Bernarda Vera y el precio de la opacidad

Por Francisco Martorell Cammarella, director de El Periodista.

Francisco Martorell

El caso de Bernarda Vera Contardo –la presunta detenida desaparecida que hoy estaría viva y residiendo en Argentina– no solo afecta una verdad histórica sostenida por más de medio siglo. También deja al descubierto una debilidad institucional persistente: la tendencia del poder a administrar la información como si fuera un botín, como si fuera posible esconder, maquillar o dosificar los hechos según la conveniencia política o emocional del momento.

El Gobierno de Gabriel Boric conocía los antecedentes desde 2024. Fue el propio Plan Nacional de Búsqueda el que, a partir de un cruce de datos, halló inconsistencias en la historia oficial de Vera, detenida supuestamente por militares en octubre de 1973 en Liquiñe. La periodista y académica Pascale Bonnefoy, según reconoció el ministro Luis Cordero, fue clave en la detección de estas incongruencias. Y aún así, el Ejecutivo optó por el silencio.

No estamos hablando de un tema menor. Se trata de un caso que toca fibras históricas, que involucra el sufrimiento real de una familia, que pone a prueba las bases de la reparación y la verdad. Sin embargo, el gobierno esperó a que un reportaje de televisión hiciera público el hallazgo para reaccionar. Recién ahí, a regañadientes, comenzaron las explicaciones y los llamados a la “prudencia”.

El mismo patrón ya lo vimos hace poco con el caso del exsubsecretario Manuel Monsalve, cuando La Moneda retuvo durante 48 horas información clave sobre la causa judicial en su contra. ¿Por qué no anticiparse? ¿Por qué no tomar el control comunicacional de temas tan delicados? ¿Por qué dejar que la noticia emerja desde fuera, sin contexto, sin preparación y sin vocería clara?

Se entiende –y se valora– la sensibilidad con la que se debe abordar el tema de los detenidos desaparecidos. Hay heridas abiertas, duelos inconclusos, vidas marcadas por el dolor. Pero la razón de Estado también exige transparencia, sobre todo cuando lo que está en juego es la confianza en las instituciones. Una sociedad democrática no puede construirse sobre silencios tácticos ni decisiones opacas.

El Gobierno debió haber informado antes. Explicar lo que se sabía, lo que se investigaba, lo que aún no se podía confirmar. Esa actitud –la de confiar en la ciudadanía y tratarla como adulta– fortalece, no debilita. La transparencia no es un lujo de los tiempos tranquilos; es una exigencia ética cuando los hechos incomodan.

El caso Bernarda Vera no solo reescribe una historia individual. También revela que, a 50 años del golpe, seguimos teniendo deudas con la verdad. No solo con la verdad histórica, sino también con la verdad presente. Y en esa deuda, la opacidad no puede seguir siendo la moneda con la que se paga el costo político.

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