
Carta abierta a Pérez Esquivel: «No es María Corina quien ofende la paz, Adolfo»
Luis Manuel Marcano Salazar, director de investigación y postgrado UISEK.
Adolfo, maestro de generaciones, hombre de fe y conciencia, permítame dirigirme a usted con el respeto que merece su nombre y su historia. No soy solo yo quien responde a su carta a María Corina, es todo un pueblo. No escribo desde la ira, ni desde la soberbia, sino desde un dolor que se me hace antiguo, desde esa herida que los venezolanos llevamos abierta y que usted, quizá sin quererlo, ha tocado con palabras injustas. Su carta a María Corina Machado -esa mujer que hoy encarna la esperanza de millones- me obliga a escribirle, no para discutirle desde la ideología, sino para hablarle desde el alma, desde la realidad cruda que a veces se esconde detrás de las grandes consignas.
Usted ganó un Nobel de la Paz, y con justicia. Su vida estuvo marcada por la valentía, por la denuncia de las dictaduras del Cono Sur, por el testimonio de las madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. Usted fue voz de los que no tenían voz, y su ejemplo fue faro para América Latina. Pero a sus noventa y tantos años, cuando el tiempo debería haberle dado la lucidez del que ha visto todo, lamento decirle que ha hablado de un país que no conoce, de un dolor que no ha tocado, de un pueblo que sufre en silencio mientras muchos, amparados en la retórica antiimperialista, justifican su tragedia.
Le hablo desde el exilio y desde la Venezuela que llevo en el corazón, o desde el eco que de ella queda. Desde la tierra donde miles han sido encarcelados por pensar distinto, donde las madres rezan frente a prisiones militares sin saber si sus hijos siguen vivos, donde se tortura, se desaparece, se mata y se miente. Usted escribió que María Corina Machado llamó a Estados Unidos a invadir Venezuela. Permítame decirle con serenidad y con verdad: eso es falso. No hay una sola declaración, ni un solo documento, ni un solo gesto que demuestre tal cosa. Su afirmación, cargada de gravedad, parte de un rumor sembrado por quienes han hecho de la mentira una estrategia de Estado. Y usted, al repetirla, se convierte sin querer en eco de una maquinaria de manipulación que ha destruido la verdad en mi país. Lo que sí existe, y usted bien lo sabe, es una operación estadounidense en el Caribe, destinada a frenar el avance de los carteles de la droga que, desde hace años, envenenan a los hijos de los propios norteamericanos en una guerra que no nació en sus calles, sino en la mente perversa de quienes convirtieron las drogas en un arma contra ese pueblo. Estados Unidos no tiene amigos, señor Pérez Esquivel, tiene intereses; y en el Caribe actúa movido por ellos, por la defensa de su seguridad y su territorio. Pero de allí a afirmar que Venezuela ha sido objeto de una conspiración imperial, o que una mujer sin ejército ni poder de fuego pidió una invasión, hay un abismo que solo la propaganda puede llenar.
Usted fue víctima de dictadores, Adolfo. Usted sabe lo que significa el miedo, la persecución, la cárcel injusta. Por eso me duele tanto que hoy, desde su merecida autoridad moral, repita el discurso de quienes son verdugos. No hay comparación posible entre la resistencia democrática venezolana y las aventuras militares que usted teme. Nadie en Venezuela —ni María Corina, ni quienes la acompañan— desea una invasión extranjera. Lo que deseamos es libertad, elecciones limpias, justicia, dignidad. Lo que exigimos es que cesen las torturas, que abran las cárceles, que devuelvan los cuerpos de los desaparecidos, que dejen regresar a los exiliados. ¿Acaso pedir eso es colonialismo? ¿Acaso clamar por auxilio cuando el propio Estado se convierte en verdugo es traición?
Yo sé, y usted también lo sabe, que el antiimperialismo fue bandera noble cuando se enfrentaba al saqueo y la intervención extranjera. Pero hoy, en boca de dictadores, se ha vuelto una coartada. Se usa para justificar la censura, la represión, la pobreza programada. Se usa para ocultar la dependencia de Rusia, de Irán, de China, de Cuba. Se grita “antiimperialismo” mientras se entrega el país en pedazos a potencias que lo explotan. Usted, que tanto habló de soberanía, debería reconocer que la soberanía no es aislarse del mundo, sino permitir que los pueblos elijan libremente su destino. Y en Venezuela, hace años, ese derecho nos fue arrebatado.
Le ruego que piense en lo que significan hoy esas palabras suyas. Piense en los muchachos que murieron en las calles en 2014, en 2017, en 2019. En los que fueron arrastrados por las FAES, en los que nunca regresaron de El Helicoide, en los que fueron violados con objetos metálicos por negarse a gritar “¡Chávez vive!”. Piense en los médicos que huyeron, en las madres que quedaron solas, en los abuelos que mueren sin medicinas, en los niños que cruzan el Darién buscando un pedazo de pan. Esos son los que María Corina representa, Adolfo. No los poderosos, no los militares, no los amos del petróleo. Es el pueblo llano, el que no milita en ideologías sino en el hambre.
