Cuando las cifras incomodan al relato

Si las decisiones se toman mirando relatos y burbujas en vez de datos sólidos, terminamos diseñando malas reformas y priorizando lo que más ruido hace, no lo que más impacto tiene en la vida de las personas.

Por Felipe Salce Díaz, M.A. in Economics

En los últimos meses, Chile empezó a mostrar algo incómodo para más de alguien: la realidad dejó de calzar con el libreto del desastre permanente. El número de personas con empleo ha crecido de forma constante, las remuneraciones reales llevan más de 32 meses al alza, la inflación cayó más rápido de lo esperado, la actividad y la inversión sorprendieron positivamente y el mercado inmobiliario muestra señales de reactivación y las tasas de interés más bajas en casi cuatro años. No es el fin de nuestros problemas, pero sí un escenario bastante más favorable que el de hace un par de años. Para quienes han hecho carrera a punta de decir que “Chile se cae a pedazos”, que las cosas mejoren no es una buena noticia: es casi una provocación que les arruina el guion.

Ahí ya no hablamos de escepticismo razonable, sino de algo más profundo: un rechazo sistemático a cualquier dato que contradiga el relato de que “todo está peor que nunca”, afirmación que ningún economista serio ha respaldado. El sesgo de confirmación hace el resto: buscamos y creemos solo lo que nos da la razón y descartamos lo demás, aunque venga del INE, del Banco Central o de organismos internacionales. Las redes sociales amplifican este mecanismo hasta el absurdo: los algoritmos premian lo que indigna, no lo que informa; las fake news y pantallazos sin fuente clara viajan mucho más rápido que cualquier boletín estadístico.

Chile está entrando en una etapa curiosa: varios indicadores mejoran, mientras persisten problemas serios en ingresos, pensiones, productividad y seguridad. Justamente por eso, el juego de negar o exagerar cifras según convenga no es solo un vicio del debate, es un problema de política pública. Si las decisiones se toman mirando relatos y burbujas en vez de datos sólidos, terminamos diseñando malas reformas y priorizando lo que más ruido hace, no lo que más impacto tiene en la vida de las personas. La política se vuelve rehén del titular fácil, mientras las discusiones importantes —cómo mejorar la productividad, cómo financiar un mejor Estado, cómo repartir mejor los riesgos— quedan en segundo plano porque no venden tanto como el eslogan catastrofista.

 

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El Periodista