
¿Dorothy Pérez 2030?: transitando entre la independencia técnica y las tensiones políticas
La actual contralora general de la República, ha sorprendido al mundo político chileno al combinar un estilo implacable de fiscalización con un inusual respaldo transversal. Desde su extensa carrera en la Contraloría –marcada por conflictos internos, hitos en control del gasto público y polémicos dictámenes– hasta las ovaciones que ha recibido de empresarios y líderes de diversos sectores, su perfil político e ideológico suscita análisis. ¿Es Pérez una tecnócrata independiente sin filiación partidista, una “dama de hierro” de la probidad con tintes conservadores, o simplemente una funcionaria pública que escapa a las etiquetas tradicionales? Este reportaje examina su trayectoria, decisiones y el contexto en que ejerce, para dilucidar las claves de su perfil ideológico.
Dorothy Pérez, de 49 años, forjó su carrera dentro de la Contraloría General de la República. Egresada de Derecho de la Universidad de Chile, ingresó al organismo fiscalizador en 2004 y ascendió por mérito técnico: a los 31 años ya era contralora regional de Valparaíso, la más joven en ocupar ese cargo. Su experiencia la llevó a la sede central en Santiago como jefa en divisiones de auditoría y jurídica. Incluso sirvió brevemente fuera de la institución, como jefa jurídica del Ministerio de Educación durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2015), lo que le dio roce con políticas públicas desde el Ejecutivo.
En 2016, el recién asumido contralor Jorge Bermúdez la nombró su mano derecha –primero como jefa de gabinete y luego subcontralora general– confiando en su experticia. Sin embargo, esa relación profesional se resquebrajó públicamente en 2018. Bermúdez le solicitó la renuncia alegando “pérdida de confianza” luego de que ella fuera citada por la Fiscalía como testigo en el caso de fraude de Carabineros (PacoGate). Pérez, quien estaba casada con un oficial de Carabineros y había tenido bajo su órbita de auditoría a esa institución, se rehusó a dimitir y contraatacó legalmente. Presentó un recurso de protección por despido arbitrario y ganó la batalla tanto en la Corte de Apelaciones como en la Corte Suprema, que ordenó su reintegración. La victoria judicial fue contundente, pero al volver a la Contraloría enfrentó un ostracismo interno: Bermúdez la confinó a tareas menores como jueza de cuentas, sin actividades de alto perfil, en lo que ella misma califica como su “período en el congelador”.
Este episodio marcó a fuego su imagen pública. Pérez se consolidó como una funcionaria de carácter autónomo, dispuesta a defender la institucionalidad aun a costo de confrontar a su superior. A partir de entonces, mantuvo distancia con Bermúdez y se abstuvo de actos protocolares conjuntas. Políticamente, Dorothy Pérez no milita en partido alguno; ha tejido redes transversales desde sus años universitarios y es considerada independiente, cualidad que contribuyó a que su nombramiento como contralora contara con apoyo tanto del gobierno de Gabriel Boric como de la oposición de derecha. De hecho, en 2023 La Moneda pactó con la UDI –partido de derecha– su postulación al cargo, valorando que Pérez ofrecía “garantías a todos los sectores” en su actuar técnico e imparcial. Tras la salida de Bermúdez, ella asumió interinamente en diciembre de 2023 y en noviembre de 2024 el Senado ratificó su designación como primera mujer en dirigir la Contraloría General.
Mano dura en control del gasto: licencias médicas y malversaciones
Ya investida con plenas atribuciones, Pérez ha impreso un sello de rigurosidad en la fiscalización del uso de recursos públicos. Uno de sus hitos más resonantes ha sido destapar el masivo fraude de las licencias médicas falsas en el Estado. En mayo de 2025, un informe consolidado de Contraloría reveló que más de 25.000 funcionarios públicos de 777 reparticiones habían utilizado licencias médicas para viajar al extranjero durante 2023 y 2024. El escándalo –conocido ya como el “Caso Licencias”– generó la apertura de más de 8.000 sumarios administrativos contra los involucrados.
