Arrasó el agua otra vez

marta-blancoParemos la improvisación y desacostumbremos a la gente de aguantar mucho más de lo que es correcto exigir a los seres humanos.

Escribe Marta Blanco, periodista y escritora

Ya va siendo tiempo de pensar en las derrotas –no los derroteros– del agua. Esas derrotas que destruyen lo poco y nada que contiene este país de país, porque en verdad entre los hielos y los desiertos, las quebradas que quiebran la tierra de este a oeste, los bosques del sur impenetrables y la cordillera de Los Andes, donde solo se salvan por milagro muy pocos si llegan a perderse en ella, la que aún así es guarida de delincuentes impíos, mafiosos de la droga, ladrones de animales y asaltantes de mala calaña; Chile es así. Su geografía de lagartija mineral (la llamó la Mistral) debe entregarnos la fuerza para abandonar los sitios irredentos. Este país debe dilucidar si queremos el espíritu de mareterreaguamoto en que vivimos, o tomamos medidas de terrible sensatez que nos obliguen a vivir no en un campo de muerte sino en tierra de paz. Digo terrible sensatez porque al ser chileno no le gusta tanto esto de ser sensato. Sueña con la fiesta, ama un poco demasiado el vino, desdeña la educación aunque se queja de la que recibió y de la que han de recibir sus hijos. Así y todo, no le gusta cambiar de ideas, adoptar lo nuevo y despedirse de la casa vieja. ¡Eso si que no!, pues.

Las derrotas o caminos del agua son nuestras abundantes quebradas, ciertos sitios de privilegio geológico que el H2O nos ganó hace millones de años y es deber de gobernantes (como les gusta a muchos decir) y gobernados (como le debería gustar a muchos más ser) definir, diseñar y encontrar cómo y dónde debemos levantar nuestras casas, pueblos, villorrios, aldeas, calles y carreteras para no sufrir estas derrotas acuáticas y morales, que destruyen los bienes pero mucho más han moldeado un espíritu aguantador, sufrido y sufriente, un espíritu de “así no más es la cosa”, “nuestro destino es sufrir”, y peor aún, un afán de limpiar aquello que deberíamos muchas veces aislar por infeccioso, irrespirable, indigno y abandonar de inmediato.

Está dicho por la que llamamos la madre naturaleza y a la que no le hacemos caso ni por si acaso, que los lugares por donde llegan las avalanchas no se los vamos a quitar y ella no los va a entregar. Esta no es cuestión de expropiación ni compra.Y Valparaíso, donde el estrago lo sufrió esta ciudad antigua pero amnésica, una ciudad del viento y la lluvia y las marejadas y las avalanchas y los terremotos cuyos habitantes insisten en pensar “aquí no ha pasado nada”, una ciudad, en fin, que se parece más a la loca de Chaillot que a un puerto macerado en la experiencia y la dureza climáticas, sentada junto al bamboleo de un Pacífico que contradijo su nombre casi tanto como las Once Mil Vírgenes del Estrecho de Magallanes, un puerto que lucha por no morir desde 1914 cuando se abrió el canal de Panamá y que aun así insiste en habitar las quebradas por donde inevitablemente caerá el agua y destruirá todo lo que los hombres esforzados y porfiados insisten en levantar allí donde la tierra tiene certificado de dominio indiscutible.

Pero nadie entiende. Los del norte quieren levantar sus casas, sus tiendas, sus caminos ahí donde el agua ha dejado la tragedia, la muerte, la nada. De aquí no me mueven, dicen con cara de soberbia y mucho de ellos buscan a sus muertos en medio de ese revolutti; no tienen agua que beber, pan que comer, no tienen dinero, los caminos están destruidos y ellos “aquí me quedo”.

Los caminos son una prueba más de nuestro afán de luchar con gigantes: se han caído demasiados caminos en el norte, buenos caminos, y en Reñaca, y en Santiago. Las carreteras se abren en hoyos monstruosos, los autos se caen dentro, algunos mueren, otros salen a nado, como sea, pero los chilenos no dan su brazo a torcer.

Tiene que haber una salida constitucional que detenga la reiteración infantil del error todos los años. Se tienen que tomar medidas que impidan construir allí donde la catástrofe volverá a presentarse. Ya hubo nefastos gobiernos que permitieron construir poblaciones sin hacer colectores de aguas lluvia. Este crimen tiene anegado Macul, La Reina, y Batuco es el resultado no solo de que esté ubicado más abajo y más lejos de la cordillera, es el resultado de las aguas que corren libres como acequias de fundo por las calzadas de calles de más arriba, buscando el cauce donde desaguar. Y así, llegan a Batuco y otros barrios anegables.

Esto quiere decir que el gobierno tiene que tomar medidas, y si tanto piden plebiscito y opinión popular, deberían, de no saber qué hacer, llamar a plebiscito y preguntar qué diantres hacemos, estamos más perdidos que el Teniente Bello. Pero Chile no se ha inundado solo porque llovió mucho y junto y atrasado. Lean a Vicuña Mackenna, “El Clima de Chile” y verán que no hay novedad en los hechos.

El gobierno debe pensar este problema como un problema país, no es una lluviecita por sorpresa. Está escrito, anotado y conocido. “Chile, país de avalanchas, ríos desbordados, terremotos, sequías”. No es novedad. Y hay que cambiar algunos pequeños pueblos que sufren el costo de seguir existiendo contra la voluntad de la madre natura. En estos casos no basta con colchonetas, “tecito caliente” y alcaldes y ministros y todo el gobierno “solidarizando de velorio” con la gente. No hagamos más velorios de ciudades arrasadas en Chile. Paremos la improvisación y desacostumbremos a la gente de aguantar mucho más de lo que es correcto exigir a los seres humanos. La dignidad de los otros exige más que llorar en coro. Soluciones racionales. Eso es.

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