos se consolidan alianzas como el bloque CRINK (China, Rusia, Irán y Corea del Norte), un eje autoritario que busca desafiar la influencia occidental mediante cooperación militar, tecnológica y financiera. La sigla CRINK también se utiliza como símbolo conceptual de un mundo dominado por Crisis, Riesgos, Incertidumbres, Nuevos conocimientos y Komplejidad, preservando la K para mantener fuerza y sonoridad.

Algunos líderes han entendido que las guerras modernas se ganan con menos bombas y más presión económica. Donald Trump, por ejemplo, convirtió la geoeconomía en un arma efectiva, usando sanciones, restricciones tecnológicas y acuerdos comerciales como palancas para forzar cambios sin multiplicar intervenciones bélicas. Paradójicamente, esa estrategia podría acercarlo más a un Premio Nobel de la Paz que a quienes organizaron cumbres armadas en el pasado. Con todos sus detractores, Trump recuerda que los grandes hombres de la historia no se caracterizaron por ser dóciles, sino por decidir con firmeza y asumir rupturas incómodas.

La reducción de intervenciones bélicas no ha significado renunciar al poder militar. El reciente despliegue de flota estadounidense hacia el Caribe, como advertencia al régimen de Nicolás Maduro, demuestra que cuando se considera vital para los intereses nacionales, el poder se despliega sin titubeos. Y la orden, se dice, es clara: la captura de Maduro, vivo o muerto.

En América Latina, Colombia se ha convertido en un espejo inquietante. La muerte de un candidato y el descontento contra el presidente Gustavo Petro han puesto en evidencia una peligrosa tolerancia al crimen organizado. Nunca antes un candidato de derecha había estado tan expuesto a amenazas físicas. Tal como ocurre allí, ¿y por qué no también en Chile?

En paralelo, lo ocurrido en Perú merece atención. La presidenta Dina Boluarte promulgó una ley de amnistía que beneficia a cientos de militares y policías procesados en el marco de la lucha contra el terrorismo de Sendero Luminoso. A pesar de las críticas de organismos internacionales cada vez más desprestigiados, el gobierno peruano optó por responder a una deuda histórica con quienes defendieron al país en tiempos de violencia extrema. Esa decisión demuestra que es posible poner la soberanía nacional y la justicia interna por sobre presiones externas que desconocen la verdadera dimensión de esa guerra.

Mientras tanto, Bolivia vive un verdadero terremoto político. Tras más de dos décadas de hegemonía del Movimiento al Socialismo, el comunismo sufre una dura derrota frente al hartazgo ciudadano y la irrupción de nuevas fuerzas que priorizan economía, estabilidad y libertad. La peor crisis económica en 40 años y la fractura del oficialismo han abierto la puerta a líderes más conservadores, marcando un giro que podría transformar no solo el futuro de Bolivia, sino también el de la región. Ambos casos muestran que las definiciones ya no son postergables: las naciones que dudan terminan pagando el precio de la indecisión. Chile debe tomar nota.

Y mientras el mundo se reacomoda en este tablero, en Chile seguimos atrapados en un espectáculo político donde la forma importa más que los resultados. El presidente Gabriel Boric nunca ha usado corbata en actos oficiales, como si la informalidad fuese un símbolo de autenticidad. Se fotografió con una camiseta alusiva al asesinato de Jaime Guzmán, increpó a gritos a soldados que cumplían órdenes para restablecer el orden y lució un sticker de “mata pacos” en su laptop. Hoy parece creerse la reencarnación de Salvador Allende, olvidando que incluso una de las pocas calles con ese nombre fue devuelta a su denominación original por votación ciudadana, con un 82% de respaldo.

No se trata solo de gestos, sino también de silencios. Mientras Trump ordena en Estados Unidos revisar museos para asegurar relatos imparciales y patrióticos, en Chile se financian exposiciones que glorifican la violencia del estallido social, la quema de iglesias y los ataques a Carabineros, sin una condena clara desde La Moneda.

En Brasil, la derecha ha mostrado que, sin importar el candidato, puede arrasar cuando la ciudadanía decide castigar el desgobierno. En paralelo, la influencia de la China capitalista avanza inexorablemente con inversión, infraestructura y control de recursos estratégicos. Y aquí, los empresarios chilenos parecen no haber aprendido nada. En autos de lujo, escoltados y reunidos en el Palacio de las Majadas de Pirque, discutieron no cómo mejorar el país, sino cómo mirarse el ombligo. Hoy, algunos de ellos intervienen sin pudor en Chile Vamos, desplazando a Evelyn Matthei y poniendo en el centro a Juan Sutil. Puede que sus intenciones se presenten como patrióticas, pero sus actos revelan una jugada empresarial que poco tiene que ver con ética.

Finalmente, más allá de diagnósticos y advertencias, la realidad es clara: Chile debe prepararse para un eventual nuevo estallido delictual, similar o más grave que el de 2019. La izquierda extrema lo anuncia y lo fomenta; el comunismo y los sindicatos lo organizan; y quienes hoy ocupan cargos por favores políticos saben que un cambio de gobierno significaría el fin de sus privilegios. ¿Estamos preparados? ¿Tenemos un sistema de inteligencia capaz de anticipar? ¿Fuerzas Armadas y de Orden blindadas frente a infiltraciones? ¿Un respaldo legal suficiente para enfrentar un segundo octubrismo?

Peor aún, si nuestras Fuerzas Armadas siguen entrenándose para guerras que nunca serán, mientras el país se incendia por dentro. Por eso no resulta descabellado hablar de un Gobierno de Emergencia, como lo advirtió José Antonio Kast. No se trata de un slogan, sino de una respuesta estratégica a un mundo en policrisis, a una región convulsionada y a un país que ya mostró en 2019 cómo puede arder de un día para otro.

Un Gobierno de Emergencia no implica autoritarismo, sino la capacidad de tomar decisiones rápidas, sin cálculos partidistas, para resguardar el orden, garantizar la seguridad y proteger la democracia frente a quienes intentan destruirla desde dentro. Si la política rehúye esa discusión, serán otros —delincuentes, mafias y redes internacionales del crimen— quienes impongan sus reglas.

La pregunta es si la derecha tradicional será capaz de sumarse activamente a esta nueva etapa o preferirá observar desde el palco. ¿Seguirán sus líderes firmando pactos por la paz vacíos, o apoyarán con decisión un verdadero Gobierno de Emergencia?

En este contexto, cobra fuerza la lógica de las Alianzas Emergentes. En Chile ya vemos pactos impensados en otras épocas: Chile Vamos con Demócratas y Amarillos, la Democracia Cristiana con Comunistas. Esa desesperación revela el verdadero problema: una clase política dispuesta a cualquier transacción con tal de sobrevivir, incluso si arrastra al país hacia un nuevo ciclo de fragilidad y decadencia.

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