“Estamos bastante acogotados con los sumarios”, admitió con franqueza la contralora tras destaparse estas irregularidades, graficando la enorme tarea investigativa que emprendió el organismo. La efectividad de la medida pronto quedó en evidencia: la emisión de licencias por trastornos mentales cayó en 32,4% después de las fiscalizaciones, reflejando un brusco freno al abuso del sistema. Pérez ha recalcado que esta cruzada “no se hizo contra los funcionarios públicos”, sino a favor de la gran mayoría honesta: “Lo hicimos precisamente porque muchos funcionarios honestos nos hicieron denuncias serias, nos acompañaron fotos de compañeros que abusaban… se iban al extranjero con licencia y [los demás] tenían que hacerse cargo de todo el trabajo”. En síntesis, la contralora presentó la lucha contra las licencias fraudulentas como una defensa del servicio público y del erario nacional, evitando que unos pocos hicieran mal uso de un derecho legítimo en desmedro de sus labores y del Fisco.
El énfasis de Pérez en frenar despilfarros y malversaciones no se ha limitado a las licencias médicas. Bajo su gestión, Contraloría ha emitido duros informes sobre otras irregularidades. Detectó, por ejemplo, el mal uso de fondos en 32 municipalidades durante 2024, evidenciando fallas en proyectos locales. Asimismo, profundizó investigaciones sobre la falta de control en la transferencia de dineros públicos a fundaciones privadas –el denominado “Caso Convenios”– que sacudió al oficialismo ese año. Incluso ha puesto la lupa en la entrega de beneficios sociales, advirtiendo recientemente que detectan beneficiarios de altos ingresos recibiendo ayudas destinadas a los vulnerables, e instó a corregir esos filtros. Esta seguidilla de indagatorias ha elevado la presencia de la Contraloría en el debate público. En palabras de la prensa, Pérez se ha consolidado como una “dama de hierro” en la lucha contra los abusos en la administración del Estado. Sus primeros meses como titular concertaron algunas críticas (por ejemplo, desde gremios, como se verá más adelante), pero también han rendido frutos tangibles en probidad, llevando a que el organismo fiscalizador tenga hoy un “rol más protagónico en el ojo público”.
La estrategia de Pérez combina autonomía institucional y nuevas herramientas de transparencia. Ella misma abrió su exposición en un reciente foro recalcando que “la Contraloría no depende de ningún gobierno, ni de este, ni del anterior, ni del que seguirá; la Contraloría trabaja para todos los chilenos y chilenas, y controla el buen uso de los recursos públicos; ése es su rol”. Bajo esa premisa, ha potenciado iniciativas como los Informes Consolidado de Información Circularizada (CIC), reportes breves de alto impacto ciudadano que cruzan bases de datos para detectar anomalías masivas. Un ejemplo es el informe sobre licencias médicas que, además de su efecto disuasivo inmediato, provocó un “efecto dominó” en otras agencias: la Superintendencia de Seguridad Social (Suseso), tras el empuje de Contraloría, destapó 80 mil licencias irregulares en el sector privado que habían pasado inadvertidas. “Felicitamos que la Suseso, después de nuestro hallazgo, haya profundizado su rol de control que quizá llevaba tímidamente” comentó Pérez, enfatizando cómo la fiscalización puede empujar a otras instituciones a actuar. Para un observador del sector privado como Jorge Orlandini, presidente de la empresa tecnológica Sonda, “la contralora es una rockstar”: “logró mostrarle a todos –al gobierno, a los privados, a los empresarios– que tenemos leyes y que lo que estamos haciendo es no cumplirlas”. Esa mezcla de firmeza técnica y llegada comunicacional ha convertido a Pérez en una figura respetada, capaz de “pararse en la escena” y exponer irregularidades sin tapujos, generando aplausos incluso desde auditorios poco usuales para una autoridad de control.
