Game of Thrones: del contenido on demand al clientismo artístico

(Atención: esta nota contiene un cóctel de spoilers)

Por Miguel M. Reyes Almarza*

Nueve años después de la emisión del primer capítulo de Game Of Thrones, las cosas han cambiado ligeramente en la industria, sobre todo en la manera en que se concibe la televisión comercial. Algunas de ellas para bien, y es que GOT es una producción original que refuerza el camino que tímidamente estaba tomando la televisión paga para no morir en manos del streaming o la famosa ‘social TV’. Las audiencias masivas premian efusivamente lo nuevo en búsqueda de aquella identidad por siglos perdida, un gesto que desde lo original las define a sí mismas como distintas y les insufla motivos para vivir, asqueadas de la oferta clásica del cable que operaba, ya casi de forma similar a los extintos ‘video clubs’ ofreciendo clásicos a destajo sin producir material de calidad.

No hay dudas que estamos frente a una mega producción, ya sea por los números alegres que la colocan en el pináculo de las series con mayor cantidad de premios Emmy -47 en total- así como también el histórico cuarto lugar que, según datos de la revista especializada Hollywood Reporter ocuparía en el ranking de las mejores producciones de su tipo.

A esto habría que sumar también el no despreciable dato de la Revista Forbes que la corona como la producción más ‘pirateada’ de la historia. Definitivamente, la dupla creativa conformada por David Benioff & D. B. Weiss responsables de plasmar en formato audiovisual la novela “Canción de fuego y de hielo” del maestro de la fantasía George R.R. Martin ofrecieron con GOT lejos su mejor trabajo hasta ahora, situación que los llevó, entre otros reconocimientos, a continuar con la dirección y guion de una nueva película de Star Wars.

Sin embargo, todo ese espaldarazo no fue suficiente a la hora de enfrentarse a su enemigo más acérrimo y no me refiero a Drogon, el último hijo de la Reina de los dragones, sino a quienes entusiasmados por el impacto de la obra, en TV y por sobre todo en redes sociales, se sintieron en todo el derecho de exigir alterar la historia con el fin de acariciar sus propios intereses por sobre el de los creadores. 750 mil firmas al momento de escribir este artículo se habían recaudado en el sitio para promover causas Change.org con el objetivo de solicitarle a HBO rehacer completamente la última temporada. El petitorio es amplio, desde iluminar mejor la ‘Batalla de Winterfell’ que en un afán realista -propio de una secuencia bélica nocturna- obligó a muchos a ajustar sus televisores y/o revisar sus gafas para poder entender qué estaba sucediendo, pasando por mantener con vida a la única protagonista no blanca –Missandei- brutalmente ejecutada por Cersei hasta el colosal giro dramático de heroína a villana que acabó con la suerte y la vida de uno de los personajes más amados de la historia –al menos hasta antes de pronunciar la palabra ‘Dracarys’ sobre mujeres y niños inocentes- la sin igual Daenerys Targaryen.

Más allá de la frustración propia del usuario de medios contemporáneo que no puede soportar -entre muchas cosas- que su serie llegue al final, así como tampoco que esta acabe de la única forma que no pudo anticipar, existe una línea muy delgada en el proceso de ‘viudez’ de una serie entre la orientación que los fans pueden sugerir a los creadores de una obra y definitivamente la atormentada imposición de un cambio sobre el producto final. Es la famosa sicología de las audiencias empoderadas, hoy productoras y consumidoras de contenido, que no contentas con ser gratificadas por los medios condicionan tal placer a la petición personalizada de aquello que pretenden conocer como el ‘resultado óptimo’ el ‘cierre oportuno’ ´el final deseado’.

¿Es momento de aceptar que las producciones audiovisuales, gracias a la elasticidad de su factura, deban supeditar sus historias a la voluntad de las masas? Algo así vivimos a nivel masivo con Bandersnatch, el episodio especial de la serie distópica ‘Black Mirror’ (Netflix, 2018), donde su director David Slade puso a disposición del telespectador 16 finales distintos que se ajustaban a las respuestas, tanto afirmativas como negativas, que cada uno podía tomar desde su control remoto durante el desarrollo de la historia. Sin embargo, la situación no es la misma. Para Bandersnatch la participación de la audiencia era clara y sabida, es más, había que testear antes el televisor para asegurar su correcto funcionamiento antes de la emisión del programa, momento en que cada uno se familiarizaba con la toma de decisiones. De regreso con nuestro culebrón medieval, en ninguna parte de su emisión primigenia, aquel lejano 17 de abril de 2011, se alentó a la audiencia a sugerir desarrollos alternativos a la trama y mucho menos participar de la construcción de los guiones de cada temporada.

Sin ánimo de satanizar la espontaneidad expresiva de las audiencias masivas que se encienden con la facilidad del gas propano –y de la misma forma se consumen- la sola idea de intervenir en el devenir propio de una obra artística, sin consentimiento del autor, es al menos un despropósito explícito. Es cierto que la obra se da en la relación entre autor y espectador, en eso estamos de acuerdo, no obstante, el feedback posible del espectador, al menos en este género, no debiera intentar cristalizarse como un cambio en tiempo real. Este nuevo gesto, incipiente, pero no por eso menos importante, es lo que llamo ‘clientismo artístico’, que así como en el medievo ponía a los artistas a disposición de los mecenas y aquellos que podían pagar para producir obras ‘a la medida’. No, no es el momento ni el espacio. Una serie de TV de este tipo –sin aditamentos tecnológicos de participación directa- no es un cuadro de familia, ni una marina, ni un bodegón, no es el retrato del patriarca con sus medallas y honores, es una obra con inicio y fin puesta a disposición de la crítica, mas no de la visceral trasgresión del receptor.
Si el vacío interior no cesa es bueno entender que desde el punto de vista del orden del discurso lo que vimos como capítulo final no es más que un epílogo, ubicando el episodio anterior “The Bells” como el ‘Grand Finale’ de la obra, una hermosa danza de fuego sobre el ‘Desembarco del Rey’ que sella completamente los destinos de cada uno de los protagonistas de la serie. El capítulo final se encargó simplemente de ordenar –en parte- las cosas y abrir posibilidades a futuro.

Seguramente estamos ad portas de un nuevo contrato entre audiencias y medios, donde la participación masiva en redes sociales y el ‘engagement’ asociado definirán muchos contenidos, así como lo hace hoy la TV abierta gracias al ‘rating’ y su injerencia en las editoriales de medios ‘al minuto’. No obstante, cuando una obra se presenta como una unidad no debiera estar sujeta a la ‘satisfacción garantizada’ de los espectadores, ya que de ser así, más temprano que tarde, estaríamos rodeados de contenidos cuidadosamente inspirados en los ‘insights’ transversales de la ‘masa’ y en ese gesto de consentimiento y censura, el arte vería comprometida su carga emotiva original y su misión de abrir espacios donde no los hay más allá del lugar común.

★★★☆☆ (3 sobre 5, todavía)

*Periodista e investigador en pensamiento crítico.

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