
¿Debemos temerle al declive demográfico? Una mirada desde Chile al fenómeno global de la baja natalidad
Por Francisco Martorell, director El Periodista y EPTV.
Chile, como gran parte del mundo, vive una transformación silenciosa pero profunda: cada vez nacen menos niños. Durante el primer semestre de 2025 se registraron en el país apenas 73.966 nacimientos. Un dato que, en apariencia, puede parecer técnico o distante, pero que cobra fuerza cuando se lo pone en perspectiva: en el mismo período de 2015 habían nacido 124.784 niños. Es decir, en apenas una década, la natalidad en Chile cayó un 40%.
A primera vista, esta tendencia ha encendido las alarmas en distintos sectores, desde el Ministerio de Salud hasta el Ministerio de Hacienda, pasando por los medios de comunicación y los debates académicos. Los motivos son evidentes: menos nacimientos significan, en el mediano y largo plazo, menos trabajadores, menos consumo, menos cotizantes y más presión sobre los sistemas de salud y pensiones. Una población que envejece y se reduce genera efectos económicos, sociales y políticos que ya estamos comenzando a sentir.
Pero, ¿es esta caída realmente tan peligrosa como se plantea? ¿Debemos, como algunos temen, entrar en pánico ante la perspectiva de un mundo (y un país) con menos gente?
De la sobrepoblación al miedo a la implosión
Durante gran parte del siglo XX, el temor dominante era otro: la sobrepoblación. En 1968, el libro La bomba demográfica anunciaba hambrunas masivas y un planeta incapaz de alimentar a su creciente humanidad. Nada de eso ocurrió. Por el contrario, la producción de alimentos se multiplicó, la pobreza extrema disminuyó y los países comenzaron a transitar el camino contrario: una natalidad en retroceso.
Hoy, dos tercios de la población mundial vive en países que están por debajo de la tasa de reemplazo, es decir, que no tienen suficientes hijos para mantener su tamaño poblacional. Y no se trata solo de Europa o Japón: Bogotá, por ejemplo, ya tiene una tasa de fertilidad inferior a la de Tokio.
En Chile, la situación es similar. Según proyecciones del Ministerio de Hacienda, la población alcanzará su máximo en 2041, con 20,5 millones de habitantes, y desde entonces comenzará a decrecer. Esta caída ya se está reflejando en el mercado inmobiliario, en la reducción de matrículas escolares y en un sistema de salud que, paradójicamente, debe adaptarse tanto al exceso de adultos mayores como a la falta de nuevos nacimientos.
¿Un país más vacío es necesariamente un país más pobre?
No necesariamente. Aunque es cierto que menos personas implica menos mano de obra y cerebros disponibles, la tecnología y la longevidad están reescribiendo las reglas del juego. La inteligencia artificial, por ejemplo, puede compensar parte del déficit laboral. Y la esperanza de vida saludable ha aumentado: una persona de 70 años hoy tiene las mismas capacidades cognitivas que una de 53 años en el año 2000, lo que prolonga la vida productiva y alivia parte de la carga.
Japón es un buen ejemplo. Su población lleva casi dos décadas reduciéndose, pero su nivel de vida ha aumentado. ¿La clave? Adaptación: automatización, eficiencia y mejor uso del capital humano.
Chile puede y debe seguir ese camino. Pero para hacerlo necesita repensar su modelo de desarrollo, eliminando barreras que impiden a las mujeres participar plenamente en el mundo laboral, fortaleciendo el sistema de cuidados, integrando mejor a los migrantes y orientando la inversión pública hacia una economía menos dependiente del crecimiento poblacional.
El futuro no está escrito
Hay quienes claman por políticas pronatalistas agresivas, convencidos de que con suficientes bonos por hijo lograremos revertir la tendencia. La evidencia internacional es clara: eso no funciona o cuesta demasiado. Incluso países como Hungría, que gasta el 6% de su PIB en este tipo de políticas, no han logrado volver a la tasa de reemplazo. En el mejor de los casos, logran que las parejas adelanten la decisión de tener hijos, pero no que tengan más.
El desafío, entonces, no es frenar el descenso, sino aprender a vivir en una sociedad distinta: más longeva, más urbana, más diversa y con nuevas prioridades. Una sociedad donde el bienestar no se mida solo por la cantidad de nacimientos, sino por la calidad de vida, la equidad y la sostenibilidad.
Adaptarse a un planeta —y un país— con menos personas no será fácil, pero sí es posible. No estamos ante un apocalipsis demográfico, sino frente a una transición compleja que exige políticas inteligentes, planificación de largo plazo y, sobre todo, una mirada que combine realismo con esperanza.
Porque como bien lo resume The Economist, en un artículo sobre este tema, hay motivos para prestar atención, pero no para entrar en pánico.