Realismo: el elemento pendiente en la disputa constitucional

El pasado domingo 26 de abril, el debate constitucional se tomó la agenda en medio de la crisis sanitaria. La prensa daba cuenta de la polémica suscitada a raíz del confuso mensaje emanado del gobierno respecto a la realización del plebiscito en octubre, mientras las consignas y arengas de cada sector se tomaban las redes sociales.

Por Guillermo Moreno, Consejero Político Partido Liberal

Evidentemente el plebiscito es un tema controvertido y foco de apasionados intercambios de opinión. No es para menos, la Constitución Política de la República es un elemento fundamental y decisivo en la forma de organización de cualquier sociedad, ya que establece las bases de la distribución del poder y contrapesos al interior del Estado, los procedimientos de deliberación y decisión de órganos representativos, y los principios del ordenamiento institucional. En definitiva, es la constitución la que fija los marcos a partir de los cuales se despliega la política.

Esta conversación nacional es positiva y le hace bien a nuestra democracia, que viene enfrentando una crisis de confianza y apatía electoral sin precedentes. Sin embargo, la discusión realista parece perderse frente a un debate marcado por el predominio de una retórica maximalista que abusa indiscriminadamente del slogan y la propaganda.

Por un lado, la derecha reaccionaria se pierde entre la falacia de dos “argumentos” no sólo incompatibles, sino que abiertamente incoherentes entre sí: el triunfo del Apruebo daría pie a un cambio radical, de tal magnitud que arriesgamos replicar la experiencia fracasada del régimen venezolano. Se vendría así la modificación total de la institucionalidad vigente, que viene a revivir viejos fantasmas del pasado, que amenazan el respeto a la propiedad privada y la libertad en medio del apocalipsis refundacional e incertidumbre económica. Pero al mismo tiempo afirman lo contrario, que una nueva constitución no produciría los cambios demandados por la gente, que es un camino muy largo y que, por tanto, habría que optar por “rechazar para reformar”. Inusual afán reformista de aquellos que se han opuesto a cada cambio, desde la ley de divorcio hasta el proyecto que buscaba consagrar el agua como bien nacional de uso público.

Por otro lado, ciertos sectores que promueven el apruebo se han limitado a un despliegue comunicacional excesivamente superficial. Este discurso pareciera asumir que las promesas por un “Chile digno”, por una nueva realidad dotada súbitamente de mayores niveles de justicia social, se concretarán con la sola entrada en vigencia del nuevo texto constitucional.

Hoy, los partidarios del rechazo evaden el fondo, se saltan el contenido para llegar a una vacía confrontación de consignas. Pero esos no pueden ser los términos del debate. Una respuesta contundente que apunte a convocar a la gran mayoría, incluso a convencer a quienes se muestran más dudosos frente al cambio, exige ir más allá de dichos términos.

Quienes estamos por una nueva constitución debemos estar a la altura de este debate pendiente que compromete el futuro del país. Si la Constitución funda las reglas del juego en que se despliega la política, existen suficientes razones para querer cambiar y modernizar dichas reglas conforme al país que queremos construir hacia futuro. El régimen hiper-presidencialista, el Estado unitario, las facultades del Tribunal Constitucional y los quórums supramayoritarios son -por mencionar algunos- elementos institucionales determinantes, que no se corresponden con los desafíos del Chile actual.

Reformar estos aspectos estructurales de nuestro sistema político y modernizar las reglas del juego, efectivamente permitirán mejorar la capacidad del Estado para canalizar y responder a las demandas de la sociedad. Pero los cambios no son espontáneos, hay que incorporar en la conversación constitucional mayores grados de cordura republicana, y así explicar cómo una nueva constitución puede generar marcos institucionales más adecuados para progresar en las condiciones materiales de vida de las personas, avanzando en derechos sociales, profundización de la democracia y una verdadera descentralización.

Lo cierto es que entre tanta parafernalia maximalista se desecha la oportunidad de que tengamos un debate honesto y con mayores dosis de realismo. Al tiempo que se alienta una expectativa que conlleva potenciales riesgos. Si el proceso constitucional no viene acompañado de una agenda social relevante, de corto y mediano plazo, que se traduzca en mejoras en la calidad de vida, puede difundirse la percepción de que finalmente el gran acuerdo político que dio inicio a este proceso ha sido una vez más un pacto cupular destinado a disipar las demandas expresadas en el estallido social. Lo que, evidentemente, no es cierto.

No es deseable que las expectativas excedan los marcos de lo posible, aquello desatará aún más frustraciones y desconfianzas, profundizando un malestar generalizado insostenible con cualquier democracia. Además, jugar en el campo de la propaganda será funcional a la estrategia del rechazo, quienes se valdrán de un escenario de recesión económica para desplegar una campaña basada en infundir miedo. Evitarlo dependerá de un discurso público más realista, no por eso menos épico, que a través del contenido contribuya a desarticular el discurso del terror.

Un plebiscito de entrada más otro de salida, la elección popular sobre el órgano redactor, y la paridad de género en la composición de dicho órgano, otorgarán una importante dosis de legitimidad a nuestra -posible- nueva carta magna. Legitimidad democrática inédita en la historia política de Chile. No perdamos de vista la oportunidad de darnos una constitución realmente representativa, que refleje los consensos de nuestra sociedad actual, y que, en definitiva permita avanzar hacia un nuevo pacto social.

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