Para no cortarse las venas

joelEscribe Joel Muñoz / Publicista

“Después de ver los cómputos, noticieros, reacciones, volteretas, ojitos y cambios de luces con los adversarios, meas culpas, discursos sobre el futuro y anuncios de cambio de época… me fui quedando dormido con una sensación agridulce en el corazón”

Era noviembre de 1979… y estábamos lejos, estábamos presos, hambrientos, presos, lejos. Era diciembre del año 2010, el día estaba caluroso y en calma. La gente se desplazaba tranquilamente hacia los lugares de votación y regresaba con la misma tranquilidad. Esta vez no me encontré con ningún conocido como ha sucedido en otras elecciones. Me acompañó mi pequeña y curiosa hija hasta la mesa y la urna, mientras le explicaba lo importante que es la democracia, que no sólo es votar sino también participar en la vida de todos.

Los vocales de mesa estaban relajados, aunque eran las dos de la tarde, no había fila. Se notaban contentos, cumpliendo con su tarea sin complicaciones. Nos saludamos y reconocimos porque nos habíamos visto en diciembre y también fui con mi hija de nueve años. Nos dijeron que sólo faltaban por votar unas veinte personas.

Mi hija dobló el voto y pegó la estampilla con cuidado. Sabe que es un acto importante. Luego puso el voto en la caja. Nos despedimos y nos fuimos, ambos con el dedo pulgar entintado. No nos demoramos más de 5 minutos. Nos tomamos una bebida helada y volvimos a casa. Atrás habían quedado las campañas de primera y segunda vuelta. Los discursos, las promesas y todos los esfuerzos por lograr convencer a alguien de que votara por mi candidato, que aunque no nos gustara del todo, era lo mejor para la gran mayoría.

El almuerzo dominical, sin invitados especiales, en familia, me dejó con sueño. Antes de dejar la mesa dije algo así como “hay que estar preparados para que el resultado no sea el que nos guste”. Y proseguí… diciéndole a mi hija “a veces las cosas no son como uno quisiera y siempre es mejor preparar el espíritu…”. Me dormí frente a la tele y desperté justo en el primer cómputo oficial que contabilizaba el 60 por ciento de los votos. Cuando el subsecretario iba a comenzar a dar los números, apareció mi pequeño nieto Vicente de cuatro años, gritando “¡Tata!, ¡Tata!”. Saltó sobre mí, en mi sillón para ver tele y dormir siesta. Me hizo reír y “saltarme” toda esa larga descripción de votos región por región. Sólo puse atención a los resultados totales. Ahí me di cuenta que una parte importante de nuestra historia había cambiado. Con una diferencia de votos mínima, casi un empate. Algunos pocos creyeron más en la opción de la derecha y decidieron quién se pone la banda presidencial en el año del Bicentenario.

Mi hija estaba enojada. Le alcancé a decir que hay que aprender a respetar el juego que uno decide jugar. Finalmente comenzaron a llamarme los amigos con tono de tragedia, pensando que a esas alturas me estaría cortando las venas. Me convertí, sin proponérmelo, en un receptor de tristezas y frustraciones. Todas legítimas. Después de ver todos los noticieros, entrevistas, reacciones, volteretas, ojitos y cambios de luces con los adversarios, mutuos guiños y buenos deseos, paneles de analistas, meas culpas, discursos sobre el futuro y anuncios de cambio de época… me fui quedando dormido con una sensación agridulce en el corazón. Recordé los veinte años, cuando la revolución era mi novia. Recordé los cuarenta, cuando el NO fue mi batalla. Y pensé que ya vienen los sesenta… mi hija será una adolescente… mi nieto tendrá siete y ya podrá acompañarme al fútbol o simplemente escuchará mis repetidos cuentos de cómo fueron las cosas de antes.

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