No al silencio cómplice ante el genocidio

Por Marcelo Trivelli

El mundo observa con espanto la devastación en Gaza y, al mismo tiempo, con desconcierto el silencio de muchos gobiernos, líderes y ciudadanos. Callar frente a un genocidio no es neutralidad, es complicidad. La historia nos enseña que las atrocidades se repiten cuando las personas se paralizan por miedo o desidia. Estoy convencido de que levantar la voz no es solo un deber ético: es tomar partido por la dignidad humana y por la paz que alguna vez inspiraron los Acuerdos de Oslo.

El silencio nunca es neutro. Cuando callamos frente a una atrocidad, nos convertimos, consciente o inconscientemente, en cómplices. Y no hablo solo de las grandes tragedias. La indiferencia y el silencio también abren la puerta a abusos en la vida cotidiana. Es la práctica diaria de reconocer y denunciar esos abusos lo que impide que se llegue al nivel de atrocidades e injusticias que hoy vemos en el mundo. En Chile, lo sabemos bien: durante la conmemoración de los 40 años del Golpe de Estado, el entonces presidente Sebastián Piñera habló del “silencio cómplice” de miles de chilenos que, por miedo o conveniencia, callaron frente a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en dictadura. Ese silencio del pasado nos recuerda que callar nunca es inocuo: abre heridas que tardan décadas en sanar.

El horror del ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre de 2023, que segó vidas inocentes en Israel, no puede ser utilizado indefinidamente como excusa para arrasar con un pueblo entero. Condeno sin ambigüedades el terrorismo, pero me rebelo contra la idea de que se lo use como cheque en blanco para justificar un exterminio colectivo. Es inaceptable pensar que el Mossad y las Fuerzas de Defensa de Israel, consideradas entre las más eficientes del mundo, no supieran anticipar ni reaccionaran a tiempo frente a un ataque de tal magnitud.

Lo que más me duele es que el actual gobierno israelí traiciona no solo la esperanza de paz, sino también a su propia historia. Isaac Rabin, primer ministro asesinado en 1995 por un extremista israelí, firmó los Acuerdos de Oslo que abrían el camino a la convivencia de dos Estados. Ese horizonte fue clausurado por los sectores más duros de la política israelí, los mismos que hoy perpetúan la ocupación y alimentan el ciclo de violencia. Décadas antes, la primera ministra Golda Meir había afirmado: “Soy palestina, como todos los judíos que vinieron a esta tierra antes de la creación de Israel”. Palabras que buscaban tender puentes identitarios y que hoy contrastan con la negación absoluta de la identidad palestina promovida por el actual gobierno.

No puedo aceptar, además, la estrategia comunicacional del gobierno de Israel y de los grupos de presión sionistas, que buscan confundir y presentar cualquier crítica como antisemitismo. Esa manipulación pretende acallar voces. Pero antisemitismo no es lo mismo que antisionismo. Rechazar la política de exterminio en Gaza no significa odiar al pueblo judío. Por el contrario, significa honrar su propia memoria histórica, marcada por persecuciones y un Holocausto que nos obliga a decir “nunca más”.

El historiador israelí Amos Goldberg, profesor de Historia Judía Contemporánea y especialista en estudios del Holocausto en la Universidad Hebrea de Jerusalén, lo ha dicho sin rodeos: “Lo que está ocurriendo en Gaza es un genocidio, porque Gaza ya no existe” (Le Monde, 29 de octubre de 2024). La fuerza de sus palabras me interpela aún más porque provienen de un académico judío que ha dedicado su vida a estudiar el sufrimiento y la memoria de su propio pueblo. Si incluso voces judías, académicas y comprometidas con la memoria del Holocausto lo reconocen, ¿cómo podemos permitirnos callar?

Estoy convencido que alzar la voz no detendrá por sí sola la maquinaria bélica, ni los abusos, ni las injusticias, pero sí rompe el cerco de la impunidad y reafirma un principio básico: la dignidad humana es inviolable. Hablar, aunque sea incómodo o peligroso, es el primer paso para impedir que la historia y las conductas abusivas vuelvan a repetirse.

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El Periodista