COP30: no es la Tierra la que está en peligro, somos nosotros
Por Francisco Martorell, director de El Periodista y de EPTV
Hoy comenzó en Belém do Pará la COP30, la conferencia climática más importante del planeta, en un escenario simbólico y urgente: el corazón de la Amazonía. Allí, más de 50 mil personas —entre delegaciones oficiales, científicos, líderes sociales y jefes de Estado— intentarán, una vez más, ponerse de acuerdo sobre cómo evitar que la temperatura global siga subiendo. Es decir, cómo impedir que el planeta se vuelva inhabitable.
Treinta años después de la primera COP, celebrada en Alemania, el balance es tan evidente como preocupante: hemos avanzado mucho en diagnósticos, poco en acción. Las promesas abundan, los discursos se repiten, los compromisos se diluyen. Y mientras tanto, los incendios arrasan, los océanos hierven, los glaciares desaparecen y las sequías matan de hambre a millones.
El cambio climático ya no es una hipótesis científica: es un hecho visible, cotidiano, medible. Y sin embargo, todavía hay quienes lo niegan o lo relativizan. Esos negacionistas —sean políticos, empresarios o comunicadores— deberían quedar aislados del debate público como lo que son: una amenaza para la supervivencia colectiva. La discusión científica se terminó hace tiempo; lo que falta ahora es voluntad política y una transformación económica profunda.
Belém no es un lugar cualquiera. Es la puerta de entrada a la selva amazónica, ese ecosistema que regula el clima del planeta y que hoy agoniza entre la tala, la minería ilegal y el fuego. Reunir ahí a los líderes mundiales no es solo un gesto simbólico: es una advertencia.
La humanidad no tiene margen de error. El propio presidente de la COP30, André Lago, lo recordó: “Las COPs son un proceso que se perfecciona, pero también un reflejo del pensamiento económico y científico sobre el impacto del clima”. La ciencia lo dijo todo: hay que reducir drásticamente las emisiones y abandonar los combustibles fósiles ya. Cada año de demora será una condena para las próximas generaciones.
Por eso esta cumbre debe marcar un antes y un después. No se trata solo de financiar proyectos verdes o reciclar buenas intenciones. Se trata de cambiar la estructura misma del poder y la economía mundial, que sigue premiando la destrucción ambiental como si fuera desarrollo.
Las potencias que más contaminan —China, Estados Unidos, la Unión Europea— aún no cumplen sus propios compromisos. Se dan palmadas en la espalda en las cumbres mientras siguen subsidiando el petróleo, comprando carbón o destruyendo selvas ajenas para sostener sus industrias.
Y los países del sur, que pagan el precio más alto del desastre, apenas pueden adaptarse o exigir justicia climática. Sin embargo, son ellos los que ahora deben liderar. Brasil lo sabe: si la Amazonía cae, cae el planeta.
Por eso, esta COP30 debe ser la de los compromisos vinculantes, la del aislamiento de los negacionistas, la de la transparencia en los fondos y la de la acción real. No más promesas vacías ni declaraciones de buena voluntad. El tiempo se acabó.
El periodismo tiene también una tarea urgente: contar lo que está en juego sin relativismos ni eufemismos. No se trata de una “discusión ambiental” ni de un “tema técnico”. Se trata de vida o muerte.
La defensa del clima es la defensa de la verdad, y quienes manipulan o distorsionan este debate merecen el mismo escrutinio que los corruptos o los criminales. Porque en efecto, negar la emergencia climática es un crimen moral y político.
Belém será recordada como el punto de inflexión o como una nueva ocasión perdida. Las generaciones futuras no juzgarán los discursos, sino las decisiones.
Si esta COP30 fracasa, no habrá otra década para corregir el rumbo. El planeta ya se está cobrando la factura, y no acepta prórrogas.
El mundo debe entenderlo, sin matices ni excusas: no es la Tierra la que está en peligro, somos nosotros.
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