
A semanas de una elección crucial, los teléfonos de miles de hogares comienzan a sonar con la misma pregunta: “Si las elecciones fueran este domingo, ¿por cuál candidato votaría?”. Durante décadas, estas encuestas telefónicas han intentado tomarle el pulso a la democracia. Sin embargo, cada vez más expertos y casos recientes advierten que sus pronósticos pueden ser engañosos.
¿Por qué los sondeos telefónicos sobre candidaturas políticas ya no son confiables? En este reportaje investigamos las razones metodológicas que comprometen su fiabilidad, las formas en que pueden manipularse como armas políticas, y algunos sonados fracasos en Chile y el mundo en los últimos años.
Sesgos, baja respuesta y brechas de cobertura: fallas metodológicas
En los años sesenta, las encuestas telefónicas revolucionaron la investigación de opinión por ser más rápidas y baratas que las entrevistas cara a cara. Pero ya entonces traían un pecado original: dejaban fuera a los más pobres que no tenían línea telefónica fija. Si bien la telefonía se masificó, hoy estas encuestas enfrentan nuevos desafíos técnicos que erosionan su precisión. Los especialistas señalan varios problemas metodológicos recurrentes:
- Sesgo de cobertura: No toda la población está igualmente accesible por teléfono. Por ejemplo, en España alrededor de un 17% de los hogares no tenía teléfono fijo a inicios de siglo, generando diferencias socioeconómicas marcadas entre quienes tenían acceso telefónico y quienes no. En Chile y Latinoamérica, la irrupción del celular complicó los marcos muestrales: cada vez menos gente conserva teléfono fijo y los números móviles no reflejan necesariamente la región donde vive el usuario. Esto dificulta obtener una muestra verdaderamente representativa por llamadas aleatorias. Aun usando combinaciones de teléfonos fijos y móviles, siempre hay grupos subrepresentados –típicamente los sectores rurales, de menores ingresos o jóvenes urbanos sin línea fija– lo que introduce sesgos de cobertura.
- Baja tasa de respuesta: Quizás el talón de Aquiles principal de las encuestas telefónicas hoy es que casi nadie atiende llamadas desconocidas. “La mayoría ya no contesta a números desconocidos, por lo que la tasa de respuesta ha caído a menos del 4%” advierte el analista Alejandro Gil. Esto significa que de cada 100 personas contactadas, 96 cuelgan o ignoran la llamada. Esas pocas que sí responden pueden no ser un espejo fiel del electorado general –por ejemplo, podrían ser adultos mayores o personas desocupadas con más tiempo, introduciendo un sesgo de autopreselección. La caída sostenida en la disposición a participar ha mermado dramáticamente la fiabilidad de los sondeos telefónicos, al punto que “seguimos creyendo en esta técnica porque es una metáfora de la ciencia”, pero en realidad “está llena de errores metodológicos” desde el muestreo hasta el trabajo de campo, señala el académico UDP Fernando García. Una encuesta en 2025 simplemente no puede asumir que quienes responden representen a ese silencioso 96% que no lo hace.
- Falta de representatividad y sesgo de muestreo: Por razones de costos –y recientemente por la pandemia– proliferan encuestas telefónicas no probabilísticas, es decir, que no garantizan igualdad de probabilidad a todos los votantes. Muchas recurren a paneles de encuestados reclutados en internet o bases de datos compradas, con participantes opt-in predispuestos a contestar encuestas. El problema es que se desconoce cuánto sesgo trae esa muestra: suelen tener tasa de respuesta baja y excluir a quien no se inscribió voluntariamente. “Para extrapolar a todos los electores es vital que la muestra sea probabilística”, explica Andrés Scherman, pero hoy ese estándar raras veces se cumple en estudios telefónicos masivos. El resultado son sondeos con errores sistemáticos: por ejemplo, habitualmente los jóvenes aparecen infrarrepresentados en las muestras telefónicas. En Chile, encuestas serias han reconocido que el porcentaje de jóvenes que responde está muy por debajo de su peso demográfico, incluso tras reponderar los datos. Dado que los menores de 30 años son el segmento más reacio a responder encuestas, sus opiniones quedan diluidas o inferidas indirectamente, restando precisión en temas generacionales.
