Sangre y burbujas

Por Odette Magnet, periodista.

Entones cayó septiembre. Como una bomba lanzada desde los hawker hunters, a mediodía de ese once de 1973, en Santiago de Chile. Más de alguien dirá por qué seguimos conmemorando, una forma distinta de decir por qué seguimos recordando en forma majadera lo que ya sucedió hace tanto tiempo, demos vuelta la página, hasta cuándo, por dios. Entendamos que se trata de un día normal de trabajo, pero la verdad, nos guste o no, ese martes fatal sigue clavado en la memoria. Nos liquidó o nos salvó. Qué patético, qué patriótico.
Desde entonces, tengo dos imágenes: una enorme masa de ganado al matadero y una botella de champán. Sangre y burbujas. No sé qué hacer con ninguna de las dos. Ambas me duelen y me persiguen en este septiembre tricolor. Me rompe el corazón, me quita el sueño y el aire. El ruido de esos aviones me revienta en los oídos. Mi dolor no tiene duelo.

Entonces cayó septiembre, mes de la patria: los volantines al viento, la fonda que no fue, la empanada que se enfría, la cueca sola, cada vez más sola, la ola contra la roca, la espuma se eleva suspendida en el aire. Viva Chile, mierda. Todo sucede en silencio, en cámara lenta.

Me tiembla el mentón cuanto enciendo el televisor y veo al presidente Boric en La Moneda con sus invitados, los que fueron testigos de esas primeras horas en medio de las llamas, de cómo se fue desenvolviendo la tragedia, la barbarie, la pesadilla que nadie pudo imaginar. Los sobrevivientes en primera fila, los hijos en la segunda y los otros más allá. Han pasado más de 50 años y no puedo detener las lágrimas, el zumbido de mis oídos, las rodillas que se me doblan al escuchar la canción nacional. Hemos envejecido tanto, casi irreconocibles. En la mirada de tantos advierto el deseo de despedirse, de agradecer, de recordar los momentos felices. Hemos improvisado una vida entera, la memoria color sepia, el dolor que se ha ido pegando a la piel como una costra gruesa, endurecida por la ausencia.

Sangre y burbujas.

No me interesa vencer. Ni siquiera tener la razón. Tampoco volver a lo que fuimos. Quisiera apostar al cambio, a ese mañana que vivo de yapa hace tantos años. Quisiera creer que podemos construir un país distinto y mejor, más justo, más amable. Añoro vivir en una patria que alcance para todos, en paz, con tolerancia y equidad, sin privilegios ni excepciones. Ahora es cuando. Cuando ya no nos queda nada. Sólo el miedo. Se nos acabaron las excusas y los argumentos sosos. También se nos acaba el tiempo. Ya no podemos echarle la culpa a nadie, aunque todo sigue igual: el machismo, el racismo, el clasismo, y el oportunismo. Los errores y los aciertos nos pertenecen sólo a nosotros.

Imposible eludir el reto. Más bien quisiera ser parte de este enorme desafío pendiente: pintar un país que se estira y se tiende como un enorme telón blanco, sin la estridencia de los índices macroeconómicos y los slogans publicitarios. Una vida posible para todos, donde las diferencias sumen y la tolerancia sea la levadura que haga posible los sueños de cada cual. Podemos hacer de Chile lo que queramos. Quizás tengamos que aprender de nuevo que la verdadera modernidad nace de la convivencia democrática, de la justicia, la participación. La genuina globalización se traduce en hacernos responsables no sólo de los éxitos individuales sino de los fracasos colectivos. Abrazar una memoria común, asumir el pasado, pero también el futuro. Con ganas, con una esperanza a toda prueba.

Sangre y burbujas.

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El Periodista