
Cuando la humanidad se extravía: los “safaris humanos” de Sarajevo y la banalidad de la crueldad
Por Francisco Martorell, periodista
Hay noticias que hieren, que rompen algo en la confianza básica que depositamos en la condición humana. Hay hechos que, al ser revelados, nos obligan a preguntarnos —con genuino espanto— cómo es posible que personas comunes, con trabajos, familias y vidas aparentemente “respetables”, sean capaces de llevar la crueldad a niveles que rozan lo inimaginable.
La investigación abierta por la Fiscalía de Milán sobre los llamados “safaris humanos” en Sarajevo es uno de esos casos. Una denuncia del escritor y periodista Ezio Gavazzeni apunta a que italianos fanáticos de las armas y vinculados a la ultraderecha habrían pagado entre 80.000 y 100.000 euros para viajar a la Bosnia sitiada en los años noventa y disparar a personas como si se tratara de un macabro juego. Por matar niños, incluso, se pagaba más.
Para el lector chileno, tal vez distante en tiempo y geografía del horror de los Balcanes, conviene recordar el escenario: Sarajevo, entre 1992 y 1996, fue una ciudad convertida en una trampa mortal. Más de 11.000 civiles fueron asesinados por francotiradores desde las colinas. Cruzar una calle podía ser una sentencia de muerte. A esta tragedia, ya de por sí insoportable, se suma ahora la sospecha de que turistas armados llegaban desde Italia para “experimentar” la guerra desde la mira telescópica, convertidos en asesinos de fin de semana.
La investigación en Italia involucra a empresarios, profesionales y ciudadanos “corrientes” que, seducidos por una ideología extrema y una fascinación enfermiza por las armas, viajaban a Belgrado, eran transportados hacia la línea de fuego y, asesorados por milicias serbobosnias, disparaban contra civiles indefensos. El relato es tan perturbador que uno quisiera creer que es una ficción oscura, pero no lo es.
¿Cómo llega un ser humano a ese punto?
¿Cómo se cruza la frontera que separa la violencia estructural del sadismo voluntario?
¿En qué momento se deja de ver al otro como un igual para convertirlo en un blanco?
Estas preguntas no tienen respuestas fáciles. Pero sí nos recuerdan algo fundamental: el extremismo —especialmente el de ultraderecha, que históricamente ha exaltado la violencia como virtud— no crece en el vacío. Se alimenta del odio, de la deshumanización, del sentimiento de impunidad. Y cuando esas ideas se combinan con dinero, armas y un contexto bélico sin control, la mezcla puede derivar en atrocidades tan brutales como las investigadas hoy en Italia.
Para Bosnia, país aún fracturado por la guerra, esta revelación es otra herida que se abre. Para Europa, un recordatorio de que su propia casa aún guarda sombras. Para Chile —que también conoce de violencia, de excesos y de horrores cometidos bajo discursos de “orden” y “patriotismo”—, es una alerta sobre cómo el fanatismo puede tomar formas que creíamos enterradas.
Porque cuando se pierde la razón en un contexto dado, cuando la ideología sustituye la empatía, cuando el otro deja de ser una persona y se transforma en un objetivo, ya no hay excusas posibles.
Ni entonces ni ahora.
Y mucho menos años después, cuando algunos pretenden pedir clemencia, minimizar responsabilidades o blanquear el pasado. Los crímenes cometidos —en Sarajevo, en los Balcanes, en cualquier rincón donde la barbarie se disfrazó de causa— no prescriben en la memoria de las víctimas ni en la conciencia de las sociedades.
De eso se trata finalmente: de no mirar hacia otro lado, de no olvidar, de no permitir que la crueldad se normalice ni que se reescriba la historia para acomodarla.
Porque la humanidad solo se sostiene mientras no dejemos de indignarnos frente a hechos como este.
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