
Por Rodrigo Reyes Sangermani, periodista
Con los datos disponibles, son pocas las dudas que existen respecto de las elecciones presidenciales. Claro, siempre y cuando los datos no fallen y las encuestas no se equivoquen.
Todo indica que la candidata del oficialismo pasará al repechaje con la primera mayoría: las encuestas estiman que obtendrá entre un 25% y un 36% de preferencias. Los más optimistas creen que llegará al 40%, y los más recalcitrantes que incluso podría ganar en primera vuelta. Pero no: no hay posibilidades.
El segundo lugar, al parecer, estaría reservado a José Antonio Kast —sí, a pesar del aumento de la aprobación a Kaiser con su discurso sin remilgos— y eso gracias a la caída de Evelyn Matthei, quien, más allá de los apoyos transversales de la derecha y de un cierto sector de la antigua Concertación, no está logrando seducir a la ciudadanía. Del resto no sé si valga la pena analizar mucho: candidaturas inspiradas por proyectos personales, egos desproporcionados o relatos esquizofrénicos, la mayoría de las veces fallidos, incluso más que lo que ya la política tradicional, desgraciadamente, nos tiene acostumbrados.
Un Enríquez-Ominami autorreferente; un Artés salido de una novela costumbrista; un Mayne-Nicholls como epítome del político “bueno, pero desabrido”, falto de ideas y de fuerza; y, en fin, quizás un Parisi que, si bien no tiene un discurso con sustento, logra enganchar con un sector de la población huérfana de liderazgos. Parisi, sin embargo, podría ser más competitivo que los anteriores: quizás hasta podría resultar quinto, e incluso dar la sorpresa de arrebatarle el cuarto lugar al cuarto de las encuestas.
La genuina independencia
La duda respecto de los porcentajes de esta primera vuelta es lo que determinará el escenario de la segunda. Una buena votación de Jeannette Jara le permitiría entusiasmar a su sector, insuflarle una nueva energía que pudiera mejorar su resultado, aunque —a mi juicio— lejos aún de acercarse al triunfo. Ya sea porque los números no dan o por el ambiente político que se respira en el aire, que va mucho más allá de un supuesto anticomunismo del contexto de campaña, como majaderamente instalan Carmona o Figueroa cuando de criticar a su sector se trata. En cambio, una votación por debajo del 30% aniquilaría cualquier pretensión para el oficialismo. Aunque todo puede ser.
En la derecha (¿cuál es la derecha?), la cosa se ve bien aspectada para la segunda vuelta. Todo indica —la lógica y el sentido común— que una vez más, como viene ocurriendo desde el primer triunfo de Piñera, tendremos una elección cuyo péndulo se mueva hacia el lado opuesto del gobierno saliente. Y los despistados de siempre creerán que el pueblo optó por su sector porque abraza genuinamente las ideas que —según ellos— este sector desplegó con destreza y convicción.
Sin embargo, al revés de lo ocurrido con el triunfo de Boric —extraordinario e inesperado, que más bien fue un veto a Kast, pues en ese momento la ciudadanía no estaba dispuesta a aceptar una derecha dura como la que él representaba— hoy pareciera ser más aceptable asumir el riesgo de tener un presidente como el republicano.
Algunos dirán que un gobierno de Kast no será como el de Milei, Trump ni Bolsonaro, que la política chilena es distinta, con otra historia y otra tradición. Está por verse. Otros, sin embargo, creerán que un gobierno ultraderechista y ultraconservador sí constituiría un peligro para la estabilidad política y para los avances sociales que ha tenido el país los últimos 35 años, aunque a algunos les cueste reconocerlo. Se explica al ver cómo Kast, en las etapas finales de campaña, ha dejado ese discurso odioso para presentarse como más moderado, más lejano —al menos en apariencia— al candidato que fue en el balotaje presidencial de 2021.
Boric ganó, en parte, porque sus ideas eran más moderadas que las de su propio sector (por ejemplo, un sector que se opuso en principio a la salida institucional tras la crisis del estallido social), pero sobre todo por el temor que generaba a vastos sectores de centro y centroizquierda —concertacionistas históricos— la idea de elegir a Kast como presidente.
Hoy ese miedo parece diluirse.
Por eso Matthei aparece como una candidata de centro, moderada; una alternativa validada para aquellos demócratas que gozaron del poder y de los privilegios justamente en el bando contrario a esta derecha que hoy respaldan.