- Respuestas poco fiables y efecto encuesta: Incluso cuando se logra que alguien responda, no hay garantía de que su respuesta refleje un voto firme o informado. Los cuestionarios estándar tienden a “sacar opinión de gente que no la tiene” –es decir, muchos encuestados responden algo solo por no quedar mal o por alinearse con su identidad política, aunque en el fondo no tengan postura formada. Esto puede inflar apoyos aparentes. Además, el hecho de hablar con un encuestador (humano o robot) puede generar sesgo de deseabilidad social, donde el entrevistado oculta sus verdaderas preferencias polémicas. Por ejemplo, se ha teorizado sobre el “voto oculto” o “voto vergonzante” en ciertos electorados: personas que no admiten su preferencia por un candidato controvertido pero igualmente votan por él en la urna. Este fenómeno de “shy voter” ha sido discutido tras sorpresas electorales recientes. Los mismos consultores en Argentina, tras errar en 2019, sugirieron la presencia de voto oculto y dificultades para medir el voto bronca anti-sistema en sus encuestas tradicionales. En suma, la entrevista telefónica brinda solo una foto borrosa: entre quienes no atienden y quienes contestan “por compromiso” o no revelan toda la verdad, la intención de voto real se escabulle fácilmente del radar telefónico.
En este contexto, la confiabilidad técnica de las encuestas telefónicas está en entredicho. Los profesionales serios han debido ingeniárselas para mitigar estos problemas –por ejemplo, mediante “marcos duales” que combinan fijos y celulares, múltiples llamadas de seguimiento, o ponderaciones sofisticadas–, pero incluso así reconocen que nunca se eliminan del todo los múltiples sesgos. “Por muchos ajustes que se les hagan, nunca se van a eliminar múltiples sesgos para lograr una precisión aceptable” advierte Gil Recasens. El resultado: encuestas con amplios márgenes de error efectivos y con crecientes dificultades para “leer” electorados volátiles y segmentados. Si las predicciones fallan con frecuencia no es mera anécdota: responde a estas limitaciones estructurales del método.
Cuando el sondeo se vuelve arma: manipulación y propaganda encubierta
Históricamente, “ha sido común que candidatos, gobiernos y partidos intenten utilizar encuestas electorales para influir en la opinión pública”, señala el investigador Rafael Giménez a Milenio. Las encuestas no solo reflejan la realidad; también pueden fabricarla o distorsionarla en las manos equivocadas. La línea entre medición objetiva y herramienta propagandística es, a veces, peligrosamente delgada. Estas son algunas de las prácticas con que los sondeos telefónicos (y de otro tipo) pueden ser manipulados o utilizados con fines políticos:
- Preguntas tendenciosas y push polls: Una forma de sesgar una encuesta es mediante el diseño de preguntas capciosas que guían la respuesta. En casos extremos aparecen las “encuestas” que en realidad no lo son, las llamadas push polls. Se trata de operativos de propaganda disfrazados de sondeo, donde el verdadero objetivo es influir al encuestado con información dirigida más que recoger su opinión. Su formato típico: cientos de miles de llamadas telefónicas automatizadas, muy breves (3 o 4 preguntas), que difunden un mensaje negativo o positivo sobre algún candidato bajo la apariencia de una encuesta. “¿Sabía usted que el candidato X robó dinero cuando fue alcalde? ¿Este hecho le parece muy bueno, bueno, malo o muy malo?” –esta fue una pregunta real utilizada en un famoso push poll citado por el Instituto Nacional Electoral de México. El encuestado cree participar en un sondeo legítimo, pero en verdad está recibiendo un estímulo propagandístico engañoso. El daño es doble: se contamina al votante con información sesgada y, además, se erosiona la credibilidad de las encuestas genuinas, aumentando el rechazo ciudadano a responder futuros estudios. Pese a ser una práctica tramposa y denunciada éticamente, los estrategas electorales la siguen utilizando porque consideran que sí logra su cometido de modificar la intención de voto. En campañas recientes de Latinoamérica han circulado este tipo de llamadas robotizadas con preguntas maliciosas para perjudicar a contrincantes – una táctica sucia que explota la estructura de la encuesta telefónica.
- Publicación estratégica y encuestas pagadas: Muchas veces no es la pregunta, sino la oportunidad y procedencia de la encuesta lo que la vuelve sospechosa. En campañas reñidas es común que se publiquen sondeos oportunamente para crear una percepción de victoria inminente del candidato favorecido o de “derrota inevitable” del rival, buscando el efecto de arrastre (bandwagon) o desánimo. Como resume Giménez, “la inmensa mayoría de las encuestas que se publican… son pagadas y difundidas por los propios candidatos y partidos”, de modo que no orientan al votante de forma neutral, sino que se usan como herramienta de propaganda. Un candidato que va rezagado en sus estudios internos difícilmente los filtrará a la prensa; en cambio, promoverá encuestas –encargadas a consultoras afines– donde milagrosamente aparece repuntando. La difusión selectiva de resultados favorables es parte de la estrategia de campaña. Por ejemplo, en México se suele acusar a ciertos medios de publicar solo encuestas donde su candidato aliado luce puntero, mientras desacreditan otras. “Los candidatos aplauden las encuestas favorables y desacreditan las que no les convienen”, ironiza un informe del INE en México. Así, el debate público se contamina con encuestas de dudosa calidad o independencia, cuyo objetivo es más titular en los diarios que retratar fielmente al electorado.
