Medio siglo de Rayuela: La antinovela de Cortazar que cautivó al mundo

JULIO_CORTAZAR_03Cartas inéditas revelan la poca fe que Cortázar tenía en el libro. Cómo surgió, desde el exilio parisino, un texto plagado de porteñidad bonaerense. El desplante de Alfonsín, el éxito con las mujeres y la vigencia de un clásico según su biógrafo, un crítico y socio y personalidades de la cultura.

“Terminé una larga novela que se llama Los premios, y que espero leerán ustedes un día. Quiero escribir otra, más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos”. Corría diciembre de 1958 y un inquieto Julio Cortázar anticipaba en esta carta a su amigo Jean Bernabé la matriz de su máxima obra literaria: Rayuela, pieza fundamental de la literatura argentina y claro exponente de las vanguardias narrativas de los ’60, que este mes cumple 50 años de publicación.

Mentor de personajes como Horacio Oliveira, La Maga, Rocamadour y Morelli, Cortázar había nacido 41 años antes en Bruselas, donde su familia vivía por el puesto diplomático que tenía su padre. De vuelta en la Argentina, estudió Letras y magisterio. Luego debió salir al mundo real. Primero en Chivilcoy, donde trabajó varios años como maestro normal, y luego en la Universidad de Cuyo, en ambos casos el escritor autorizó momentáneamente al docente para que Cortázar consiguiera de qué vivir. En 1951 fijó su residencia definitiva en París, fue allí donde vio engrosarse su obra literaria.

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“Leí la novela el mismo año en que se publicó. Fue deslumbrante. Para un estudiante de 20 años que reseñaba libros, era un pasaporte a la libertad. Llevábamos el libro bajo el brazo, subrayado a colores y en el patio de Letras compartíamos asombros. Sólo el encuentro con la poesía de Vallejo, y con la prosa de Borges después, fueron equivalentes. Le deberemos para siempre esa liberación”, recuerda el peruano Julio Ortega, entonces un incipiente crítico de libros por catálogo y hoy profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Brown. La obra donde la Maga y Oliveira juegan al amor mientras pululan entre París y Buenos Aires, abre el juego para que los lectores construyan su propia novela en los terrenos del surrealismo, con una escritura entre poética y metafísica que despertó sensaciones ambivalentes. “Fascinó a algunos, sublevó a otros, pero nadie puede decir que es un libro que le dio igual”, explica Mario Goloboff, biógrafo del autor.

El tiempo y las ventas ayudaron a disolver ese afán combativo y aun los detractores quedaron en el pasado. En la actualidad esta contranovela –como su autor la llamó– es considerada entre las cien mejores novelas del siglo XX. “Escribo mucho y revuelto”, repetía con preocupación Cortázar sobre las historias que se entreveraban con personajes medio en serio, medio ficcionales como la Maga. Edith Aron aún vive en Londres y todavía ve como un gesto divertido que el escritor se basara en ella, su traductora mientras vivió en Francia, para crear a aquel personaje, una mixtura de inocencia y pura intuición. Esta apuesta también le dio la oportunidad de abrirse y contar nuevas historias en la voz de personajes como Morelli, su alter ego. “Siempre detesté a los lectores que se creían cronopios y llamaban a Julio el Gran Cronopio. Y también a quienes creían que la muerte de Rocamadour era el mejor capítulo y el recital de Berthe Trepat, lo más cómico. Esa lectura sentimental me alarmó. Como joven crítico, yo militaba en la parte del juego, y creía, seriamente, que el homo ludens tenía por fin su novela en español”, sintetiza Ortega.

Los especialistas cuentan que el principio que eligió el autor fue motivado por los editores, que se entusiasmaron con la circularidad que proponía la obra pero necesitaron explicarla al lector. Por eso el libro comienza con un capítulo como “Tablero de dirección”, en el que el autor explicita su idea de romper el orden establecido y propone dos maneras alternativas de transitar las 600 páginas que siguen: de corrido o según un itinerario no lineal en el que ubica como primero al capítulo 73. “Fue clave para que la rueda comenzara a girar”, sintetiza el crítico que conoció a Cortázar en el ’73, en Barcelona. “Lo convencí de que Rayuela era varias novelas y una de ellas era la de Morelli –dice– y se entusiasmó con mi idea de editar las prosas de Morelli como una poética del nuevo relato. Cuando Beatriz de Moura nos juntó para hablar del contrato Julio me dijo ‘tendrás que firmarlo tú, porque eres el autor’. Finalmente lo firmamos los dos”. Cuando la editora les preguntó por el adelanto, ambos Julios enrojecieron: “Él nunca ganó un premio –explica Ortega–, no recibía más de 500 dólares al año por sus derechos de autor, y tuvo que trabajar de traductor medio año toda la vida. La literatura era gratuita, y lo único que no tenía precio”.