A pesar de los guiños y esfuerzos, sin embargo, la exalcaldesa sigue siendo de derecha: no sólo parte de esa derecha republicana que reconoce en los gobiernos concertacionistas los mejores años de nuestra historia reciente, y que pretendió alejarse de la impronta autoritaria a fines de los 90, sino también de esa derecha que, sin hacer un mea culpa serio y creíble respecto de los horrores de la dictadura, mostró durante las últimas décadas un comportamiento zigzagueante.
La misma que reconoce haber votado “Sí” “aunque sabía que ganaría el No”; que defendió los fueros del dictador en democracia; que recibió a Pinochet en Pudahuel tras su detención en Londres como se recibe a un abuelito bueno y querido; o que ha sido militante del partido de Jaime Guzmán, nostálgico heredero del falangismo corporativista ultraconservador que dio sustento al franquismo.
Y ante el descalabro de un sector importante de la izquierda, que eligió irse aún más a la izquierda, aparece ella —la Matthei— como la alternativa frente a la irrupción de una derecha aún más recalcitrante y populista.
El centro político y la socialdemocracia, el progresismo liberal, el sentido común de la política de Europa Occidental representado en Chile —con mejores o peores resultados— en los gobiernos concertacionistas, fue aniquilado por el mismo populismo que vemos en la derecha, pero esta vez desde una izquierda trasnochada, encandilada por falsas utopías.
La dura derrota en el primer proceso constitucional podría haber sido una advertencia. Pero para muchos de ellos, no lo fue.
La autocrítica
Si bien algunos han comprendido a fondo los recovecos nerviosos del proceso político del último lustro, otros continúan con un discurso refundacional que, en el fondo y en la praxis, es inconducente a mejoras reales en la calidad de nuestra política. Mejoras que podrían ser la consolidación de nuestras instituciones democráticas y la mejora sustantiva del bienestar ciudadano, asociado sin duda a indicadores de empleo y crecimiento, pero también a una expectativa creciente por estándares superiores de salud, vivienda y educación, más alineados con los logros macroeconómicos de nuestra historia reciente.
Por eso es explicable que hoy aparezca la derecha con la mejor opción de ser gobierno, aunque no sea ésta la responsable directa del desarrollo nacional de las últimas décadas. Y no se trata de una derecha cualquiera: no es aquella centro-derecha de fines de los noventa que intentó genuinamente despegarse de la tradición autoritaria y conservadora de la dictadura, sino una derecha populista que vemos emerger en distintos rincones del planeta, como respuesta a la incapacidad demostrada por la propia democracia para satisfacer de forma oportuna y eficaz las necesidades ciudadanas en tiempos en que las expectativas crecen al mismo ritmo que el acelerado flujo informativo de las redes sociales.
No debería haber sorpresa: si bien Kast fluctúa en las encuestas con un poco más de la mitad de los votos de Jara, la segunda vuelta le aseguraría el primer lugar si se suman los votos de las tres candidaturas de derecha, descontando la sorpresa que sería que, a última hora, fuera Kaiser quien pasara al balotaje.
La gran duda que surge entonces es: ¿qué harán esos electores desesperanzados de la moderación concertacionista —amarillos, demócratas, pepedeístas esquivos, radicales, socialdemócratas desencantados del Frente Amplio— que se han ido inclinando hacia el centro más por pragmatismo electoral que por convicción ideológica?
¿Qué harán esos votantes que no son de derecha —o que no lo han sido tradicionalmente— pero que votan por Matthei, si el balotaje es con Kast o, sobre todo, con Kaiser?
¿Cuántos de esos votos provienen realmente de los sectores de la vieja Concertación?
Más allá de las listas publicadas en la prensa, ¿cuántos no serán capaces de votar por Kast o Kaiser?
La pregunta es legítima, aunque quizás inútil: si en primera vuelta rechazaron a Jara por lo que ella representa —tesis que sostengo sólo si es cierto que la gente prefiere vetar antes que votar—, no serían muchos los que en segunda vuelta prefirieran ahora sí votar por Jara para evitar el triunfo de cualquiera de los candidatos de apellido alemán.
Ese grupo será insignificante: qué sé yo, quizás sólo un escuálido 10% a 20% de ese electorado, que preferirá a la todavía militante comunista, aunque represente a un amplio sector de la centroizquierda e izquierda, ante la amenaza de Kast o Kaiser ¿Mucho? Otros, con coherencia, votarán en blanco.
