Influencers con estudios: una lección que Chile debería observar

Por Francisco Martorell, director de El Periodista y EPTV.

China acaba de tomar una decisión que puede parecer autoritaria, pero que es, a la vez, profundamente racional: exigir que los influencers y creadores de contenido que hablen de temas como salud, derecho, educación o finanzas acrediten formación académica o certificaciones oficiales. Una idea que, más allá de las sospechas sobre censura o control político, debería ser analizada con atención en Chile y en cualquier país donde la desinformación digital ya se ha vuelto un problema estructural.

En tiempos donde la viralidad pesa más que la verdad, las redes sociales se convirtieron en una fuente dominante —y peligrosa— de información. Basta un video de treinta segundos para desmentir una política pública, propagar teorías conspirativas o recomendar remedios sin sustento científico. En Chile, lo hemos visto con las vacunas, con los retiros previsionales, con los incendios, con la delincuencia y con la política misma. El daño es silencioso, pero persistente: una erosión de la confianza pública que ningún gobierno ha sabido enfrentar con eficacia.

La medida china, implementada por la Administración del Ciberespacio, busca poner un límite claro: quien informa sobre un tema especializado debe saber de lo que habla. No es una idea descabellada. Es, en realidad, una actualización digital del principio básico de responsabilidad profesional. Si un médico no puede recetar sin título, ¿por qué un influencer puede aconsejar sobre salud mental, inversiones o derecho penal sin tener idea del tema?

En Chile, esa frontera es inexistente. Cualquiera puede pontificar sobre economía, justicia o vacunas desde una cuenta de TikTok, amparado en la libertad de expresión. Y aunque esa libertad es esencial —más aún en sociedades democráticas—, también implica deberes éticos. No se trata de censurar, sino de exigir responsabilidad en la información, especialmente cuando se trata de temas que afectan la vida de las personas.

Podría pensarse en un modelo híbrido: un sistema de acreditación voluntaria o una etiqueta digital que distinga a quienes entregan información con respaldo académico o institucional. Algo similar al “chequeo” de medios verificados, pero aplicado a la divulgación especializada. No se trata de reproducir el control del Partido Comunista Chino, sino de enfrentar una realidad: la educación pública está perdiendo su batalla contra la desinformación masiva.

Las plataformas —Facebook, TikTok, Instagram, X— no asumen la responsabilidad que les corresponde. El algoritmo privilegia lo emocional por sobre lo verdadero, lo rápido por sobre lo riguroso. En ese ecosistema, los expertos quedan relegados y los charlatanes prosperan. China eligió un camino extremo: volver la credibilidad una cuestión de Estado. Nosotros seguimos confiando en la buena voluntad de los usuarios.

La pregunta es cuánto tiempo más podemos darnos ese lujo. Porque la desinformación ya no es solo un fenómeno digital; es una amenaza para la convivencia democrática, la salud pública y la deliberación racional.

Quizás haya que mirar sin prejuicio lo que está ocurriendo en Beijing y preguntarnos —con honestidad— si un poco de regulación inteligente no sería más democrático que una libertad contaminada por la ignorancia.

Los comentarios están cerrados, pero trackbacks Y pingbacks están abiertos.

El Periodista