- Fabricación de encuestas falsas: La era de las redes sociales ha traído una plaga adicional: los sondeos inventados o “fantasma” que se viralizan sin control. Investigadores de opinión advierten que últimamente proliferan “encuestas falsas en las campañas electorales”, desde el uso indebido del nombre de encuestadoras conocidas con datos inventados, hasta la creación de empresas de fantasía que publican estudios ficticios. ¿Por qué alguien difundiría un sondeo inexistente? Porque existe la (no del todo probada) idea de que publicar ciertas cifras puede influir en el voto. Un gráfico convincente mostrando a un candidato ganando terreno puede generar sensación de tendencia irreversible. Políticos y asesores “se las ingenian desde siempre para crear o comprar encuestas sin rigor metodológico o incluso inventadas para mostrar los números que les convienen”. Y hoy, con Facebook, WhatsApp y X, es facilísimo sembrar esos datos en la conversación pública sin pasar por el escrutinio de medios formales. En países como México se vive “la peor crisis… en la historia” en materia de encuestas truchas, admite Francisco Abundis, director de Parametría. Aunque existen normas que obligan a las encuestadoras a registrar su metodología al publicar en medios tradicionales, en redes cualquiera puede postear un gráfico adulterado sin ficha técnica ni fuente verificable. Basta un diseño atractivo y una página de Facebook para hacer pasar propaganda por encuesta. De hecho, ni la inteligencia artificial se queda atrás: Paulina Valenzuela, directora de la Asociación de Investigadores de Opinión Pública de Chile, contó que pidió a ChatGPT “generar una encuesta” sobre el plebiscito constitucional chileno y en segundos obtuvo un documento con preguntas, resultados e incluso ficha técnica falsa, pero aparentemente consistente. Las herramientas para fabricar encuestas engañosas están al alcance de todos, alerta, creando un entorno donde el electorado puede quedar atrapado entre datos adulterados.
Estas prácticas han llevado a que la confianza en las encuestas se deteriore. Igual que sucede con las fake news, las fake polls buscan confundir y moldear percepciones. “Cualquiera puede ser encuestador” en tiempos de internet –advierte Alejandro Gil– “ya no hay barreras de entrada. Y en ambos casos (redes sociales y encuestas), la confiabilidad de su información es dudosa”. Ante este panorama, los encuestadores profesionales demandan regulaciones más estrictas y mayor transparencia para diferenciar el trabajo serio del muestrario de encuestas patito que circula cada elección. Mientras eso ocurre, los ciudadanos harían bien en mantener sana distancia de los sondeos difundidos en campaña, preguntarse quién los paga y con qué fin, y recordar que los números –como advertía aquel profesor de estadística– “no son neutrales”. Detrás de una encuesta puede haber ciencia, pero también marketing electoral.

Predicciones fallidas: casos recientes en Chile y el mundo
La mejor manera de juzgar la fiabilidad de las encuestas es confrontarlas con la realidad de las urnas. Y en los últimos años no han faltado sonoros desaciertos que han dejado a encuestadores explicando en qué fallaron. A continuación repasamos algunos casos emblemáticos –tanto en Chile como en el extranjero– donde los sondeos (especialmente los telefónicos) fueron cuestionados, desacreditados o simplemente erraron el pronóstico en elecciones de alto perfil. Chile: primarias presidenciales 2021. Durante meses previos a las primarias de julio 2021, prácticamente todas las encuestas pintaban un panorama claro: Daniel Jadue (Partido Comunista) y Joaquín Lavín (UDI) aparecían como favoritos en sus respectivas coaliciones. Sin ir más lejos, la semana anterior la mayoría de los sondeos auguraban esos triunfos. Pero “el día de la elección vimos cómo llegaban en segundo lugar y a larga distancia de los ganadores”, recuerda el analista Andrés Scherman en Ciper. Contra todo pronóstico demoscópico, Gabriel Boric y Sebastián Sichel terminaron imponiéndose cómodamente como candidatos presidenciales, dejando a Jadue y Lavín fuera de la carrera. El fracaso de las encuestas en anticipar ese resultado sacudió el debate en Chile sobre su precisión. ¿Qué pasó? Varias hipótesis surgieron: desde el escenario de voto voluntario (que dificulta proyectar quién irá a votar) hasta errores metodológicos de las encuestas telefónicas y online usadas extensamente en esa elección. Un factor clave fue la participación inesperada de votantes jóvenes –grupo difícil de contactar vía teléfono– que inclinó la balanza a última hora. También influyó la veda que prohíbe publicar encuestas 15 días antes de la votación, lo que impidió medir cambios bruscos en las últimas semanas. Sea como fuere, la lección de 2021 fue clara: incluso las encuestas más citadas “perdieron su brújula” y fueron sorprendidas por la realidad, alimentando la desconfianza pública.
