La paradoja de la IA: ¿Estamos criando una generación que no sabe pensar?

Por Gonzalo de la Fuente Sanhueza, académico de la Escuela de Psicología, Universidad Adolfo Ibáñez.

Vivimos en una época en que las nuevas tecnologías han transformado radicalmente nuestra vida cotidiana. La inteligencia artificial (IA), por ejemplo, ha permitido avances impensados: desde la predicción de la estructura de las proteínas -un descubrimiento que abre puertas para nuevos tratamientos médicos- hasta soluciones que optimizan procesos industriales

Sin embargo, junto a esta promesa brillante, emerge una sombra.

Las generaciones que crecimos en un mundo con acceso limitado a pantallas nos acostumbramos a esperar, a buscar soluciones creativas y el compartir cara a cara era parte natural de la vida. . Hoy, en cambio, para quienes nacieron inmersos en la cultura digital, la tolerancia a la frustración, el aburrirse y, en el peor de los casos, el pensamiento profundo es algo impensado.

La inmediatez ha colonizado nuestro día a día: se buscan respuestas instantáneas, gratificaciones inmediatas y se delegan todas las tareas a dispositivos inteligentes. Mientras celebramos que la IA nos escriba un correo en segundos, olvidamos que detrás de esa comodidad se podría esconder una erosión de habilidades humanas básicas.

Estamos cultivando generaciones que lo quieren todo y lo quieren ahora, sin espacio para la reflexión ni la paciencia. En este contexto, pareciera ser que pensar se está transformando en un lujo reservado para unos pocos, aquellos que prefieren tomar un libro, por sobre el scroll infinito de las redes sociales.

La paradoja es que, fascinados por la tecnología, olvidamos las capacidades que nos permiten usarla de manera ética y consciente. El propio Foro Económico Mundial, que señala la «alfabetización digital» como crucial , enfatiza en la misma línea la importancia del «pensamiento crítico» y el «pensamiento analítico».

Ninguno de nosotros pensaría en usar un automóvil para ir a comprar al negocio de la esquina, pero con naturalidad recurrimos a un algoritmo para resolver tareas cognitivas simples. Esta práctica tiene sentido cuando buscamos liberar tiempo para actividades de mayor valor; el problema surge cuando se convierte en norma y empobrece el desarrollo de quienes aún están aprendiendo a pensar, crear y equivocarse.

Sería ingenuo pensar que el desarrollo tecnológico se detendrá. La innovación seguirá avanzando, con o sin regulaciones.

El verdadero desafío no es frenar la tecnología, sino integrarla de manera inteligente. Esto implica decidir activamente cuándo potenciar su uso -para optimizar procesos- y cuándo limitarlo, especialmente en los procesos educativos. Necesitamos definir «espacios de desconexión cognitiva» donde la paciencia y la reflexión sigan siendo la norma, para resguardar aquellas capacidades que nos permiten reflexionar críticamente sobre el mundo.

Porque si dejamos que la inteligencia artificial piense por nosotros en cada acto cotidiano, ¿qué quedará de nuestra capacidad reflexiva, de nuestra creatividad y de nuestro juicio crítico?.

Hasta cuánto estamos dispuestos a perder, dependerá del rol activo que asumamos en seguir desarrollando las capacidades primordiales, esas que nos conectan con aquello que es profundamente humano.

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El Periodista