Sin duda, salvo que Jara despliegue un discurso muy integrador, haga los mea culpas necesarios —y creíbles— y, por supuesto, renuncie a su partido, no tanto por la ideología que éste detente, sino por las señales simbólicas, demostrables, de autonomía respecto de un partido que se jacta de su disciplina y coherencia.
Disciplina y coherencia que incluso los hace sonrojar cuando algunos de sus cuadros más renovados deben fijar posiciones matizadas respecto de la opinión de la jerarquía.
Pero tampoco sería muy creíble que la candidata oficialista dijera que, si es electa, congelaría o renunciaría a su militancia. Sería una promesa desajustada en el tiempo, ya que, si iba a ser la candidata de un amplio espectro político, ese acto debió hacerlo una vez ganada la primaria de su sector. Aun así, habría generado reparos.
Me temo que muchos votos de los perdedores de la primera vuelta —sobre todo, a la izquierda del espectro— no serán muy útiles para el 14 de diciembre. Por el lado de Enríquez-Ominami y Artés, Jara quizás podría sumar los del primero, pero serían muy pocos: no inclinarían ninguna balanza. Los de Artés, aún más escasos, son votos tan duros que no sirven a nadie.
Los de Mayne-Nicholls irán a Jara, seguro: un voto tranquilo y amable, pero sin peso real en el balance final.
Si sumamos indecisos, vueltas de chaqueta de última hora, voto desencuestado y silencioso, Jeanette Jara no sacará más del 20% adicional de su votación de este domingo. Es decir, si obtiene un 37% —lo que sería muy bueno—, en segunda vuelta sacará, a lo más, un 42% o 43%. Ese es su techo, siempre y cuando en la papeleta de segunda vuelta esté un candidato como Kast. O, mejor para los intereses oficialistas, Johannes Kaiser.
Nuevos tiempos
Vienen tiempos difíciles. Algunos intentarán salir a la calle para promover nuevas manifestaciones y revueltas ciudadanas, justificando el derecho a la rebeldía cuando la “democracia burguesa” no responde a los intereses del pueblo. Eso, en un extremo. Otros llamarán al diálogo y la sensatez.
Mientras tanto, un eventual gobierno de Kast tendrá dificultades objetivas —y subjetivas— para cumplir sus promesas en un marco de institucionalidad democrática, tanto las aparentemente buenas como también las malas, incluso aunque tenga mayorías relativas en el parlamento. Todo esto frente a una ciudadanía que, al poco tiempo, sin duda, dará la espalda a su gestión.
Por mi parte, hace mucho tiempo que perdí el encanto por la política bien hecha. Desaparecieron mis entusiasmos por las épicas de algunos candidatos inspirados por el fragor de las ideas y de los programas. Hoy la política deambula entre el eslogan, el lugar común, la promesa vana y la conquista de privilegios; aquello que tanto se criticó de la “política tradicional”, de los años de la transición, se tornó para muchos en un fatídico maleficio: un asqueroso escupitajo arrojado al cielo. Los mismos viejos vicios, las mismas corruptelas, las mismas trampas miserables y millonarias; los mismos personajes sonrientes en afiches prometiendo reducir listas de espera, construir no sé cuántas miles de viviendas, aumentar la dotación de carabineros para terminar con la delincuencia, terminar con la puerta giratoria, eliminar la UF, crecer no sé cuánto por ciento, volver a ser el país que nunca fue.
En fin, un largo etcétera de promesas, como por ejemplo —lo dijeron por ahí— la voluntad de repartir a domicilio medicinas gratuitas a los adultos mayores a diestra y siniestra, como si la política real fuera un compendio de frases hechas lanzadas al voleo como brillosos anzuelos para captar pescados ávidos de divinidades y certezas; como pastores llevando a sus mansas, pobres y estúpidas ovejas a pastar a los potreros de sus propios fundos.
Este domingo nos enfrentamos a una nueva elección. Todo indica que no habrá sorpresas, y que, cualquiera sea el resultado, nos enfrentaremos a una elección donde todo lo que podría estar en juego finalmente no sea sino un conjunto de ilusiones vacías de modelos de país subastados al mejor postor.
Ya no hay razones ni ideas: no sirven las evidencias sociales, económicas ni culturales; tampoco la historia, ni lejana ni reciente; sólo un pequeño destello de utopía, anclado indeleble en el opaco metal de nuestra conciencia intrépida, que anhela un mundo mejor, pero a partir de mentes esclarecidas y no de marionetas útiles del fanatismo y del ensimismamiento. Marionetas que brillan momentáneamente para encandilar a los desprevenidos incapaces de levantar sus propias verdades.
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