Modernización del Estado: entre la “permisología” y la transformación digital
Otro eje del discurso y gestión de Dorothy Pérez ha sido impulsar la modernización y eficiencia del Estado. En múltiples intervenciones –incluida su última cuenta pública y su aplaudida presentación en el Encuentro Nacional de la Empresa (ENADE 2025)– la contralora ha subrayado la necesidad de actualizar procesos y eliminar trabas burocráticas que ralentizan el desarrollo. Un blanco específico de sus críticas ha sido la engorrosa “permisología”: la demora en la entrega de permisos y autorizaciones para proyectos, a veces por exceso de trámites o lentitud administrativa. Pérez sorprendió al público empresarial de ENADE al revelar un caso paradigmático: detectó 704 permisos de obras públicas pendientes de respuesta por parte del Consejo de Monumentos Nacionales, con retrasos de hasta 878 días en su aprobación. “Cuando estamos revisando un trámite, debemos pensar que detrás de eso hay personas, hay familias, hay empleo, hay desarrollo económico que puede servirle a todo el país”, exhortó, pidiendo a los funcionarios acortar los plazos muertos. Al mismo tiempo, instó al sector privado a “presentar bien los expedientes” y cumplir con los requisitos desde un inicio para agilizar los procesos. Sus palabras tocaron un punto neurálgico –la excesiva burocracia– y fueron recibidas con ovaciones, mostrando coincidencia con una demanda histórica de los emprendedores sin por ello abandonar la defensa de la función pública.
En paralelo, Pérez ha puesto sobre la mesa los desafíos de la transformación digital del Estado. Ha advertido que la implementación de la Ley de Transformación Digital, que obliga a digitalizar trámites y gestiones públicas hacia 2027, avanza con dificultades. Si bien reconoce “buenas noticias” en algunos servicios, lamenta que a menudo “el empuje se nos acaba en la mitad del camino”. En ENADE enfatizó que la digitalización es clave para la transparencia y la eficiencia, pero que persisten atrasos en la modernización administrativa que frenan la celeridad que la ciudadanía y la economía requieren. Frente a esto, la contralora ha hecho un llamado a la responsabilidad compartida: tanto los servidores públicos como los usuarios deben adaptarse a los nuevos sistemas. “Así como es importante que los funcionarios públicos hagan bien su trabajo, también lo es que quienes solicitan los permisos presenten correctamente los expedientes”, recalcó, subrayando que solo con colaboración mutua se podrán superar los obstáculos actuales.
Pérez no ha dudado en evidenciar las falencias institucionales aun cuando ello incomode al propio Gobierno. Por ejemplo, tras su diagnóstico sobre los permisos en Monumentos Nacionales, la Contraloría emitió un duro oficio señalando inconsistencias en las cifras entregadas por la Subsecretaría de Patrimonio Cultural –cuya titular (Carolina Pérez) es cercana al oficialismo– y advirtió que esa repartición se apartaba del deber de probidad al justificar las demoras. La respuesta pública de la contralora, poniendo en entredicho las explicaciones de una autoridad de gobierno, evidenció su independencia operacional. Del mismo modo, ha reconocido un problema estructural de recursos para la Contraloría misma: su presupuesto es muy reducido en comparación al volumen de gasto que debe auditar. “Es difícil que cualquier Gobierno quiera darle más presupuesto a la institución que lo va a controlar” lanzó Pérez en ENADE, con afán de dardo, al lamentar la histórica renuencia de las administraciones a fortalecer al organismo fiscalizador. La frase, seguida de aplausos, reflejó una realidad incómoda: los gobiernos de turno suelen resistirse a empoderar con más medios a quien está encargado de vigilar sus actos. Pese a ello, Pérez ha solicitado formalmente incrementos de financiamiento y personal para la Contraloría, convencida de que robustecer la fiscalización redunda en un Estado más moderno y confiable. Su postura combina realismo político –sabe que ningún presidente se entusiasma con auditores más dotados– con la insistencia en que sin esos recursos adicionales será difícil atender las crecientes exigencias de control en un Estado en transformación.
