Defensores de la Naturaleza: entre la protección y el privilegio

Por Simón Pinto F., abogado Libertad y Desarrollo.

La Cámara de Diputados, en una jornada marcada por discursos radicalizados —de esos que evocan los ecos de octubre de 2019 y de la fallida Convención Constitucional—, aprobó un proyecto de ley que otorga un marco especial de protección a los llamados “defensores ambientales”: personas, grupos u organizaciones que promuevan los derechos de la naturaleza y los derechos ambientales.

Nadie podría oponerse a que el ejercicio de la libertad de expresión o de asociación se realice en condiciones de seguridad. Y frente a casos graves de violencia o amenazas, el Estado debe desplegar sus máximos esfuerzos para investigar con rigor y sancionar sin excepción. Pero la respuesta no puede ser —como lo hace esta propuesta respaldada por el Gobierno— crear en grupo privilegiado de ciudadanos con prerrogativas que el resto no tiene, en evidente tensión con el principio de igualdad ante la ley.

El texto parte de una definición tan amplia que cualquier persona podría autoproclamarse “defensora de la naturaleza” y acogerse al estatuto. No se exige vínculo territorial, trayectoria, ni siquiera permanencia en la actividad. Basta la autodefinición para acceder a un régimen especial de derechos. Además de impreciso, ello vulnera el principio de generalidad de las normas, fundamento de toda justicia que aspira a aplicar a todos por igual. Este es el corazón del problema: la creación de una nueva categoría de ciudadanos. El proyecto otorga a los defensores un acceso preferente a la justicia, con asesoría legal y representación garantizada, e incluso invierte la carga de la prueba en su favor. En caso de denuncia, será el acusado quien deba demostrar su inocencia. Se trata de un cambio estructural en la lógica del debido proceso, que rompe con la presunción de inocencia y abre un flanco delicado en el sistema penal.

A ello se suman problemas conceptuales. El proyecto reconoce un supuesto “derecho a ejercer la defensa ambiental en entornos seguros y libres de violencia”, entendiendo por tal aquel en que no existan amenazas, restricciones o perturbaciones. El ideal suena loable, pero la fórmula es inalcanzable: en el debate ambiental, las discrepancias y los conflictos de intereses son inherentes. Convertir toda crítica o resistencia en una forma de amenaza supone desconocer la naturaleza plural y deliberativa de la democracia.

La propuesta propone un catálogo extenso de principios orientadores -precautorio, progresividad, no regresión, equidad intergeneracional, entre otros— que tampoco contribuye a la certeza. Ninguno se define, ni se establece cómo aplicarlos o jerarquizarlos. Peor aún, algunos, como el principio precautorio, podrían implicar la suspensión de proyectos o actividades económicas ante riesgos no demostrados. El resultado sería un sistema más incierto, menos gobernable y con incentivos opuestos al desarrollo sostenible.

Finalmente, se agregan agravantes penales de aplicación incierta. Cometer un delito “contra quien ejerza acciones de defensa ambiental” podría aumentar la pena, sin necesidad de probar relación entre el delito y la actividad de defensa. Con ello, la condición de la víctima —y no la naturaleza del hecho— se vuelve determinante. El principio de culpabilidad se difumina, y la proporcionalidad de las sanciones se desdibuja.

Bajo la apariencia de una causa justa, la iniciativa termina generando un estatuto de privilegios y expectativas imposibles de cumplir. En vez de reforzar la protección universal de los derechos, la fragmenta; en lugar de fortalecer la institucionalidad ambiental, la tensiona. Lo que el país necesita no son nuevas categorías de ciudadanos, sino un Estado que asegure a todos un entorno seguro y reglas iguales.

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El Periodista