Usted dice que defender la libertad de Venezuela es rendirse al imperialismo norteamericano. Yo le pregunto, con humildad, pero con firmeza: ¿qué imperio ha causado más muerte en nuestro continente durante los últimos años, el de Washington o el de La Habana y Caracas? ¿Cuántos muertos dejó Estados Unidos en Venezuela? Ninguno. ¿Cuántos dejó el régimen que usted evita nombrar? Miles. Y no solo muertos: presos, torturados, desaparecidos, desterrados. La verdad duele, pero es la única forma de honrar la paz que usted dice defender.
No hay paz posible donde se callan los crímenes. No hay soberanía donde los jueces obedecen al tirano. No hay libertad donde se encarcelan las ideas. Y no hay coherencia moral en quien condena los abusos de ayer, pero se hace cómplice de los abusos de hoy. Usted, que enfrentó a Videla, debería reconocer el rostro del autoritarismo cuando lo ve. Solo ha cambiado el color de la bandera y el acento de los discursos. Las cárceles son las mismas, los verdugos los mismos, los gritos de los torturados tienen el mismo eco. ¿Cómo puede usted mirar a María Corina Machado y llamarla “instrumento del imperio”, cuando ella ha sido víctima de un poder que usted, de haber vivido en nuestro país, habría denunciado?
Yo sé que usted cree obrar en defensa de la paz, y que teme una guerra. Pero la guerra ya está, Adolfo. Está dentro de nuestras fronteras, en los barrios donde el hambre mata más que las balas, en los hospitales sin luz, en los cementerios donde las tumbas no tienen nombre. Es una guerra del Estado contra su pueblo. No hay tanques extranjeros, pero hay paramilitares, colectivos armados, presos políticos. No hay bombas de otro país, pero hay cárceles secretas donde se ahoga la dignidad. Y mientras usted habla de paz, los hombres del régimen fabrican más miedo.
Usted dice que hablar de sanciones o pedir apoyo internacional es claudicar. Yo digo que es sobrevivir. Cuando las instituciones son cómplices del crimen, cuando no hay tribunal que escuche ni fiscal que actúe, solo queda la solidaridad internacional. No es invasión pedir justicia; invasión es cuando el hambre y la represión toman un país. Si no fuera por la mirada del mundo, hoy en Venezuela habría miles de muertos más. Gracias a la presión internacional, a los organismos de derechos humanos, a la voz de quienes no nos olvidan, aún podemos decir que existimos. Usted, que tanto defendió la causa de los desaparecidos argentinos ante las Naciones Unidas, debería comprenderlo mejor que nadie.
No es María Corina quien ofende la paz, Adolfo. Es la dictadura que usted omite en su carta. Es el régimen que se roba elecciones, que manipula el miedo, que prohíbe candidatos, que encarcela jóvenes y destierra líderes. Ella no pidió una invasión: pidió auxilio, y eso es muy distinto. Cuando se está secuestrado, gritar no es rendirse: es pedir vida. Los pueblos no se entregan cuando claman libertad, se entregan cuando se resignan.
Yo sé que su carta parte de un impulso noble. Usted ve el mundo dividido entre poderosos y oprimidos, entre imperios y pueblos. Pero en Venezuela esa línea ya no sirve: los poderosos son los que gobiernan, y el pueblo es el que sufre. Aquí los oprimidos visten uniforme de hambre, no de ejército. Y si usted escuchara a las madres de los presos, a los jóvenes exiliados que caminan por los Andes, a los médicos que operan con linternas, a los maestros que ganan un dólar al mes, entendería que lo que vivimos no tiene nada que ver con imperialismos, sino con una dictadura carnívora.
Permítame apelar a su memoria más íntima, Adolfo: piense en los hombres que desaparecieron en la ESMA, en las mujeres que usted acompañó en la Plaza de Mayo. ¿Qué dirían ellas si lo vieran hoy defendiendo a quienes hacen lo mismo en otro idioma? ¿Qué sentiría usted si alguien justificara los crímenes de Videla alegando “soberanía nacional”? No hay ideología que valga más que una vida. No hay bandera que justifique la tortura. No hay discurso antiimperialista que pueda borrar el llanto de una madre.
Su generación nos enseñó a los latinoamericanos que el silencio también es culpa. Por eso le hablo, no para discutir, sino para despertarle esa fibra moral que un día fue ejemplo para todos. Usted fue prisionero de conciencia, Adolfo. Hoy, su carta lo convierte en carcelero simbólico de otros. Al repetir la propaganda de un régimen, aunque sea con buena intención, les da oxígeno a los que asfixian. Y eso, usted lo sabe, tiene consecuencias. Sus palabras pueden ser usadas por los verdugos como justificación. Yo le pido que no permita que su nombre, tan limpio, se manche con la mentira de los opresores.