No todo ha sido aplauso en la gestión de Dorothy Pérez. Su primera gran decisión institucional desató una agria controversia política y sindical, poniendo de relieve las tensiones ideológicas que atraviesan su perfil. A pocos días de ser ratificada en el cargo, en noviembre de 2024, la nueva contralora emitió un dictamen que cambiaba el criterio sobre la “confianza legítima” de los funcionarios públicos a contrata. Este concepto, introducido por su antecesor Bermúdez, establecía que si a un trabajador a contrata (es decir, con renovación anual) se le prorrogaba el contrato por un cierto período –Bermúdez fijó el umbral en 2 años, respaldado luego por la Corte Suprema que habló de 5 años–, el funcionario adquiría la expectativa o “confianza legítima” de seguir siendo renovado. En la práctica, esa doctrina otorgaba una estabilidad laboral de facto a miles de empleados públicos a contrata, dificultando que las autoridades decidieran no renovarlos arbitrariamente cada año.
Pérez, en su primer dictamen de peso, dejó sin efecto el criterio anterior y resolvió que la determinación del plazo para adquirir esa confianza legítima no la haría más la Contraloría, sino que quedaba entregada a los tribunales de justicia. En otras palabras, la CGR se abstendría de pronunciarse en casos de reclamos por no renovación, obligando a los afectados a litigar caso a caso ante los juzgados para establecer si tenían derecho a seguir en sus puestos. La reacción fue instantánea y adversa desde el mundo sindical y la centroizquierda. La Central Unitaria de Trabajadores (CUT) convocó un paro de 24 horas en el sector público en protesta por el nuevo criterio de Pérez, al que acusaron de dejar desprotegidos a unos 270 mil empleados fiscales bajo modalidad contrata. El presidente del Partido Comunista, Lautaro Carmona, calificó el dictamen como “una nueva presentación de precarización absoluta” del empleo público, afirmando que “pone en jaque la posibilidad de una básica estabilidad laboral” en un Estado donde más de la mitad de los trabajadores son a contrata u honorarios. Para Carmona y otros dirigentes oficialistas, Pérez atentaba contra un “derecho elemental” de estabilidad, desmontando una protección conquistada en años recientes.
La polémica trascendió rápidamente al terreno judicial y político. La Fundación Fuerza Ciudadana, en representación de un grupo de funcionarios a contrata, interpuso un recurso de protección para invalidar el dictamen. En respuesta, la Corte de Apelaciones de Santiago congeló provisoriamente la medida a través de una orden de no innovar, suspendiendo los efectos del dictamen Nº E561358 de Contraloría. En su resolución, la Novena Sala indicó que la entidad dirigida por Pérez debía “seguir resolviendo, como en derecho corresponda, los reclamos… relativos a la materia” en vez de inhibirse. Esto implicó que, al menos temporalmente, la Contraloría debía continuar aplicando el antiguo criterio de confianza legítima, a la espera de que la justicia se pronunciara de fondo sobre la legalidad de la nueva postura. El fallo supuso un revés para la contralora en su primer gran acto, a la vez que alivió un flanco para el Gobierno, que enfrentaba crecientes protestas de asociaciones de funcionarios públicos.
