
Fuiste nuestro espejo. Nos mostraste lo mejor y lo peor de lo nuestro. Hiciste una infinidad de papeles, cargando sobre tus hombros las miserias y grandezas humanas. La persona se fundía con el personaje y ya no se sabía quién era quién
Te recibieron y te despidieron con alfombra roja, en medio de un estruendo de aplausos, como lo merecías. “Esta función sí que está llena, estamos a tablero vuelto”, dijo Emilia, una de tus hijas. Cierto: la nave del Templo Mayor del Campus Oriente de la Universidad Católica, en Santiago, tu casa, estaba colmada de gente. Repleta. Impregnada por la fragancia de decenas de ramos y coronas de flores, tan intensa como la pena compartida esa mañana calurosa de fines de octubre. Aquella que no tiene fin ni fondo, el duelo que recién comienza y se viste de negro en ese primer día de tu partida. La emoción a flor de piel, los testimonios de tu familia, hijas, hijos, nietas, amigos, ex alumnos, actores, actrices, anónimos. La emoción que corta la frase, la voz que se va apagando hasta terminar en un susurro quedo, los párpados hinchados, los ojos enrojecidos, el abrazo que no se quiere soltar. Entre una pausa y otra se pueden escuchar los sollozos de quienes han venido a darte el último adiós, a su pesar. “No vengo a despedirme de él”, dijo el actor Alfredo Castro, al borde del llanto. “No quiero despedirme de él. Vengo a recibirlo y ojalá que las nuevas generaciones reciban su legado ético de un hombre profundo, un hombre honesto».
El sentimiento de orfandad está en el aire. Se nos fue Héctor Noguera, conocido por el país entero como el Tito. A los 88 años, derrotado por un cáncer, diagnosticado hace cuatro meses. Tiempo antes, habías hablado en una entrevista de prensa sobre la vejez, cómo eran los últimos años, el ocaso, el otoño del patriarca. Un período difícil de afrontar. En tu estilo, lúcido, aseguraste que “para ser viejo hay que ser valiente, no se puede ser cobarde. Es más difícil caminar, es más difícil trabajar, es más difícil dormir, es más difícil despertar. Todo es más difícil. Y eso cuesta, es un trabajo intenso, diario, en que tú luchas contra el deterioro, las sensaciones negativas de tu cuerpo y con tu cabeza, tu mente. Uno piensa mucho. O sea, la cabeza da más vueltas que nunca”.
Ramón López, arquitecto, escenógrafo, ex director de la Escuela de Artes de la Comunicación (EAC) de la Universidad Católica, trabajó por décadas con Noguera. “Fue un actor que fue madurando no solo por la edad sino en cuanto a la interpretación, a la capacidad de entender los personajes. Era como un buen vino, se fue decantando y perfeccionando hasta llegar a ser un vino de gran selección. Sus actuaciones de los últimos años eran mucho más profundas, complejas y sabrosas que la de los primeros años. Se relacionaba con el público de manera muy íntima”. Y remata: “Su sinceridad era importante. Tenía una inteligencia bien particular, muy perceptivo, calaba hondo en muchas cosas”.
Desde que supimos de tu muerte, tu figura fue creciendo hasta alcanzar proporciones descomunales. Dijeron que se había ido un gigante. Chile entero se llenó de ti, con tu hablar pausado, tu barba blanca, tus cejas ídem, tupidas, desordenadas, tus pómulos altos, tus labios carnosos, tu mirada dulce de niño, tus ojos intensamente azules. En este país tan herido y fracturado, lograste lo imposible, un suceso casi mágico. Por un instante, nos unimos y reconocimos en el llanto, la risa, la música y la poesía para honrar tu nombre y tu vida. Un hombre que habíamos aprendido a amar, pese a que muchos te conocíamos sólo por medio de las teleseries, las películas o las tablas.
Por algunas horas nos cobijamos en esa patria de antes, la que alguna vez existió, ahora color sepia, solidaria, amable. La que tú empujaste. Ahí estabas, en el centro, el hombre trascendente y transversal, dialogante, respetuoso, el caminante que dejó huella profunda, el constructor de puentes, el que escuchaba, el que tenía más preguntas que respuestas, el rebelde oculto con una esquina rota. El que convocaba, enseñaba y aprendía. El que trabajaba 24/7, siempre disponible desde el set de grabación, la tarima del teatro, la academia y la docencia. El maestro, el profesor, el amigo, el actor que derrochó talento y lo repartió todo con una generosidad infinita, el que dejó un legado ético y cultural invaluable para Chile.
Juan Carlos de la Llera, rector de la UC, te recordó como “un artista inmenso y, al mismo tiempo, un maestro generoso que marcó la vida de muchas generaciones de estudiantes y actores en nuestra universidad y en todo Chile. Tito encarnó con humildad y pasión la idea de que el arte no solo entretiene, sino que ilumina y humaniza.” Enemigo de la farándula, la frivolidad, lo chabacano. Vestiste al teatro y a la cultura nuestra con dignidad y propósito. Una y otra vez, demostraste ser un hombre y actor profundo, serio, pero no grave.