No es un asunto de ideología. Es un asunto de humanidad. Usted luchó contra dictadores de derecha. Hoy le pedimos que vea la dictadura de izquierda con los mismos ojos. La injusticia no cambia de naturaleza según el color del uniforme. Y el dolor, Adolfo, el dolor es igual.
Yo lo invito, con respeto, a que lea los informes de la Misión de Verificación de Hechos de las Naciones Unidas sobre Venezuela. Léalo, por favor. Lea los testimonios, las pruebas, los nombres. No son inventos del “imperio”, son víctimas con rostro, con hijos, con historias. Si después de eso aún cree que María Corina es el problema, entonces no habrá esperanza. Pero yo confío en su conciencia. Usted tiene dentro de sí la voz del campesino argentino, del obrero crucificado, del preso que rezaba en la celda. Esa voz no puede callar frente al sufrimiento de los venezolanos.
María Corina Machado no necesita defensa personal. La suya es una causa que la trasciende. Usted la llamó instrumento del imperio, pero yo la he visto caminar por los pueblos, abrazar madres, llorar con los que lloran. Yo he visto su rostro golpeado, su casa allanada, sus amigos presos. No se le puede negar humanidad a quien ha cargado sobre sí la rabia de un pueblo con tanta dignidad. Tal vez usted no lo sepa, pero María Corina no representa a una élite: representa la fe en que todavía es posible un país decente. Y cuando usted la condena sin conocerla, hiere a millones que ven en ella la última luz.
Usted, que un día levantó la voz por los torturados del Cono Sur, podría hoy alzarla por los torturados de La Tumba y del Helicoide. No le pido que se vuelva militante, ni que reniegue de su historia. Solo le pido que no se cierre a la verdad. Que escuche las voces que llegan desde la oscuridad. Que reconozca que, aunque los imperios cambian de nombre, el sufrimiento es siempre el mismo. Que entienda que el antiimperialismo no puede ser excusa para callar ante un crimen.
A usted, que ha visto tanto, le pido un acto de humildad: que se arrepienta de esa carta. No por mí, ni por María Corina, sino por usted mismo. Porque un hombre como usted no merece quedar asociado a la defensa de una tiranía. La historia, Adolfo, es implacable. Y cuando todo esto pase, cuando Venezuela recupere su libertad —porque la recuperará, se lo aseguro—, el tiempo juzgará a quienes callaron y a quienes hablaron. Usted aún está a tiempo de ponerse del lado de los justos.
En nombre de los presos, de los exiliados, de los que caminan por las trochas, de los que mueren sin atención médica, de los que comen una vez al día, le hablo con respeto y con tristeza. Usted fue símbolo de compasión y coraje. No se convierta ahora en símbolo de confusión. La paz que usted defendió se funda en la verdad, y la verdad de Venezuela hoy es esta: vivimos bajo un régimen que mata. Y cuando un régimen mata, no hay neutralidad posible.
Le ruego, Adolfo, que mire más allá de las consignas, que escuche a los jóvenes que huyen, a los abuelos que lloran, a los niños que crecen sin escuela. Que entienda que lo que pedimos no es intervención, sino salvación. Que recuerde que a veces Dios permite que el mundo entero intervenga para salvar a un solo justo. Y que si su fe sigue viva, sabrá que el silencio ante el mal también es pecado.
No hay peor imperio que el del miedo, y ese es el que domina Venezuela. Ayúdenos a romperlo. No con discursos, sino con su arrepentimiento público. Usted tiene una autoridad moral que puede servir para sanar. Pida perdón, Adolfo. No a mí, sino a las víctimas que ofendió sin querer. Hágalo por los niños que mueren en los hospitales sin luz, por los jóvenes que no volverán, por los que cruzan el Darién con los pies sangrantes. Hágalo para honrar al Adolfo de antes, al hombre que un día enfrentó a los tiranos con la fuerza de la verdad.
Yo no le escribo desde el odio, sino desde la esperanza. Creo que todavía puede rectificar. Y cuando lo haga —porque confío en que lo hará—, sabrá que su palabra tendrá más poder que nunca, porque habrá sido lavada en el dolor de un pueblo que aún cree en la reconciliación.
La historia lo recordará por su lucha, pero también por su humildad si decide mirar de nuevo. Rectificar no es debilidad, es grandeza. Usted lo sabe, porque lo ha vivido. Que no lo engañen quienes usan su nombre para legitimar el oprobio. La verdadera paz no se alcanza callando a los que claman, sino escuchándolos. Y yo le aseguro que en Venezuela hay un clamor que solo un hombre de su estatura moral puede oír.
Dios lo ilumine, Adolfo, para que su último gesto en esta tierra sea el de reconciliarse con la verdad. Porque ningún premio, ninguna medalla, ningún discurso vale más que eso: reconocer el error y ponerse del lado de la justicia.
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