Gobernar con memes

Por Marcelo Trivelli.

Avanzamos a pasos agigantados hacia una sociedad postalfabeta. No porque no sepamos leer, sino porque ya no leemos. La educación y la vida cotidiana abandonaron la lectura profunda; las redes nos entrenaron en el impacto inmediato y la política descubrió que un meme puede más que un argumento. En vez de interpretar, reaccionamos. En vez de analizar, compartimos. En vez de pensar, replicamos.

Las plataformas digitales moldean una inteligencia convergente: un pensamiento que busca la respuesta más rápida, viral y emocional. El pensamiento crítico —explorar alternativas, dudar, matizar— queda como un lujo de una minoría educada en inteligencia divergente. La mayoría navega entre memes, eslóganes y videos de pocos segundos.

La política lo entendió mejor que nadie. Hoy se gobierna con memes: discursos reducidos a frases diseñadas para ser compartidas, no comprendidas. El mensaje no busca convencer, sino provocar. La política digital no necesita ciudadanía, sino seguidores; no requiere deliberación, sino reacción. Los algoritmos premian la indignación y castigan la complejidad, y así la división entre “nosotros” y “los otros” se vuelve rentable: simplifica, enciende, fideliza.

El resultado es devastador: una conversación pública cada vez más fragmentada y emocionalmente manipulable. Lo importante ya no es qué se dice, sino cuántos “me gusta” genera. La verdad cede ante la eficacia del estímulo. La complejidad desaparece y con ella el diálogo.

Byung-Chul Han advirtió la “hipercomunicación” como saturación que destruye la reflexión. Todo debe ser inmediato, visible, breve. La lentitud del pensamiento se percibe como debilidad. En ese contexto, leer —ese ejercicio de paciencia, atención y empatía— se vuelve un acto contracultural.

La escuela, que debería ser refugio del pensar, también ha cedido terreno. El sistema se estanca: se mide la calidad por rendimientos estandarizados y se entrena para contestar, no para preguntar. Se enseña a encontrar la respuesta correcta, no a sostener una discusión informada. Así formamos generaciones que se mueven en la superficie del conocimiento, sin tiempo ni herramientas para bucear en su profundidad.

El riesgo no es solo cultural, es político. Una sociedad que no lee ni interpreta, que reacciona con emoticonos, es terreno fértil para líderes que gobiernan por estímulo. Quien controla el flujo emocional controla la agenda. El debate público se vuelve espectáculo; el ciudadano, audiencia cautiva. En ese clima florecen la corrupción, las arbitrariedades y, finalmente, la pérdida de libertad, con el agravante de que muchos creerán estar eligiendo libremente lo que el algoritmo eligió por ellos.

Pensar —y pensar críticamente— debe volver al centro del proyecto de sociedad. No es una nostalgia humanista, es infraestructura democrática. Recuperar la lectura larga, el ensayo, el debate argumentado y la escritura lenta no es un capricho: es la base para resistir la economía del clic y desmontar la política del meme.

Porque un país que deja de pensar deja de ser libre y queda expuesto a un orden sin contrapesos, controlado por un autócrata, donde la emoción manda y la razón llega tarde.

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El Periodista