El olvido de Jorge Mario Bergoglio… y la hoja que me salva de la muerte

Soy un preso más de esos miles que pueblan las cárceles de este país.

Por Carlos Esparza Olave, preso común, Centro de Cumplimiento Penitenciario de Castr

Estoy consciente que muchos de ustedes, que lean esta comunicación, volcarán sus insultos y toda su rabia en contra de mi por atreverme a hablar a favor de los derechos de las personas privadas de libertad.  Estoy consciente que muchos de ustedes desearían prender fuego a las cárceles con todos nosotros y nuestros hijos adentro. Sé que nada de lo que escriba los convencerá porque todos los días se les machaca con la idea de que somos los delincuentes el problema de fondo de este país y ustedes lo han creído.

La noticia que les traigo es que la delincuencia no se terminará asesinando a los presos ni torturándonos ni haciéndonos vivir en las condiciones inhumanas en las que habitamos.  Tengo 62 años y toda mi vida he sido un delincuente.  No me siento orgulloso de eso, pero tampoco es algo que torture mi conciencia. Un delincuente como yo no piensa mucho en lo que nos hemos convertido, no porque seamos animales o no tengamos conciencia moral como la prensa amarilla nos retrata, sino porque simplemente nadie lo hace. Al igual como se ha constituido la vida de ustedes, el origen de la vida de un delincuente no es un decisión ni muy voluntaria ni muy consciente. La mayoría partimos siendo niños y fue la única forma que encontramos para sobrevivir, no fuimos capaces de ver otras alternativas, nadie nos apoyó en mostrarnos otra vida.  Fue aquí, en esta forma de vida, donde hicimos amigos y nos sentimos reconocidos. Aquí muchos de ustedes dirán que no todos los pobres son delincuentes. Sobre eso no tengo nada que decir. La mayoría de los pobres no hace de las prácticas delictuales una forma de vida y solo una parte de ellos se va por este camino. Desconozco las razones que hacen la diferencia, solo puedo decir que cuando miro hacia atrás y reflexiono sobre mis recuerdos, que cuando comparto con los jóvenes que llegan a los centros carcelarios (que cada vez más son mayoría), que cuando miro cómo viven los niños en las poblaciones que frecuento, estoy seguro que la delincuencia es una de las figuras en las que se expresa la violencia, la falta de afecto, la estigmatización y el abandono en que se encuentran la vida de miles de niños  y adolescentes y que, con el correr del tiempo, comenzarán a ocupar las mismas celdas que ocupo yo hoy día.

Aunque no lo crean la violencia nos persigue y cuesta mucho dejar este camino que iniciamos en algún momento de la vida. La reinserción social es un mito. Las presas y presos deambulamos matando el tiempo sin hacer nada importante y que pueda contribuir a pensar alternativas de vida diferentes. La cárcel te persigue y cuesta dejarla atrás.  Una de las causas que estoy pagando, por ejemplo, y en la cual fui condenado a cumplir 5 años de prisión por el Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de Chillán, es una invención creada por el sistema policial y de justicia con el objeto de encontrar y castigar a un culpable. Mi intención acá no es encontrar su compasión, sino ilustrar la manera en que opera el sistema de castigo. La cárcel está poblada de personas inocentes que fueron condenadas con investigaciones insuficientes, pruebas manipuladas, con fallas injustificadas a los protocolos investigativos y, entre otros, uso de testimonios falsos. La carne de cañón ideal para un sistema de castigo que no busca la justicia sino inventar culpables son quienes cumplieron condenas anteriores.  Por ello hoy son cientos los privados de libertad que volvieron a ser encerrados por su pasado y no por haber sido los autores reales y materiales de los delitos que se les atribuyen.

Yo ya soy un hombre mayor y pertenezco a la antigua escuela delictual, de esa que está en extinción y que está siendo reemplazada por un tipo de delincuencia constituidas por personas muy jóvenes que no portan los códigos del comportamiento carcelario, que fanfarronean por el uso de violencia innecesaria, que no respetan a sus vecinos, que exhiben sus conquistas en las redes sociales, que no son solidarios con sus pares… ese tipo de delincuencia es la que hoy domina en las cárceles y es un espejo del mundo de afuera. Se trata de personas con más rabia, con más poder, más agresivas, menos leales y con las cuales se hace mucho más difícil la vida del encierro.

La cárcel ha cambiado y, como siempre, se equivocan quienes creen que la violencia y la criminalidad se acabará con el aumento de las medidas represivas y haciendo más sufrientes nuestras vidas en las cárceles.  Se equivocan también quienes creen que en los presos se gasta de manera directa poco más de 700 mil pesos. No pongo en duda que ese es el presupuesto asignado en promedio por cada uno de nosotros.  La pregunta es, sin embargo, dónde queda ese dinero, en qué y cómo se gasta, pues esa estratosférica suma no llega a las cárceles. El mundo de acá adentro es el de la oscuridad, la pobreza, el hambre, la falta de acceso al agua y el abuso sistemático. 

Entiendo la rabia que los embarga, pero ella está mal dirigida.  Su rencor y sus quejas deben apuntarlas a los administradores del sistema penitenciario y en contra de quienes toman las decisiones políticas y son los responsables de velar por el uso adecuado de los recursos públicos.  La delincuencia crecerá y se volverá cada vez más violenta, pues ahí está el negocio de quienes se enriquecen, en distintos niveles, con la criminalidad y la instrumentalización social y política del miedo.

Ya van casi dos meses desde que el Papa visitara nuestra tierra.  Los presos y presas pusimos muchas esperanzas en su llegada. Creímos que su presencia contribuiría a mirar de otra manera el problema de la cárcel, pero, ya ha pasado el tiempo y hemos caído en cuenta que su presencia solo fue un acto comunicacional. En las conversaciones que tenemos con nuestros hermanos y hermanas privadas de libertad domina la opinión de que fuimos nuevamente utilizados por la propaganda comunicacional de la cual se beneficiaron principalmente los supuestos benefactores cristianos de las cárceles. Lo que le fue mostrado al Papa y lo que, en definitiva, él quiso ver, no fue la “cárcel de verdad”. Esto no tiene nada que ver con los esfuerzos que hicieron nuestras hermanas encerradas por dar un bonita bienvenida a Jorge Mario Bergoglio. Ellas están encerradas como nosotros y de la misma manera sufren el escarmiento del régimen carcelario. El asunto acá es con el Papa mismo y quienes organizaron su visita en Chile. El Papa no fue más allá y fue obediente con el marco protocolar que se le impuso. Las protagonistas del acto, que tuvo lugar en el centro penitenciario femenino, no fueron las encarceladas ni ninguno de quienes habitan las inmundas cárceles de este país… lo que allí tuvo lugar fue un acto comunicacional de los jefes de la iglesia a favor de ellos mismos y de esa institución fuertemente golpeada por los abusos sexuales cometidos contra menores… como sucedió en los otros eventos  -y  como siempre acontece- ése fue un acto de la elite, se sentaron a la mesa a hablar de sus clientes, se aplaudieron, nosotros fuimos los espectadores, se felicitaron y se fueron… mientras tanto todo quedó en el mismo lugar y yo sigo aquí, mirando por un orificio secreto la hoja de un árbol que me acompaña desde allá afuera…es ella la que me mantiene en pie y la que me recuerda la libertad ….es ella la que me hace olvidar el infierno en el que estoy, la que me salva de la muerte y me persuade a seguir creyendo en la vida…

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