
Guillermo del Toro y su «Frankenstein»: una criatura hermosa, pero con el cerebro en modo avión
Frankenstein versión Del Toro es un banquete visual con filosofía de menú infantil. Una película hermosísima, impecable, de una sensibilidad plástica que mete miedo… pero que se aleja tanto de la novela que es casi otra cosa.
Por Miguel Reyes Almarza*
★★★☆☆ (3 sobre 5)
Hay directores que filman con las manos, otros con el instinto y unos pocos —muy pocos— con una mezcla de delirio artesanal y sensibilidad de anticuario. Guillermo del Toro pertenece a esa especie en extinción. Por eso mismo, duele admitir que su Frankenstein (2025) es un animal extraño: un prodigio visual con alma prestada, un homenaje que se enamora tanto del espejo que termina olvidando lo que refleja.
Del Toro toma la novela de Mary Shelley —ese manifiesto juvenil contra la soberbia científica— y decide pasarla por su multiprocesador gótico: luces oblicuas, texturas húmedas, actores que parecen estar a punto de deshacerse y una criatura que, por supuesto, llora más que piensa. Y aquí está el primer problema: el libro es una discusión filosófica, no una terapia grupal.
Cuando Del Toro filosofa… y Shelley se revuelca en su tumba
La novela de Shelley es clara: Viktor Frankenstein es un irresponsable ilustrado, un científico que juega a ser Dios y luego huye como adolescente sorprendido en falta. La criatura, por su parte, no es una víctima pura, sino un espejo del fracaso ético de su creador. Del Toro, en cambio, suaviza todo. Viktor pasa de ser un Prometeo torpe a un hombre sensible con problemas emocionales —una reinterpretación tan doméstica que uno espera verlo pidiendo hora al psicólogo del pueblo.
Y la Criatura… ah, la Criatura. Qué manera de llorar. Qué manera de sufrir. Qué manera de convertir un conflicto moral complejo en un llanto interminable con iluminación dramática. La secuencia de su “aprendizaje” con la familia De Lacey, en la novela un proceso casi antropológico, aquí queda reducida a postales bonitas: un montaje sentimental donde el monstruo observa, se emociona, comprende poco y resuelve menos, muy al estilo de BOB, la criatura anfibia en “La forma del Agua” (2017). Filosóficamente, un derrumbe. Shelley crea un diálogo sobre responsabilidad; Del Toro crea un melodrama precioso… y vacío.
Si Shelley advertía sobre los peligros de crear vida sin asumir consecuencias, Del Toro vuelve a su mantra favorito: la sociedad es el verdadero monstruo. Sí, Guillermo, ya lo sabemos. Pero en Frankenstein, justamente, no lo es. El monstruo nace del abandono, no de la maldad del mundo. Acá la crítica se diluye en una sopa emocional donde todos son buenos, todos sufren, todos merecen un abrazo y nadie —nadie— piensa demasiado.

Pero en lo visual… ¡Dios santo, qué belleza!
Ahora, justicia poética: si la filosofía del filme quedó en pañales, la cinematografía es una obra maestra. Dan Laustsen vuelve a demostrar que es el único director de fotografía capaz de convertir una habitación polvorienta en una catedral emocional.
Los planos exteriores en los Alpes parecen sacados de una pintura romántica que decidió moverse: montañas que respiran, lagos que juzgan, neblinas que no están ahí para adornar, sino para narrar. Hay un momento —la Criatura frente a un lago helado— donde la cámara avanza con una delicadeza casi clínica. Es poesía visual sin pedir permiso.
Los interiores, en cambio, son puro Del Toro desatado: laboratorios que parecen intestinos mecánicos, mansiones que crujen, aunque nadie se mueva y una paleta de colores que dice más que los diálogos. El laboratorio de Viktor, con esas ráfagas de azul eléctrico mezcladas con ámbar tibio, explica mejor el acto de crear vida que toda la exposición filosófica que la película evita.
Y sobre el color, hay que decirlo: Del Toro abandona sus comodidades y arriesga. Ya no se casa únicamente con su rojo-verde tradicional; acá experimenta con tonos mortecinos que de pronto se incendian. La muerte de Elizabeth, bañada en un verde enfermizo, es un golpe visual que convierte lo grotesco en sublime, en mágico si es posible decirlo. Técnicamente, es una película redonda.
Veredicto: un monumento precioso a una idea mal leída
Frankenstein versión Del Toro es un banquete visual con filosofía de menú infantil. Una película hermosísima, impecable, de una sensibilidad plástica que mete miedo… pero que se aleja tanto de la novela que es casi otra cosa.
Del Toro logra esculpir un cuerpo perfecto, sí. Pero Shelley creó un alma atormentada, no un objeto de contemplación. En la película, la Criatura vive, llora, deambula… pero no piensa. Y en Frankenstein, que la criatura piense lo cambia todo.
Conclusión: una cinta para ver dos veces —una por la vista, otra para perdonarle el resto. Un deleite estético. Una filosofía mutilada.
Del Toro reanima el cuerpo. Shelley, en cambio, había encendido la conciencia. Y esa, queridos lectores, es la diferencia crucial entre un monstruo… y un hombre.
Disponible en Netflix.
*Periodista e investigador en pensamiento crítico.
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