Convencerte de un absurdo siempre termina en violencia

Por Marcelo Trivelli

“Quien puede hacerte creer absurdos, puede hacerte cometer atrocidades”. La advertencia de Voltaire señala la antesala moral de la violencia. Cuando un absurdo se instala como verdad, se normalizan los excesos y se legitima el daño por venir. Ese instante es decisivo: se suspende el juicio propio y se lo delega. Quien ha sido convencido entrega su conciencia y queda en manos del líder que diseñó el absurdo; desde ahí, ese líder puede conducirlo a actos de violencia —atrocidades— con la convicción íntima de estar obrando correctamente.

La Europa medieval lo mostró con crudeza. Se difundió la idea de que el demonio obraba a través de ciertas mujeres. Sermones, manuales y tribunales convirtieron la superstición en norma. No se “justificaba” la hoguera; se la presentaba como purificación necesaria. Bastaba un rumor mal intencionado, la palabra de un sacerdote o la decisión de una autoridad para que la sospecha se volviera sentencia. El absurdo, con aval religioso y civil, legitimó que comunidades enteras asistieran y celebraran la quema de inocentes.

Hoy sigue plenamente vigente. Liderazgos ansiosos de poder instalan relatos que degradan al otro y, amplificados por medios, redes y algoritmos, se vuelven sentido común. Entonces ocurre el desplazamiento decisivo: la violencia deja de verse como desviación y pasa a sentirse como deber. En nuestro país, como en tantos otros, hemos visto cómo la fabricación de enemigos —el agitador, el “traidor”, el migrante— y la promesa de una salvación inmediata otorgan licencia para vulnerar límites que creíamos inamovibles. Fuera de nuestras fronteras, cuando se imagina a poblaciones enteras como amenaza existencial, los asedios, los bombardeos y la destrucción de infraestructura civil dejan de aparecer como crímenes y se presentan como actos “necesarios”. No es un intento por excusar la violencia después; es el proceso por consagrarla antes. Así funciona la legitimación: convierte la atrocidad en virtud.

Importa la precisión del lenguaje. Justificar mira hacia atrás: busca razones ex post para lo ya cometido. Legitimar mira hacia adelante: otorga licencia ex ante, abre la puerta y enciende la luz verde. Por eso la responsabilidad es doble y simultánea: empieza en cada líder y en cada persona. En quien fabrica el absurdo y en quien elige creerlo, compartirlo o actuar en su nombre. Entre ambos extremos se tiende el puente que lleva del absurdo a la barbarie.

¿Cómo cortar ese puente? Interviniendo antes de que el absurdo culmine en violencia. Debemos promover el pensamiento crítico, cultivar la duda razonable, verificar antes de compartir, nombrar al otro antes de deshumanizarlo, exigir evidencia antes de obedecer consignas. Hacer de la escucha una práctica política y no un gesto de cortesía. Rehusar la comodidad del eslogan que promete orden a cambio de renunciar al pensamiento. Y, si la violencia ya se desató, trabajar para deslegitimarla: abrir caminos de convivencia, restaurar confianzas, rehacer límites éticos y jurídicos, promover verdad, reparación y justicia. La convivencia no es ingenuidad; es política en su forma más alta, porque reinstala la única legitimidad capaz de impedir futuras atrocidades.

El desafío es lograr que nadie entregue su conciencia de manera de no permitir que otro piense por ti. La frontera entre civilización y barbarie se juega ahí, en la decisión íntima de no aceptar el absurdo y de no poner la propia mano —ni la propia voz— al servicio de la violencia. Elegir otro rumbo es posible. La verdadera resistencia a las atrocidades empieza donde empieza todo: en la palabra de un líder y en la libertad interior de cada persona. De esa elección depende si encendemos la próxima hoguera o si alumbramos el espacio común donde la diferencia se convierte en valor y se legitima en la convivencia.

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El Periodista