Cuando en 1963 Rayuela llegó a las librerías, Cortázar tenía bien ganado prestigio como cuentista a partir de obras como Bestiario (1951), Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959) y había publicado Los premios (1960). Rayuela fue traducida al inglés, italiano, sueco, polaco, portugués, francés, alemán, holandés, rumano, hebreo y noruego, entre otros idiomas. Cortázar vivió para verlo y recibir los elogios correspondientes aunque, según Ortega, también para reclamar un espacio propio, con límites que él mismo dispuso: “Una vez Carlos Fuentes le envió un artículo suyo sobre los maestros del ‘boom’: Asturias, Carpentier, Rulfo, Cortázar. Julio le dijo: ‘Estupendo ensayo pero ¿cómo me pones junto a Alejo? Él es un escritor que se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas’. Hay malos lectores que creen que Julio escribía inspirado y fluidamente cuando lo suyo era una estrategia de suscitamiento, aleación y sorpresa. Un método contra el lenguaje socializado y cotidiano”.

Rayuela conmocionó el panorama cultural de su tiempo y marcó un hito insoslayable dentro de la narrativa contemporánea, no sólo por romper las reglas de cómo se escribe, sino por meterse de cuajo y cambiar los modos de leer. Fue ese elemento el que catapultó a Cortázar como un escritor de prestigio internacional, aunque las mieles no fueron tantas en su patria. “A su muerte, sólo un diario le dedica una nota. Y a su entierro no va ni una mínima delegación de este país. La elite argentina no le perdonó a Cortázar su progresismo de ideas y su posición a la izquierda de la ortodoxia intelectual”, dice su biógrafo.

Cortázar supo ganarse enemigos por las posiciones políticas que asumió durante su vida. En diciembre de 1982 llegó a la Argentina, en el que sería su último viaje. “Poco antes de asumir como presidente, Alfonsín recibe a gente de la cultura. Los consejeros áulicos le recomiendan no recibir a Cortázar porque era demasiado rojo y Alfonsín decide que no estará en esa comitiva”, asegura Goloboff. El autor de Rayuela moría dos meses después.

¿Pero qué efecto tuvo en los lectores no especializados? El hoy músico y cantante Víctor Heredia recuerda que hace varias décadas, cuando leyó la novela de Cortázar, sufrió un vaivén de sensaciones múltiples. “Cuando lo leí por primera vez, era el best seller de la época, pero la literatura para mí era de escritores extranjeros. Más allá de su contenido, descubrí que su ‘porteñidad’ se hacía más grande desde el autoexilio en París. Cortázar tenía una mirada sincera y auténtica sobre el hecho de vivir en Capital Federal”. El artista confiesa que se sorprendió cuando supo que el escritor no vivía en la Argentina. “Estoy casi seguro de que su éxito radicó en haber pintado una forma de ser con una mirada literaria hermosa, embriagada con la nostalgia del exilio”, aventura.

“Mi generación creció con Borges, Bioy y Cortázar. Cuando elegí aplicar aquél método de lectura de Rayuela, fue en homenaje a él y a la cantidad de gente que convirtió a su trabajo en trascendente para la posteridad”, dice Claudia Piñeiro sobre su decisión de estructurar la lectura de su última novela, Un comunista en calzoncillos, bajo los preceptos de Rayuela.

“Rayuela fue el gran éxito de Julio. Significó un salto en cuanto a su fama y a sus posibilidades de escribir. Todas las chicas de la época querían ser la Maga y los muchachos querían ser Oliveira. Julio era un hombre atractivo que les gustaba mucho a las mujeres y el revuelo con su obra también aportó a ese éxito particular”, explica Goloboff. Además del amor que le profesaron sus mujeres Aurora Bernárdez, Ugné Karvelis y Carol Dunlop, el autor cosechó multitud de amores platónicos en diferentes partes del mundo.

“Sigue siendo la novela más inventiva de América latina –arriesga Ortega– y las demandas de Morelli de una literatura radical, así como la idea de una ética afectiva, en una época donde la novela la dicta el mercado y la subjetividad ha sido tomada por la economía, la convierten en un tratado de resistencia”.

“Hoy, en que todavía estoy bajo la atmósfera de Rayuela tengo la impresión de haber ido hasta el límite de mí mismo, y de que sería incapaz de ir más allá”, definió el escritor en otra carta de 1963, publicada por primera vez este año en la edición aniversario de Sudamericana. En ellas avizora que su novela sería “una producción inmortal”. Así fue, por eso se lo recuerda. En Buenos Aires habrá homenajes y celebraciones: dentro de unos días se le colocará el nombre Rayuela a la Plaza del Lector, donde se encuentra la Biblioteca Nacional, y la Fundación Juan March de Madrid, que alberga la biblioteca personal del escritor, está terminando el proceso de digitalización de la obra que estará disponible para la posteridad en Internet. A un año del centenario de su nacimiento, 1914, y a casi 40 de su muerte, Julio Florencio Cortázar Descotte sigue jugando el mejor juego que supo inventar. Uno en el que las fichas son las neuronas y gana quien apuesta por la lectura.

*Equipo Cultura Revista Veintitrés

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