Detrás de la disputa jurídica subyace un debate ideológico más amplio: la tensión entre la flexibilidad de gestión en el Estado y la protección de los trabajadores públicos. Para algunos expertos en administración –citados por Ex-Ante– el criterio de confianza legítima creado por Bermúdez “hizo imposible la desvinculación” de malos funcionarios y generó una “rigidez laboral” extrema en el aparato estatal. En esa línea, defienden que Pérez intentó corregir un exceso al dejar que sean los jueces quienes decidan caso a caso si existe la expectativa de renovación, en vez de asumir la Contraloría un rol cuasi legislativo. De hecho, voces como la del exministro de Justicia José Antonio Gómez (PR) señalaron que “la CGR no es un ente legislador” y que la definición de la confianza legítima debiera estar en una ley, no en interpretaciones administrativas. Gómez apuntó que el problema de fondo es la alta precariedad: la norma indica que no más del 20% del personal estatal debería ser a contrata, pero hoy superan el 50%, de modo que “los trabajadores tienen todo el derecho a buscar formas de estabilizar su situación”. No obstante, también recalcó que despedir a un funcionario inepto es extremadamente difícil bajo las reglas actuales –sumarios que se eternizan, reintegros ordenados por Contraloría con pago de remuneraciones atrasadas, etc.–, por lo que vio la controversia como “una oportunidad de discutir el tema de fondo” en el Congreso.
En suma, este episodio reveló la arista más controvertida del perfil de Dorothy Pérez. Su decisión, interpretada como “borrar el legado laboral de Bermúdez”, alineó aplausos desde sectores que abogan por mayor flexibilidad y gestión moderna en el Estado, pero simultáneamente la enfrentó con el corazón del oficialismo y los gremios de empleados públicos. La contralora defendió técnicamente su postura, argumentando que múltiples juicios en curso hacían prudente dejar en manos de tribunales la materia. Sin embargo, políticamente quedó en entredicho ante la izquierda: dirigentes como Carmona la miraron con recelo, sospechando en ella una inclinación neoliberal o anti-sindical, en contraste con la imagen de garante de derechos laborales que tenía su predecesor. A la postre, la “guerra de la confianza legítima” –aún pendiente de zanjar definitivamente en tribunales– mostró que la neutralidad de Pérez puede ser puesta a prueba cuando sus criterios técnicos colisionan con sensibilidades político-ideológicas sobre el modelo de función pública.
Ovaciones transversales y lecturas políticas encontradas
Paradójicamente, mientras enfrentaba cuestionamientos desde un flanco, Dorothy Pérez consolidaba un inédito respaldo y popularidad en amplios sectores. El punto de inflexión fue ENADE 2025, el principal encuentro anual de empresarios y líderes políticos, donde la contralora se erigió como la “estrella” inesperada. Su exposición, titulada “Por el cuidado y buen uso de los recursos públicos”, fue recibida con entusiasmo: la aplaudieron de pie en al menos diez ocasiones durante los 47 minutos que habló. Ya al inicio del evento, el solo anuncio de su nombre provocó vítores del auditorio –compuesto por ejecutivos, autoridades y candidatos presidenciales– en una suerte de “efervescencia en torno a Dorothy Pérez” poco habitual para una figura de la Contraloría. La prensa acuñó de inmediato el término “Dorothymanía” para describir la admiración transversal que allí se evidenció.
Las reacciones políticas fueron prácticamente unánimes en elogios. Evelyn Matthei, alcaldesa UDI y entonces candidata presidencial de la derecha tradicional, se deshizo en alabanzas: destacó cómo Pérez agradeció el trabajo de los funcionarios probos y afirmó que “la aplaude todo Chile. Los funcionarios públicos responsables la apoyan; (…) solamente no (la aplauden) los que no cumplen con las normas, los que se van al extranjero con licencia falsa; esos… ojalá se vayan ellos del Estado”. Sus palabras –“la aplaude todo Chile”– reflejan la magnitud del fenómeno: en medio de una ciudadanía desencantada con las instituciones, Pérez había logrado encarnar la imagen de quien “frena los abusos” y limpia la honra del servicio público. Por su parte, el candidato ultraconservador José Antonio Kast también recogió el guante en un debate televisivo y calificó la presentación de la contralora como una “clase magistral”. Kast dijo alegrarse de los aplausos hacia Pérez porque “quiere decir que hay unanimidad respecto de lo que la nueva autoridad plantea, que es, básicamente, que todos hagan su trabajo”. Incluso la abanderada oficialista de izquierda, Jeannette Jara (PC) –exministra y rival en la contienda presidencial– se sumó al coro: afirmó “alegrarse mucho” por la ovación a Pérez y deslizó con humor que ojalá esa misma energía se tuviera para apoyar medidas contra el crimen organizado. Que desde Kast hasta el Partido Comunista hubiese coincidencia en destacar el rol de la contralora es visto como algo inédito en tiempos de polarización política y le abre un futuro insospechado a la contralora.
