Los colores de Van Gogh

Por Rodrigo Reyes Sangermani, periodista.

¿Qué se sabe de Francisco de Goya y Lucientes, de Rembrand?

¿La gente identifica un cuadro de Paul Klee de uno de Mondrian, distinguiría fácilmente un Velásquez de Murillo o Zurbarán?

¿La masa habrá escuchado alguna vez de Munch o Chagall?

Tal vez no, en cambio todos conocen a Van Gogh.

De Vincent van Gogh conocen sus cuadros por doquier, están reproducidos en estampas, postales, imanes para refrigerador, gigantografías publicitarias, fotografías que cuelgan en los escritorios y oficinas, afiches en ferias libres, cuadernos de fina impresión con cuadros en sus portadas, y con exagerada frecuencia, aparecen exposiciones de sus reproducciones, e incluso, instalaciones multimediales del pintor neerlandés/flamenco en salas de arte y museos, en centros comerciales que ven con buen ojo marquetero asociar sus productos y marcas al prestigio masivo del pintor norbrabanzón.

De él o de su obra se han hecho películas, su historia de vida, representaciones más o menos fieles de su estética: recuerdo por ejemplo, el hermoso capítulo de la película de Akira Kurosawa, “Sueños” de 1990, donde el mismísimo Martín Scorsese interpreta al pintor inserto en sus propios brochazos; o el filme de animación polaco de Dorota Kobiela, “Cartas de Van Gogh” de 2017. Especialmente viene a mi memoria la inmortal canción “Vincent”, donde el cantautor neoyorkino Don McLean musita nostálgico “Starry, starry night/ Paint your palette blue and gray/Look out on a summer’s day/With eyes that know the darkness in my soul”.

Van Gogh ha inspirado su nombre a grupos de pop como la inolvidable y fresca banda española que lideraba Amaia Montero, o a la interesante película de Julian Schnabel “En las Puertas de la Eternidad” con un versátil William Dafoe interpretando al pintor. Podríamos seguir.

Todos saben algo de su historia, una anécdota, quizás un mito: su hermano muerto al nacer, su otro hermano y mecenas Theo, su descalabro psiquiátrico, o algo acerca de la transición plástica desde un posimpresionismo salvaje hacia un oscuro expresionismo, que ayudó -a mi juicio- a dar pie a todos los movimientos plásticos del s. XX.

Van Gogh no cabe duda, es casi un personaje de culto, y las imágenes oníricas de nuestros propios desvaríos se mezclan con sus cuervos en los campos de trigo, en los melocotoneros en penumbras, en la iglesia sin puertas de Auvers-sur-Oise, en la silla con pipa, en la noche estrellada, en su cuarto como cayéndose del marco, en los girasoles en su macetero o en el viejo con pena; se funden en la terraza del café en los callejones de Arlés o de quizás dónde, en el puente de Langlois o en sus innumerables autorretratos que especulan acerca de los vaivenes de la vida misma, de la de él y de la de nosotros.

¿Pero dónde está esa pulsión que hace que Van Gogh sea probablemente por antonomasia el pintor por antonomasia?

¿Dónde está la clave que nos hace ver al pintor, a un artista que trasciende cualquier análisis estético?

Porque no es la calidad técnica de su propuesta ni siquiera los detalles de una existencia compleja, propia de serie de Netflix o novela de Corín Tellado; menos lo son sus aportes pictóricos a la pintura de la época, conceptos a los que por supuesto, la gente está lejana o es indiferente.

¿Por qué Van Gogh es el favorito de las masas, los medios y la cultura pop?

Por supuesto y sin duda alguna, la respuesta puede ser compleja; obedece a muchos factores, cada quien tendrá su opinión, y ninguna descartable, pero voy a arriesgar una y sólo una, que evidentemente no es excluyente de las otras; o aún más, puede que ni siquiera sea la principal, sólo una idea peregrina que se me viene a la mente, que me hace sentido y que creo que atraviesa su obra y su personalidad, y que sea eso lo que transmite al gran público esa cosa invisible, o al menos sólo quizás racionalmente invisible, para el análisis profano. Esa respuesta es el color.

El color.

El color, sólo el color. Ni siquiera los trazos furtivos y desordenados, no la composición figurativa de luces y sombras, no los bordes negros de las formas ni lo grotesco y sensible de sus toques de pincel, no la composición, sino el color; el brillo de los colores pasteles: los primarios amarillos, azules y rojos complementados por sus alteridades complementarias de verdes, violetas y anaranjados, salpicados a su vez, por las oscilaciones infinitas del arco iris incluso en la noche gris u opaca, o por las innumerables pequeñas manchas que sugieren brillos de humedad y rayos de sol, el viento silencioso que mece las distancias o una aves fantasmales que revolotean el espacio antes de la tormenta, las estrellas colgadas del firmamento o la luz de la mañana o la noche o la tarde.

No importa el mensaje ni el contenido, es sólo un arranque de expresión que se prodiga en colores para explotar frente a los ojos en una explosión de miradas como fuegos de artificio. Es como intentar salir de un encierro síquico, que, a pesar de la crueldad de la existencia, logra liberarse en la imaginación, transmitida y comunicada hasta hoy a través de la historia a todas las generaciones de personas que han desfilado frente a sus cuadros directamente en los salones desde donde cuelgan o en la infinita cantidad de estampas impresas en libros, enciclopedias y postales.

El color no es sino la expresión de la luz en sus distintas vibraciones, la luz desplegada en todo su esplendor, la luz matizada de la variedad y la inmensidad de la naturaleza. Es la luz natural, la que proviene del sol que nos determina vitalmente, aunque también la del interior, que pretende darnos fuerza cada día para caminar cualquier derrotero. Ahí está el secreto de Van Gogh: en el color; como la sal de la vida, la luz del sol expuesta a nuestros ojos como ladas de dimensiones eternas que han definido la presencia humana desde siempre y que nos impulsa a amanecer cada día para descubrir despiertos y conscientes, los esquivos misterios de la vida.

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El Periodista