Cuatro mitos acerca del estallido social que impiden una conversación honesta

Por Rodolfo Bachler, Académico escuela de psicología Universidad Mayor.

A seis años del 18-O, proliferan explicaciones cómodas que simplifican un fenómeno complejo. Con evidencia levantada por la Escuela de Psicología de la Universidad Mayor entre 2019 y 2020, propongo desmontar cuatro mitos que bloquean una conversación honesta y, sobre todo, soluciones duraderas.

Con seis años recién cumplidos del estallido social, abundan relatos que enturbian su comprensión. Unos son discursos prefabricados para sacar ventaja política; otros, aproximaciones reduccionistas que ofrecen la falsa tranquilidad de “haber entendido”. Ninguno ayuda a resolver los problemas que lo originaron ni a disminuir la probabilidad de que vuelva a ocurrir.

Desde la Escuela de Psicología de la Universidad Mayor realizamos, entre 2019 y 2020, mediciones de las emociones predominantes en la ciudadanía durante el estallido y los meses posteriores. Parte de esos resultados se difundieron en medios y fueron discutidos en seminarios con diferentes analistas políticos. En diálogo con otra evidencia disponible, esos datos permiten desmontar varios mitos instalados en el debate público. Aquí desarrollo cuatro que considero especialmente dañinos para una conversación intelectualmente honesta.

Mito 1: “El estallido fue comandado por un grupo organizado de líderes”

Lo ocurrido en octubre de 2019 se entiende mejor como un fenómeno emergente: no dirigido por un centro, irreductible a una suma de partes, catalizado por la interacción de múltiples factores. Venía gestándose desde hace años: movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, protestas socioambientales, desconfianza por casos de corrupción, malestar con el costo de la vida, y declaraciones desafortunadas de autoridades. La subida del transporte fue chispa, no causa única. Buscar una “sala de máquinas” —ya sea en el K-pop, en conspiraciones extranjeras o en alienígenas— es más bien un intento de recuperar sensación de control frente a lo incierto. El estallido no tuvo cabecillas, De hecho, este fenómeno fue, en buena medida, una impugnación a cualquier liderazgo que pretendiera hablar por todos.

Mito 2: “Lo que vivimos fue un estallido delictual”

Reducir el 18-O a “delincuencia” es cómodo, pero maniqueo. Como en otras grandes protestas en el mundo, hubo violencia y delitos; negarlo sería irresponsable. Pero confundir la parte con el todo impide ver la complejidad del proceso. Nuestros datos muestran, por ejemplo, que la rabia frente a saqueos y vandalismo fue mayor en segmentos de mayores ingresos, un hallazgo incómodo para clichés habituales. ¿Vuelve eso “delincuentes” a los sectores populares que reportaron menor rabia? No. Recuerda más bien que las emociones y conductas son situacionales: en momentos de suspensión de la normalidad, los comportamientos cambian y no están tan gobernados por la voluntad consciente como solemos creer. La pregunta que importa es cómo reducimos la violencia sin desactivar la capacidad democrática de protesta.

Mito 3: “El estallido fue un fenómeno de izquierda”

El eje izquierda-derecha sirve poco para explicar lo que pasó. Junto a consignas contra el neoliberalismo convivieron expectativas mucho más prosaicas: “que alcance para vivir mejor”, “que los trámites sean dignos”, “que el esfuerzo valga la pena”. Eso ayuda a entender por qué, tras el estallido, convivieron preferencias electorales que a primera vista lucen contradictorias. Lo transversal fue el hartazgo con la injusticia cotidiana. En nuestras mediciones, las emociones dominantes ante las manifestaciones fueron interés y alegría, combinación que, según la psicología de las emociones, se asocia a esperanza y expectativa de cambio. Muchas personas relataron emoción por la masividad, orgullo cívico y deseo de contribuir. Ese capital afectivo se perdió en el camino, entre desencantos y lecturas románticas o punitivas que simplificaron lo ocurrido.

Mito 4: “La violencia obedeció a políticos que la avalaron”

Hubo errores éticos graves: autoridades y figuras públicas que relativizaron o minimizaron actos violentos. Pero convertir ese aval (o su ausencia) en causa principal es otra simplificación. Si algo mostró el estallido fue el desprecio por la clase política como referente normativo. En ese contexto, no es evidente que una condena más explícita hubiera desactivado conductas; incluso pudo funcionar como gasolina en un clima de desconfianza. Exigir estándares éticos es indispensable, pero no confundamos juicio moral con explicación causal.

¿Qué sigue?

Si de verdad queremos aprender del 18-O, necesitamos abandonar las explicaciones de confort. Eso implica admitir complejidad, aceptar que muchos —cada cual desde su lugar— emitimos juicios apresurados, y que parte de las lecturas que hoy circulan son racionalizaciones a posteriori. Un diagnóstico más riguroso —que reconozca la emergencia del fenómeno, su transversalidad, la mezcla incómoda entre protesta legítima y violencia, y la erosión de las mediaciones políticas— es condición para diseñar soluciones efectivas: protección social que reduzca la indignidad percibida, servicios públicos que funcionen, políticas de seguridad que distingan protesta de delito, instituciones que recuperen credibilidad y liderazgos que escuchen más y prometan menos.

Conmemorar no es reescribir lo ocurrido a la medida de nuestras certezas, sino mirarlo de frente para que no se repita en peores condiciones. El 18-O debería ser una lección para hacer mejor política, no un comodín para descalificar adversarios. Entre la fábula tranquilizadora y el análisis honesto, Chile no puede dudar.

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El Periodista