De buen humor, distraído. “Andaba siempre como en un estado de ensoñación”, dice López. “Se hacían muchos chistes en torno al tema. Entraba por la puerta que no correspondía, no se acordaba dónde había dejado el auto”. Cuando conducía frenaba, no porque había una luz roja sino porque se le ocurría una idea, contó su hijo Damián a la hora de la despedida. En una ocasión salió a interpretar al Rey Lear en hawaianas, se le olvidó sacárselas, recordó un actor. Pero, advierte López, “lograba sus proyectos, movía tierra y montañas para conseguir lo que quería. Obstinado, porfiado, seguía adelante con todo. Tito tenía un espacio para todos. Hoy hace falta re dignificar el espacio de la comunidad, el compartir. Era un gran compartidor. Cuando él hablaba – y hablaba muy bien- no decía palabras de más”.
Humilde, alejado de la hoguera de las vanidades. Este año, según la encuesta Cadem, fue distinguido como el mejor actor en la historia de Chile. “Yo pensé que era una broma”, dijo. “No sé si seré el mejor actor, pero soy el más apreciado por el público. El más querido y eso es lo más importante de todo (…) Los actores dependemos del público, de esa energía que recibimos”. Como si la vida le fuera mordiendo los talones, trabajó sin tregua. Incansable.
Imparable. Durante su carrera de siete décadas, el registro oficial da cuenta de que participó en más de 160 obras de teatro; estuvo en al menos 22 películas y 30 teleseries. Con una energía desbordante hasta el final. Integró diversas compañías de teatro, entre ellas el emblemático Teatro Ictus. A fines de la década de los 90 fundó y dirigió lo suyo: el Teatro Camino, en Peñalolén, donde realizó más de 120 estrenos que recorrieron América y Europa.
“Era persistente, coherente”, recuerda María Eugenia Meza, crítica de cine, su ex alumna. Implacable frente a la falta de rigor. “Te corregía con amor, con respeto. Pero te corregía. Y se corregía. Su obra no está en el cine ni en el teatro ni en la tele. No está en las obras sino en la forma de enfrentar la vida y el arte. En la forma tan verdadera de ser. Su registro, además, era muy amplio. Todo le quedaba bien después de que lo masticara y masticara. Era encantador y riguroso, características que, difícilmente, se dan juntas”.
Fuiste nuestro espejo. Nos mostraste lo mejor y lo peor de lo nuestro. Hiciste una infinidad de papeles, cargando sobre tus hombros las miserias y las grandezas humanas. La persona se fundía con el personaje y ya no se sabía quién era quién: Federico Valdivieso, candidato a alcalde de Sucupira, el cura del Chacal de Nahueltoro; el entrañable rey Melquíades en Romané; el otro rey, el Lear; el pater familia de Machos, Segismundo en La vida es sueño; Vincent Van Gogh en Teo y Vicente, “segados” por el sol, y tantos más.
“Tenía una profunda conexión con el otro”, recuerda Meza. Sabía lo que le pasaba a la gente. Por eso sus papeles eran tan creíbles. Te miraba y entraba, sin ningún tipo de alharaca, en el alma de uno. Por eso entró en el alma de Chile (…) Era un completo luchador por la libertad del ser humano, por la justicia social. Y eso lo demostraba en todos sus gestos hacia los otros, hacia el país”.
El cineasta Pablo Perelman dirigió a Noguera en su película Archipiélago. Asegura que era “el ejemplo perfecto del actor natural, alguien que no tiene ego, cero, que te está pidiendo todo el tiempo que instales el personaje en aquel vacío (…) Aceptaba desde cameos hasta protagónicos. Primero decía que sí y después preguntaba qué tenía que hacer. Y si había que tirarse a un río o arrastrarse por el barro entre las zarzas… mejor. La actitud, recuerda, fue siempre la misma: disposición total para el cine chileno. “Entendía la actuación, hasta donde me di cuenta trabajando con él, desde el hacer, desde los movimientos, la postura, lo que veía y tocaba. Su entrega física era total, desde ahí armaba su personaje».
De una curiosidad insaciable, le interesaba Chile y el mundo, la gente. Creía en el compromiso, detestaba el autoritarismo. Tenía nuestra dictadura fresca en el alma y la memoria. “Veo con horror cuando escucho conversaciones de las personas que anhelan el autoritarismo”, dijo en una entrevista. “No existe el estado de derecho y al no existir, cualquier ciudadano está sujeto a cualquier cosa. Esto es lo que cuesta ahora que se entienda y por eso es que todavía se sigue pensando y añorando el autoritarismo. No hay una comprensión de lo que es la dictadura. Se piensa que libera a las personas. La dictadura no libera a nadie, es una pérdida de las libertades (…) Yo la viví y cuesta mucho explicarla”.
Su hija Amparo lo dijo tan bien: «Tu felicidad era el pensamiento y la reflexión; lo que te hacía crecer era la maravillosa falta de certezas». Pero Tito Noguera sí tenía una cosa cierta. “Estoy seguro de que hay algo después”, dijo en una ocasión. “Sería de muy mal gusto terminar así… por algún lado se sigue, uno se mete de nuevo para existir en otro ámbito”.
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