No se lo comió el cocodrilo

“Adiós, Lemebel. Te deseo buen viaje, volando hacia la libertad que habías conquistado no solo para ti sino para muchos que sufren su diferencia en la oscuridad de una culpa falsa”.

Por Marta Blanco, periodista y escritora

Murió Pedro Lemebel. Era más grande que sí mismo, desbordado por sí mismo como el Amazonas, el Nilo o una tormenta del desierto.

Chile, tierra egoísta con sus talentos, envidiosa de sus profetas malditos (como nombró a los intelectuales judíos del centro de Europa Frederic Grunfeld en vísperas del nazismo, refiriéndose a Mahler, a Freud, a Walter Benjamin, a Toller y a Einstein entre muchos otros que sufrieron por ser diferentes, inteligentes y creativos), Chile, decía, no logró callar ni hacer desaparecer en un revoltijo de mediocridad a un ser tan diferente, exclusivo y brillante como Pedro Lemebel.

Bien lo dijo Carlos Peña: fue proletario, fue comunista y fue homosexual.

Nació marginal, un hijo de pobres nacido junto al Zanjón de la Aguada. Y huacho más encima. En Chile –todavía no se dan muy bien cuenta– abundan los huachos porque los hombres salen a escape cuando se anuncia un hijo no deseado, los que luego dan prueba de sí en innumerables obras literarias, políticas, sociales. El huacho sabe defenderse solo, crecer sin raíces, hacerse fuerte en sí mismo, por sí mismo.

Pedro Lemebel, una de las “yeguas del apocalipsis”, grupo creado por él para demostrar que se puede ser “otro” en un momento en que serlo era correr peligro de muerte, descubrió que la fuerza del enemigo se puede usar contra ese mismo enemigo. Y se hizo de la fuerza social de los marginales para fortalecer a los más desposeídos de este país, donde abundan los que poco tienen y el diferente no solo es ignorado sino mirado en menos, excluido, condenado.

Escribió artículos, novelas, cuentos y poesía. Yo lo descubrí un domingo en la tarde, hace ya muchos años, en un programa de televisión, recitando con la cordillera de Los Andes de fondo, donde de pronto aparecía el viejo y derruido, nunca construido en realidad, Hospital de Ochagavía. Ahí estaba ese hombre de pañuelo rojo en la cabeza, tacones altos, notable voz y ritmo, un hombre en guerra con el mundo en que le tocó nacer, porque no se dejaría destrozar por el cocodrilo social. Me hipnotizó. No se anda uno topando con la inteligencia creativa, con la fuerza de la palabra, con la porfía de los que el mundo quiere demoler y resisten el ataque con denuedo. Era fuerte. Había que conocerlo más. Leí sus novelas, sus artículos, encontré a un ser notable y no me sorprendí cuando comenzó a viajar por el mundo, a recorrer países, a ser convidado a expresar su pensamiento y a ser leído y respetado.

Nunca lo conocí personalmente. Pero lo conozco bien. Es el ejemplo de nacer en la diferencia y aceptarla como una condición y no un defecto, de la construcción de un mundo propio en que la terribilitá de la existencia, esa de la que hablaba Leonardo, no lo destrozaría.

Era grande Pedro Lemebel. Su prosa barroca popular dejó una marca por superar. Pocos escriben como él. Ahí encontré la más oscura de las realidades, la del ser que es otro, como el hombre elefante de Inglaterra, la mujer de las dos cabezas, los que no son lo que aparentan, pero son humanos y reales y capaces de construir mundos donde no se les negará la existencia. Qué poco sabemos de estos seres, qué poco los respetamos.

Y ahora está muerto. Lo despidieron miles de personas bailando, cantando, gritando. Lo despidieron los suyos, que quizás nunca lo leyeron, en una explosión de marginalidad positiva, esa que empuja a la vida para dejarse un espacio.

Adiós, Lemebel. Te deseo buen viaje, volando hacia la libertad que habías conquistado no solo para ti sino para muchos que sufren su diferencia en la oscuridad de una culpa falsa. No hay culpa, nos dijiste. Solo se nace quién se es. Yo así lo creo.

Descansa en paz, amigo, descansa en paz.

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