Chile: plebiscitos constitucionales 2020 y 2022. Los procesos plebiscitarios también pusieron en aprietos a las encuestadoras. En el Plebiscito de Entrada de 2020, donde se preguntó si redactar una nueva Constitución, todas las encuestas acertaron en señalar el triunfo del Apruebo, pero subestimaron enormemente su magnitud. Estos grandes fallos fueron usados por críticos para justificar su escepticismo. Más reciente, en el Plebiscito de Salida de 2022 sobre el texto constitucional propuesto, ocurrió algo curioso: durante la campaña, muchos partidarios del Apruebo pusieron en duda las encuestas que mostraban al Rechazo arriba, insinuando que podían estar manipuladas o que había un “voto oculto” no detectado. Sin embargo, el 4 de septiembre el Rechazo triunfó, incluso por más de lo que la mayoría de encuestas había anticipado. En este caso los sondeos sí captaron la tendencia ganadora correctamente, aunque no supieron estimar la brecha final bajo el voto obligatorio. La masiva participación de casi 13 millones de chilenos –muchos nuevos votantes no medidos en encuestas previas– descolocó los porcentajes. Paradójicamente, las encuestas pasaron de ser tildadas de poco fiables a ser reivindicadas por algunos como “las únicas ganadoras de la noche” tras haber pronosticado el resultado. Con todo, la industria chilena de opinión pública quedó tocada: después de varios ciclos electorales con sorpresas, se abrió un proceso de autocrítica sobre métodos, muestras y comunicación de incertidumbres.
Estados Unidos: elecciones 2020. Tras el fiasco de 2016 –cuando casi ningún sondeo anticipó la victoria de Donald Trump– la reputación de las encuestas electorales norteamericanas estaba bajo la lupa. En 2020 muchas encuestas volvieron a pronosticar una cómoda victoria demócrata que no se materializó plenamente. A nivel nacional, los promedios mostraban a Joe Biden con 8 a 10 puntos de ventaja sobre Trump. Al final, Biden ganó por apenas 4.5 puntos el voto popular y por el mismo margen en estados clave como Pennsylvania, bastante por debajo de lo predicho. Analistas señalaron que se subestimó la participación republicana rural y de votantes “escondidos” de Trump, replicando un patrón de sesgo similar al de 2016. Pronósticos sofisticados como FiveThirtyEight o The Economist asignaban a Biden entre 53-54% del voto y más de 350 electores del Colegio Electoral – incluso vaticinaban que ganaría Florida con holgura– pero la realidad fue más estrecha: Biden obtuvo 51% y 306 electores, y perdió Florida. Estas discrepancias desataron una nueva ola de críticas a las encuestas en EEU, poniéndolas “nuevamente en el banquillo de los acusados”. Muchos votantes y periodistas se preguntaron si era hora de ignorar los sondeos pre-electorales. Estudios posteriores revelaron dificultades para contactar a ciertos perfiles de votantes trumpistas desconfiados de las instituciones, así como posibles “sesgos de no respuesta” agravados por la polarización política. En definitiva, aunque las encuestas de 2020 acertaron el ganador a diferencia de 2016, fallaron en el margen, reavivando el escepticismo. No es casual que hoy en EE.UU. proliferen métodos alternativos (panels online, big data, modelajes económicos) intentando complementar –o corregir– a las encuestas tradicionales telefónicas.
Argentina: PASO 2019 y elecciones recientes. La Argentina ofrece un caso paradigmático de encuestadoras bajo fuego. En las primarias presidenciales (PASO) de agosto 2019, ninguna encuestadora anticipó la paliza que se venía. La mayoría de los estudios pronosticaba un “escenario de paridad” entre el presidente Mauricio Macri y su rival Alberto Fernández, con diferencia de 2-5 puntos. Hablar de una brecha de 15 puntos “no era creíble” según esos sondeos. Pero cuando se abrieron las urnas, el resultado fue un batacazo mayúsculo: Fernández le sacó justamente 15 puntos de ventaja al macrismo, algo que ningún sondeo publicado vio venir. “No acertó nadie. Otra vez”, tituló irónicamente la prensa, resaltando el pifie generalizado de las encuestas argentinas. En los días siguientes, los encuestadores debieron dar explicaciones.