No obstante, junto con la admiración surgieron también voces de cautela. Analistas advirtieron sobre los riesgos de una sobreexposición de la figura de Pérez y de las “expectativas desproporcionadas” que se estaban depositando en ella. Después de todo, el aplauso empresarial –un mundo tradicionalmente distante de la Contraloría– podría interpretarse como un alineamiento quizás incómodo para una autoridad que debe auditar tanto a gobiernos de izquierda como de derecha. Algunos observadores de centroizquierda señalaron que la “adulación transversal” hacia Pérez puede resultar peligrosa si distrae de otras responsabilidades: que mientras se le celebra por obsesionarse con la probidad pública, podría quedar en la sombra la corrupción de la esfera privada que escapa de su mandato directo. El politólogo Hassan Akram llegó a compararla irónicamente con Dolores Umbridge (un personaje autoritario de la ficción) y sostuvo que “es la regalona de los empresarios” porque se enfoca en funcionarios estatales mientras –a su juicio– “esconde la corrupción privada bajo la alfombra”. Aunque esa crítica es extrema y discutible –la Contraloría carece de potestad para fiscalizar empresas privadas salvo que manejen fondos públicos– refleja que no todo el mundo comparte el entusiasmo acrítico. De hecho, sectores sindicales y de izquierda mantienen reservas por el episodio de la confianza legítima y temen que la popularidad de Pérez con la élite económica responda a una agenda “pro-eficiencia” que podría ir en desmedro de los derechos laborales en el Estado.
Con todo, la valoración general de los medios y la opinión pública ha sido positiva. Se resalta el estilo personal de Pérez, duro, pero cercano: si bien mantiene un tono serio y técnico, en sus intervenciones ha mostrado sentido del humor e incluso esboza sonrisas –algo poco común en la imagen tradicional del contralor–. Esa combinación le ha permitido “habitar el cargo” con personalidad propia sin perder la rigurosidad. Al cumplir un año al mando (noviembre 2025), es innegable que su figura se consolidó como sinónimo de probidad, autonomía y mano firme. El desafío será administrar esa reputación en adelante: mantener el equilibrio entre la imparcialidad técnica y las presiones políticas que aumentan a la par de su protagonismo público. También no engolosinarse y usar la CGR como trampolín político.
¿Tecnócrata independiente, conservadora institucional o algo más?
La pregunta de fondo es si, a la luz de todos estos antecedentes, el perfil de Dorothy Pérez revela una inclinación política o ideológica definida, o si por el contrario escapa a los cánones tradicionales. Varios elementos apuntan a clasificarla como una “tecnócrata independiente”: su carrera se forjó en la burocracia de control con méritos profesionales, sin militancia partidista, y sus decisiones suelen esgrimirse en argumentos jurídicos o de eficiencia más que en dogmas políticos. Su independencia ha sido elogiada por diversos sectores justamente porque encarna la idea de un contralor que no le debe favores a nadie y actúa “para todos los chilenos”, en sus propias palabras. Esa vocación institucional la llevó, por ejemplo, a investigar con igual rigor casos de corrupción que afectaban tanto a alcaldes de derecha (municipios) como a fundaciones ligadas a la izquierda gobernante (Caso Convenios). En tiempos de crisis de confianza hacia las instituciones, Pérez ha logrado una alta valoración ciudadana por representar la bandera de la transparencia y la legalidad, un terreno que trasciende la clásica división izquierda-derecha.
