
“Las palabras pueden ser como pequeñas dosis de arsénico; se tragan sin notarlo. Parecen inofensivas y luego el veneno hace su efecto”, palabras de Víctor Klemperer en 1947 al analizar el nazismo en Alemania.
En Chile el lenguaje político está cargado de etiquetas: “traidores”, “violentistas”, “vendidos”, “extremos”, “radicales”, “inútiles”, “corruptos”. Más que buscar y promover el diálogo, los discursos están diseñados para dividir y desacreditar atrapando a la ciudadanía entre la desconfianza y el miedo, donde los matices propios de una sociedad democrática desaparecen. No parece grave en el día a día, pero va erosionando la convivencia democrática, y lo peor, se normaliza.
Este lenguaje corrosivo tiene un efecto devastador: las personas comienzan a celebrar la “mano dura”, aunque nadie aclare su significado. El diálogo ciudadano y la participación se miran con sospecha, como si fueran amenazas a la estabilidad mientras esta última es glorificada. Se instala así una narrativa que se vende como consenso, cuando en realidad es miedo, comodidad y resignación.
Lo que vemos en el siglo XXI, es que las democracias no se están derrumbando con un golpe estridente, sino que se desgastan lentamente. El lenguaje juega aquí un papel decisivo: moldea percepciones, normaliza arbitrariedades y presenta la pérdida de libertades como actos de renovación o estabilidad. Palabra tras palabra, se va anestesiando a la ciudadanía que ya no cree en nada.
El país va en esa dirección, pero aún se puede detener si rompemos el silencio atreviéndonos a denunciar que una de las causas es el deterioro del Estado de Derecho y que las consecuencia del uso de este lenguaje tóxico es desestabilizadora. Debemos ser capaces de recuperar la institucionalidad, la cordura y el respeto porque en política, no todo vale para acceder al poder.
La estabilidad no se conquistará con el triunfo de un extremo sobre el otro. Esta solo es posible viviendo bajo un verdadero Estado de Derecho. El problema radica en que este parece no aplicarse con la misma fuerza a quienes ostentan el poder. Aun así, hay señales de que la institucionalidad está funcionando mejor: la reciente remoción de Verónica Sabaj, ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago; el desafuero de diputados como Mauricio Ojeda, Francisco Pulgar y Catalina Pérez; los procesos que involucran a connotados abogados y empresarios; o el encarcelamiento de mafiosos lideres del organizaciones criminales, demuestran que las instituciones pueden alcanzar incluso a quienes parecían intocables. Son hechos que, lejos de debilitar la democracia, la fortalecen porque confirman que nadie está por sobre la ley.
La defensa de la democracia y de las libertades requiere atreverse a sacar la voz, aunque la narrativa dominante busque aplastarla. Cada vez que alguien se anima a disentir, a señalar lo que otros callan, a llamar injusticia a la injusticia y mentira a la mentira, abre un espacio de aire fresco en medio de la asfixia discursiva. Reconocer los avances, por pequeños que sean es un paso en la dirección correcta.
La democracia muere con el lenguaje tóxico y el silencio de los ciudadanos, pero revive con la palabra valiente y el diálogo abierto. Defenderla no es tarea de héroes solitarios, sino de comunidades que se organizan y hablan en plural. En la medida en que nos atrevamos a usar las palabras para construir, escuchar y disentir, las democracias tendrán siempre un futuro.