Isabel Baboun, escritora: Cerrar con llave

“Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas y ahora ya no se siente segura en su casa como se sentía tranquila y segura antes. Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca. Natalia Ginzburg

Por Isabel Baboun, escritora*

Nos dijeron que si estudiábamos y hacíamos las tareas nos iría bien. Que si hablábamos con la verdad no había razón para tener miedo. Que si nos levantábamos temprano sin reclamar, un premio íbamos a recibir. Que si obedecíamos a las órdenes de la casa algún día veríamos nuestro esfuerzo convertido en recompensa. Sudor y lágrimas, nos decían, que la vida era eso. ¿Pero y la oración?, ¿y la fe?, ¿pero y la confianza? Que dónde estaban. Que nos criaron para resistir. Que después no nos quejáramos si sentíamos culpa, remordimiento, rabia. Que si alguna tarea no hacíamos o nos pillaban mintiendo, los únicos engañados éramos nosotros. Que lo bueno demora en llegar. Sacrificarse. Soportar. Ir más allá. Más. Más. Eran las consignas. Entonces crecimos. Fuimos niños buenos. Criados para acatar. No fuimos santos pero sí obedientes. Demasiado. Los castigos eran largos y algunos traían palizas; recapacitábamos: no repetimos dos veces el mismo error. Aprendimos a perdonar y a pedir perdón. A prender la tele en vez de estudiar. A cambiar el termo de lentejas del almuerzo por monedas y después por golosinas. A sacar las chauchas de la cajita de cuaresma mientras los demás jugaban en el patio. Son tonteras de niños, nada grave, vuélvete a dormir, nos dijeron en mitad de la noche si una pesadilla nos sacaba del sueño a causa de la culpa.

Isabel Baboun, escritora

Pasó el tiempo y con mi hermano crecimos. Ninguno de los dos se rebeló. Ninguno gritó tanto como para que ellos, papá y mamá, nos hicieran caso a nosotros y no al revés. Con mi hermana fue distinto, con ella la historia es otra porque nació después, años después, los suficientes para distinguirse de nosotros como toda su generación. Creció con la tecnología y el facebook de cerca, con celular en mano, saliendo a la calle sin temerle a la calle, ni a tomar en la calle, ni a los semáforos cortados, ni a la madrugada de un día cualquiera esperando micro después de visitar a sus amigos en un barrio malo, como nos decían en la casa. Con mi hermano no, con él no nos atrevimos a volver tarde, a gritonearle a la mamá para hacer nuestra voluntad. Yo lo hice, más de alguna vez, gritarle, aunque antes que rebelde lo que yo hacía era teatro. Me faltó ímpetu y decisión. Confianza, como dice mi hermana. Hicimos cada uno su vida y nos soltamos las manos. Dejamos de ser cómplices, pero no soltamos el miedo, ese que me da vergüenza reconocer cuando me preguntan si estuve en la marcha del viernes, del sábado, del domingo, del martes, del lunes, del viernes otra vez durante veintiún días. Falta una hora para el toque de queda, mejor empiezo a caminar para la casa, les dije y ellos, firmes se quedaron.

Desde el dieciocho de octubre que pienso mucho y tengo el estómago apretado, y el insomnio intermitente de tantas noches hasta que de apoco comienzo a entender algo: que el miedo se volvió una costumbre hace mucho tiempo para mí. El dieciocho de octubre por primera vez cerramos la puerta del departamento donde vivo con llave. Puedo perder un ojo. Ahogarme y vomitar a causa de una lacrimógena vencida. Quedar con una pierna fracturada saltando al Mapocho en un intento de huida como le pasó a Víctor, a cientos, a miles. Salir a la calle. Usar la ciudad. Recorrerla. Escucharla, hacerla sonar. Desactivamos bombas con cuidado. Usamos guantes especiales y máscaras antigases. Lentes especiales para resistir a los balines. Nos adentramos en las calles del centro de Santiago adelantándonos a la explosión del gas lacrimógeno. Hirviendo las colocamos dentro de una botella con agua fría y bicarbonato para bajarles la temperatura. En dos horas ya detuvimos quince, me cuenta un amigo. Él es bastante más joven que yo. Menos de diez años tenemos de diferencia. Tanto más joven no es, me digo. Tan distintos no somos. Sí, pienso, somos demasiado distintos. Él está en la calle y yo no.

¿Qué hicimos mal? ¿No rezamos suficiente? ¿No conseguimos levantarnos más temprano? No robamos. No mentimos. No faltamos un solo día a nuestros escritorios. Nos portamos bien. Tanto que hoy las caras de miles de personas están sin ojo y otras no van a ver más. Nosotros si, a ellos los vamos a ver mutilados igual que en una guerra. A pesar de eso hay bocas llenas de dientes que sonríen frustradas con los más jóvenes al frente esperando cambiar las cosas. Hicimos tan bien nuestras tareas que nos castigaron. La herida es el ojo mutilado. ¿Qué tiene que ver esto con el miedo? ¿Qué miedo es ese que yo cerré bajo siete llaves y que no siempre me deja salir a gritar? No soy la única. Helicópteros sobrevuelan de madrugada. Escucho el metal de las cacerolas, de las tazas que saltan y saltan de manos de los que piden monedas incansables todos los días en las esquinas de siempre. Disparos que cruzan el aire como flecha hasta incrustarse en la piel y otros para enterrarse dentro del cuerpo. Respiro hondo, me lleno de químicos los pulmones, de gases, de los gritos de la gente.

La única iglesia que ilumina es la que se está quemando, leí dieciséis veces mientras caminaba hacia mi casa desde Colón hasta Los Héroes. Pienso en cómo me gustaría ser igual que esos cabros aclanados que se dispersan por las calles ardientes de la ciudad hasta dar con las bombas para enfriarlas. Si pudiera salir a recoger bombas con ellos y llevármelas para que no exploten. Si pudiera rayar con fuerza las murallas de la que fue mi casa, donde viví tantos años, para desactivar el miedo. Lo imagino. Lo vuelvo a imaginar. Con ellos al frente, ahora, lo estoy escribiendo.

* Autora de “Un hermano muerto”, libro de relatos publicado por Cuarto Propio. Conforma AUCH!

1 comentario
  1. Carmen Troncoso Baeza dice

    El miedo no te tiene que avergonzar, todos lo tenemos, es una defensa, escribir es muy bueno, un abrazo de amiga!

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