Dificultades metodológicas, muestras poco representativas y voto oculto fueron las razones que ellos mismos adujeron para justificar el error. Lucas Romero, director de Synopsis, admitió que todas las estimaciones estuvieron desviadas y que fue un “error típico de las metodologías no presenciales” (encuestas telefónicas/online), agravado porque fallaron en llegar a los sectores de bajos ingresos donde el voto castigo contra el gobierno fue abrumador. En otras palabras: los más pobres –clave en la victoria peronista– no estaban bien representados en las muestras telefónicas. “El voto bronca de los que peor la pasaban no lo vimos”, reconocieron. También se culpó a un posible voto vergonzante, es decir, encuestados macristas que declararon intención de voto menor a la real o indecisos que al final votaron masivamente contra el oficialismo. Desde entonces, las encuestas en Argentina enfrentan una crisis de credibilidad: cada elección reserva sorpresas (en 2021 varias encuestas fallaron en pronosticar resultados legislativos provinciales, y en 2023 la irrupción del outsider Javier Milei tomó a muchos por sorpresa en las PASO). La elección presidencial de 2023, de hecho, volvió a dejar en evidencia divergencias enormes entre distintas encuestas –algunas mostraban escenarios de balotaje completamente opuestos– alimentando la percepción de que “ya no se le puede creer a ninguna”. Tras los errores de 2019, medios como La Nación apuntaron que el desempeño de las encuestas electorales argentinas tocó “su punto más bajo desde la recuperación de la democracia”, y académicos locales investigan nuevas técnicas para mejorar la precisión. Pero la lección fundamental resonó fuerte: sin muestras robustas y metodologías transparentes, las encuestas telefónicas pueden fallar estrepitosamente, sobre todo en electorados volátiles y polarizados como el argentino.
Otros casos internacionales: Varios países han vivido su propia “crisis de las encuestas”. En Reino Unido, la inesperada votación del Brexit en 2016 (fuera del rango de 5 años, pero influyente) y elecciones posteriores llevaron a revisiones metodológicas, pues los sondeos subestimaron consistentemente el voto conservador. En Colombia, el plebiscito de paz de 2016 vio cómo prácticamente todas las encuestas pronosticaban una cómoda victoria del “Sí” al acuerdo, que finalmente perdió contra el “No” –un error que aún se analiza en términos de voto oculto y abstención no prevista. Más recientemente, en Brasil 2022, las encuestas subestimaron ligeramente la fuerza de Jair Bolsonaro: aunque daban vencedor a Lula da Silva (quien efectivamente ganó), la estrecha diferencia final sorprendió frente a pronósticos que sugerían una brecha mayor. Incluso en España, encuestas telefónicas tradicionales han enfrentado competencia de metodologías alternativas tras errores sonados en elecciones locales, lo que ha llevado a combinar llamadas con paneles en línea para afinar resultados. En resumen, la última mitad de década ha visto múltiples ejemplos donde la realidad electoral descolocó a los sondeos – y no siempre por casualidad, sino señalando fallas sistémicas en cómo se realizan o utilizan las encuestas.
En definitiva, las encuestas telefónicas sobre intención de voto han pasado de ser oráculos incuestionados a convertirse en material de lectura obligada con ojo crítico.Los problemas metodológicos –desde el sesgo de quién tiene teléfono y responde, hasta la dificultad para modelar un electorado cambiante– minan su fiabilidad. Al mismo tiempo, el uso inescrupuloso de encuestas como instrumentos de campaña erosiona su credibilidad y siembra dudas razonables sobre su imparcialidad. “Hay que ser muy cauto al momento de leer una encuesta”, aconseja Gil Recasens, “la forma en que se conduce tiene consecuencias en la calidad de los datos”.
Saber quién hizo la encuesta, con qué preguntas, con qué muestra y quién la financia resulta tan importante como el porcentaje que titula en rojo. Al final del día, las encuestas son una foto borrosa del momento, no una bola de cristal infalible. En palabras de un veterano analista chileno: “las encuestas ayudan poco a comprender fenómenos sociales muy complejos; no son la herramienta adecuada para explicarlo todo”. Por ello, ante la próxima andanada de sondeos telefónicos electorales, conviene tomar sus resultados con pinzas – o mejor dicho, con un sano escepticismo informado. Porque en democracia la última palabra la tienen las urnas, y esas –como se ha visto– aún guardan la capacidad de dejar mudas a las encuestas más habladoras.
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