Y ahora se nos fue Aretha…

La generación dorada de los 60 y 70 comienza a dejarnos. De a poco van desapareciendo los grandes artistas que revolucionaron la música popular desde la mitad del siglo; artistas que fueron la vanguardia de los cambios políticos y sociales más importantes de la Historia tras el acomodo global producido por la Segunda Guerra Mundial.

Por Rodrigo Reyes Sangermani

La polarización del mundo en dos sistemas excluyentes, la disputa por la hegemonía política mundial, la descolonización, la irrupción de las clases medias, la preocupación definitiva por el medio ambiente, la píldora anticonceptiva y el advenimiento de la mujer en la cosa pública; la carrera espacial, la tecnología de las comunicaciones, el triunfo de los derechos civiles en EE.UU. y el fin del separatismo racial en Sudáfrica; la revolución de las flores, el inicio de la Era de Acuario, la crisis acaso definitiva de la Iglesia, han sido el escenario de los últimos 60 años, cuya banda sonora ha sido compuesta por una pléyade de artistas, poetas y mensajeros sociales que lentamente no están abandonando.

Somos testigos de esas partidas y muchas veces los panegíricos parecen destemplados y oportunistas, sin embargo son justos y necesarios.

Los pilló la edad, las enfermedades y los achaques propios de una vida muchas veces disipada y estresante, fueron bandera de una vanguardia, la voz de una época, el relato mismo de una Historia en proceso de cambio, juglares posmodernos, acaso también víctimas de la industria del entretenimiento.

Pero ahí están, homenajeados en sus recuerdos, sus vestigios vivientes en los estantes de nuestras discotecas, en la memoria colectiva de las melodías: Elvis, Sinatra y Ray Charles; Bowie, Lennon y Cohen; Miles Davis, Dizzy Gillespie y Ornette Coleman. Ahí están, con nosotros, sus textos salvajes, esas profundas voces de dolor y protesta, los inagotables testimonios de una era, las sentidas crónicas de un amor perdido, reflexiones existencialistas de una Guerra, especulaciones varias de políticas fallidas, airadas denuncias contra la opresión y la prepotencia, himnos a la paz y la justicia; baladas, blues, canciones como testimonio esencial de este tiempo.

Ahora es el turno de Aretha Franklin, con ella se han ido sus plegarias dolorosas surgidas en una pequeña capilla de Michigan, y su amplio repertorio de canciones inmortales, son su herencia a la cultura de este tiempo bisagra.

Mezcla de reivindicación feminista y social Aretha conjugó perfectamente la tradición religiosa de Memphis con un góspel sentido y profundo con la enérgica vitalidad del soul de los 70; templos bautistas del sur entre campos de algodón y discriminación racial, tugurios de Chicago y Detroit llenos de prostitutas y canallas; Las Vegas con sus luces y edificios de cartón piedra y el glamur de Beverly Hills son el sustento ideológico de una artista de nuestro tiempo. Con ella una pequeña aunque inmensa legión de juglares está terminando por despedirse. Son pocos los compañeros de viaje que quedan para compartir su sabiduría pop, su mediática poesía universal como símbolo cultural o contracultural de una generación en transición: acaso el Nobel de Literatura, la Joni encerrada en su vejez, Rollins escondido tras su tenor, Buarque y su timidez, el eterno Silvio.

Cuando ya se vayan, espero estar aquí mismo, ojalá lúcido para rendirles un merecido homenaje, el reconocimiento preciso a héroes verdaderos de la cultura del siglo.

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