«La carne más barata del mercado sigue siendo la carne negra»

Y no olvidemos que su George Floyd es nuestro Camilo Catrillanca, seres humanos peligrosamente desiguales, desde su cosmovisión hasta el color de su piel, la negritud de uno no es más que el indigenismo del otro, y el maltrato al pueblo afrodescendiente en Mineápolis es la bala que atraviesa el corazón de miles de mapuches en el Wallmapu

Por Miguel M. Reyes Almarza*

Ante los discursos lustrosos y esperanzadores de una humanidad eventualmente renovada tras la superación de la pandemia de Covid-19 se yergue vigorosa y detestable la bandera del statu quo, esa que, entre muchos males, nos recuerda que las personas son tan iguales como su color y su origen lo permiten. La bofetada implacable de aquello que es flor y fruto de la sociedad en que vivimos y que no desaparece siquiera con la esperanza de un nuevo comienzo, la ignominia del racismo. Definido como un sentido de superioridad racial de un grupo étnico por sobre otro, plaga mediante, sigue tanto o más vigente que en los tiempos violentos que propiciaron el idealismo de Malcom X o durante el ingenuo “lobby blanco” del mismísimo Martin Luther King. Ambos, al igual que un desconocido George Floyd, terminaron siendo exterminados sin pudor únicamente por ser Negros.

              Miguel Reyes

Sí, Negros -y me permito la mayúscula expresiva- con toda la connotación que acarrea, como todo aquello que está mal, como el adversario sombrío, como el yin opacando el yang, como aquello que se pudre, que se oculta y asusta a la vez. Década tras década y luego de un desfile de flemáticos oportunistas y cándidos defensores estrechando las manos que terminaron por acuñar leyes que se ven hermosas en el papel y que avisaban al mundo el fin de la segregación, la canción sigue siendo exactamente la misma, el temor ha construido su imperio en la ignorancia y el Negro -sí, Negro con mayúscula expresiva- sigue siendo el chivo expiatorio de todos los males del mundo libre.

Si naciste en el lugar equivocado de la cerca, llevas en tu sangre más tierra que cemento o tu piel se inclina hacia el extremo oscuro de la escala cromática, eres una molestia en ciernes, un ser prescindible mientras no aprendas el excelso arte de la invisibilidad, de la autoeliminación, de la vergüenza autoimpuesta de no ser lo que se “debe ser”. Porque, así como en EE.UU. los otrora confederados -hoy poderosos vástagos desprovistos de humanidad- jamás superaron el fin de la guerra de Secesión que enarboló como bandera de lucha precisamente la abolición de la esclavitud, también nosotros desde el último lugar del mundo, mulatos y mestizos, olvidamos el genocidio silencioso que se desarrolla en nuestras narices y que bajo la dulce denominación histórica de “pacificación de la Araucanía” no alcanza convenientemente ningún espacio en la agenda pública. Y es que, a muchos países y a ciertos Estados en particular, le cuesta de sobremanera aceptar que la raza humana es una sola y se resisten tenazmente a tener que convivir con otro expresando total legitimidad de su existencia.

Y no olvidemos que su George Floyd es nuestro Camilo Catrillanca, seres humanos peligrosamente desiguales, desde su cosmovisión hasta el color de su piel, la negritud de uno no es más que el indigenismo del otro, y el maltrato al pueblo afrodescendiente en Mineápolis es la bala que atraviesa el corazón de miles de mapuches en el Wallmapu. Ya seas Indio o Negro, para la fría contabilidad de la degradación supremacista da exactamente igual. Aquello que es distinto es a lo que se teme y ese temor se transforma en una ira descontrolada e irracional que guía la rodilla del opresor sobre el cuello del hombre sometido para ahogar su vida en exactos 8 minutos y 46 segundos, a vista y paciencia no solo de sus criminales agresores sino también de millones de personas alrededor del planeta que presenciaban, a través de una oportuna transmisión online, el ocaso de otra vida descartable, repitiendo hasta el cansancio el patrón perverso de Blanco sobre Negro.

Imposible de ocultar más, la segregación racial es un fenómeno real y cuantificable, producto de políticas públicas que no protegen la diferencia, democracias que no conceden los derechos para cada uno de sus ciudadanos. Cartas Magnas que conducen ideales al desfiladero de lo imposible y que celebran igualdad donde solo existe una política sistemática de exterminio.

No obstante, la ciencia haya determinado de forma categórica que las razas biológicamente no existen y como humanos somos resultado de un mismo repositorio genético, la realidad, desprovista de voluntad y empatía, se encarga de devolvernos a la miseria y de paso mantener vigente ese grito desgarrador que hiela las venas y se expresa desde aquella tristemente célebre canción brasileña:

“La carne más barata del mercado es la carne negra
que va gratuitamente a la cárcel
y adentro de las bolsas de plástico
y va directo al subempleo
y acaba en hospitales psiquiátricos

la carne más barata del mercado es la carne negra
que hizo y hace historia sosteniendo este país
con la fuerza de sus brazos
el ganado aquí no se siente sublevado
porque el revólver ya está engatillado
y el vengador es lento
pero muy bien intencionado

y este país va poniendo a todo el mundo negro
y con el pelo planchado
pero inclusive así, aún guarda el derecho
de que algún antepasado de color pueda
luchar, sutilmente, por respeto
luchar, bravamente, por respeto
luchar por justicia y por respeto
de algún antepasado de color
luchar, luchar, luchar, luchar (Farofa Carioca, 1998)”
Porque un nuevo contrato social necesita de todos nosotros, sin distinción ni mezquindades, donde el valor de las personas se mida en hechos y no en formas, es tiempo de ser parte de la solución y no solo espectador cómplice de la infamia.

*Periodista e investigador en pensamiento crítico.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.