Ahora bien, ser “independiente” no significa estar libre de un prisma ideológico. Observando sus definiciones y énfasis, algunos analistas ven en Dorothy Pérez ciertos tintes conservadores o gerenciales en materia de administración pública. Su insistencia en la disciplina fiscal, la persecución de fraudes internos y la agilización de trámites conecta con las prioridades históricamente enarboladas por corrientes tecnocrático-conservadoras, que buscan un Estado eficiente, austero y libre de “grasa burocrática”. La propia derecha política la ha encumbrado como un ejemplo de rigurosidad institucional, al punto que la UDI impulsó su nombramiento y figuras como Matthei o Kast compiten en elogios hacia ella. El apoyo empresarial entusiasta sugiere que ven en Pérez a una aliada en la cruzada contra la dilación administrativa y la malversación, causas que ellos comparten desde la óptica del crecimiento económico. Incluso su controvertido dictamen sobre la confianza legítima –más allá del aspecto técnico– alineó con la visión de sectores que promueven flexibilidad laboral en el Estado, usualmente asociada a agendas de modernización de corte liberal. En ese sentido, se podría situar a Pérez en una posición de centro tecnocrático con inclinación reformista pro-eficiencia, que a ojos de la izquierda más dura luce demasiado cercana a posturas neoliberales en lo administrativo.
Pero encasillarla simplemente como “conservadora” sería perder de vista otras dimensiones. Pérez también reivindica lo público y el rol social del Estado, lo que no calza con un ideario meramente neoliberal. En ENADE, frente a los empresarios, partió diciendo “valoremos lo público” antes de agregar “y valoremos el esfuerzo del mundo privado… construyamos un mejor país todos unidos”. Este llamado al trabajo conjunto y a enaltecer la función pública muestra una faceta centrista y conciliadora, poco dada a la retórica anti-estatal. Asimismo, su trayectoria incluye haber servido en un gobierno de centroizquierda (Bachelet) y mantener cercanías transversales –desde amigos demócratacristianos hasta antiguos colegas vinculados a la derecha liberal–, lo que sugiere una flexibilidad ideológica práctica. Más que adhesiones doctrinarias, en su perfil pesan la ética funcionaria y la eficacia institucional. No es casual que se la compare con una “Iron Lady” a la chilena, pero en versión fiscalizadora: una figura de mano firme que puede exhibir cierto conservadurismo administrativo, mas no necesariamente en lo valórico o político-partidista.
En conclusión, Dorothy Pérez representa un caso atípico en la fauna de la alta función pública chilena. Su liderazgo en la Contraloría ha sido capaz de concitar aplausos desde polos opuestos, precisamente por presentarse como ajena a la lógica partidista y enfocada en “hacer la pega” rigurosamente. Su perfil ideológico es el de la institucionalidad por sobre la política, con un fuerte acento tecnocrático. Esto la ha posicionado al mismo tiempo como aliada de quienes claman por probidad y eficacia –ya sean ciudadanos hastiados de la corrupción, empresarios frustrados con la burocracia o autoridades que valoran un Estado ordenado–, y blanco de sospechas para quienes temen que tanta severidad esconda una agenda anti-funcionarios. Las tensiones y ambigüedades en torno a su figura seguirán latentes: ¿hasta dónde su “implacabilidad” en el control es neutral y hasta dónde empalma con visiones políticas específicas?. Por ahora, Pérez se mueve con cuidado en esa línea fina, consciente de que su legitimidad proviene de no casarse con ningún color político.
En el Chile de hoy, ser contralora de todos y de nadie a la vez le ha dado un peculiar capital simbólico. Falta ver si sabrá mantenerlo intacto cuando los próximos dilemas –inevitablemente– vuelvan a poner a prueba el delicado equilibrio entre técnica y política que encarna su gestión.
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