
La crueldad como herramienta política
El mensaje de un candidato presidencial dirigido a los migrantes irregulares —“Se van voluntariamente o los vamos a echar”, acompañado de un conteo regresivo hacia una eventual presidencia— es un ejemplo nítido. No busca resolver la crisis migratoria; busca producir miedo.
Por Marcelo Trivelli
La crueldad comienza a ser validada por ciertos liderazgos políticos y es bien recibida por sectores de la ciudadanía que encuentran en ella una forma de orden emocional. Lo que antes habría sido inaceptable hoy se celebra, se comparte, se viraliza. La crueldad se ha convertido en una herramienta política.
El mensaje de un candidato presidencial dirigido a los migrantes irregulares —“Se van voluntariamente o los vamos a echar”, acompañado de un conteo regresivo hacia una eventual presidencia— es un ejemplo nítido. No busca resolver la crisis migratoria; busca producir miedo. Y ese miedo recae sobre personas concretas: familias que huyeron de la violencia, trabajadores que lo dejaron todo, niños que llegaron sin entender fronteras ni trámites. Al mismo tiempo, aspira a obtener apoyo entre quienes buscan un culpable para sus propios miedos, frustraciones y carencias.
La crueldad funciona porque convierte a un grupo vulnerable en el depositario del enojo social. Construye una narrativa que ofrece un alivio emocional inmediato: identificar culpables y castigarlos. En materia de seguridad, esa lógica se vuelve aún más peligrosa. Mientras más punitiva la propuesta, mayor la adhesión. Mientras más humillante la promesa, más sensación de control. La justicia es reemplazada por la venganza, y la política se reduce a fabricar y administrar resentimientos.
Así, una parte de la sociedad comienza a sentirse moralmente autorizada para exigir sufrimiento ajeno como forma de reparación simbólica. Muchos aplauden la amenaza de expulsión sin preguntarse por su efectividad ni por su legitimidad. La crueldad se transforma en identidad compartida: un “nosotros” que se afirma castigando a los “otros”. Ese es siempre el primer síntoma del deterioro de la convivencia democrática.
Defiendo sin ambigüedades el Estado de Derecho: fronteras reguladas, procedimientos claros y políticas migratorias coherentes. Pero otra cosa es utilizar la política como arma para generar miedo. Hoy el “chivo expiatorio” son los migrantes; mañana pueden ser las personas sin casa, las barras, las diversidades sexuales, los ambientalistas o los pueblos originarios. Cuando un liderazgo cruza ese límite, la dignidad humana deja de ser un principio y se vuelve prescindible. En esos momentos, la desobediencia civil pacífica y no violenta se transforma en un deber moral. No es romanticismo: la evidencia lo confirma. Un estudio sobre más de 300 movimientos sociales del siglo XX mostró que las movilizaciones pacíficas tuvieron el doble de éxito que las violentas. La dignidad no solo es justa: es eficaz.
Chile ya vivió esta tensión. Las manifestaciones pacíficas de 2019, legítimas y multitudinarias, fueron eclipsadas por la violencia, y el resultado fue que los extremos se farrearon dos procesos constitucionales que la ciudadanía rechazó abrumadoramente. Hoy, la crueldad amenaza con ocupar ese mismo espacio, esta vez desde el discurso institucional.
La crueldad motiva y moviliza. La dignidad no genera aplausos inmediatos, pero sienta las bases de la convivencia. Es inmoral utilizar la crueldad como herramienta política, y por ello el próximo gobierno enfrentará un desafío mayor que cualquier reforma: reconstruir la noción de comunidad. Ningún país tiene destino si busca sostenerse sobre el miedo de grupos vulnerables y la sed de venganza de las mayorías. La dignidad humana debe ser el piso común, no el privilegio de algunos.
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