Sara Bertrand: Ruidos

No hay pausa cuando el ruido domina, la voz de la masa, el llanto de los deudos, niños que pierden la vista, la calle, un escenario de ladrones y mercenarios, ciudad arrebatada, césares y verdugos repartiendo palos, perdigones y muerte, y ese vaivén sin matiz de las dudas, preguntas y certezas que se desarman a cada instante.

Por Sara Bertrand, escritora

El ruido puede enloquecer, destruir el sentido de orientación en pocos días, la cordura, se va colando de tal manera que sirenas, helicópteros y pitazos repican noche y día, los perros no dejan de ladrar y la mente se llena de palabras, pensamientos que asaltan con potencia de ametralladora, ráfagas oscuro y blanco.

Sara Bertrand

No hay pausa cuando el ruido domina, la voz de la masa, el llanto de los deudos, niños que pierden la vista, la calle, un escenario de ladrones y mercenarios, ciudad arrebatada, césares y verdugos repartiendo palos, perdigones y muerte, y ese vaivén sin matiz de las dudas, preguntas y certezas que se desarman a cada instante, y aunque entienda la potencia demoledora de la historia cuando decide dar un vuelco en nuestras vidas, me descubro anhelando, inocente, una forma de contribuir a aplacar el descontento, la rabia.

Cada noche elevo una plegaria a ninguna parte, dejé de creer en dios hace tanto, de todos modos, pido porque algo se ordene, pero el ruido es más fuerte y civiles armados buscan una justicia que la historia ha demostrado no se alcanza con las manos, es el garrote el que se impone y los que pierden siempre, personas de pie, ciudadanos como cualesquiera, ajenos al delirio de señalar culpables con el dedo.

Qué difícil es traducir la demencia, las palabras, todas, caen al vacío de una realidad que se impone, nadie está a salvo cuando domina el miedo y la rabia. Quiero que acabe, quiero silencio, recuperar cierta calma, pero mi historia tampoco ayuda, lo sé, mi propia singularidad me impide aclarar generalidades, porque todo estallido social es también un estallido del mundo propio. Y voy, sin quererlo, pasos atrás para encontrar la grieta, dónde está mi malestar en esa masa gigantesca que se mueve por motivos disimiles, cuerpo social movilizado sin caudillo y la sordera que se impone cuando nadie escucha a nadie.

Pienso que mi adhesión a la democracia tiene que ver con la dictadura, es decir, la lucha por una libertad tan anhelada; la democracia entonces era el deseo de gobernarnos, construir un estado de derecho, pero ¿qué es ese estado cuando quien gobierna lo usa en su beneficio?, o peor, desatiende las demandas de quienes gobierna. Porque la lucha por la que puse el cuerpo y mi rabia, entonces, tenía que ver con reconocer el poder superior e independiente del ser humano, del cual emana cualquier poder de estado, parafraseando a Thoreau. Dejar atrás al dictador para pensar un futuro colectivo fue mi consigna, allá en los años 80s; mi estallido, la democracia. Pero, de pronto, el sistema colapsa, el poder del dinero no debe subestimarse nunca, y nuestros políticos y clase dirigente fue seducida por esa sirena, una forma que nos llevó a ahondar en la desigualdad, la rabia. No soy buena con esa emoción, la conozco demasiado de cerca como para engañarme, sé que, si me dejo llevar por la oscuridad, terminaré destruida, como ayer y ese es el ruido que despierta el caos, los muertos, un gobierno que no gobierna, unos chalecos amarillos y el lumpen desatado.

La incapacidad de explicar el caos, me remite a mis tropiezos, por ejemplo, al alcoholismo de mi padre, una herida que me tumbó de tantas maneras, la violencia. Porque cuando niña quería hacerme invisible, no escuchar, no decir, hacerme un punto irreconocible en cualquier esquina de mi casa. O la porfía de mi abuelo de abandonar el mundo y encerrarse con sus libros y música, lo he contado muchas veces, lo escribí, un gesto heroico en mi registro, el hombre encerrado entre libros, pero corrían los años de la dictadura y mi abuelo era un subversivo en muchos sentidos, no tenía espacio en ese mundo, lo entiendo ahora, renunció a cualquier forma de explicarlo, su manera de sobrevivir, fue libros y música y permaneció encerrado hasta que murió. En estos días, su figura recortada por la ventana vuelve con insistencia por las tardes, lo recuerdo cada vez que me he encerrado en mi biblioteca buscando silencio, que las sirenas y helicópteros sean aplacadas por la voz de la poesía y temo terminar como él, renunciando a entender, refugiándome en la literatura. Porque leo, leo, y algo de consuelo encuentro, pero me sigue costando traducir el caos, la violencia como forma de alcanzar cualquier acuerdo, porque la rabia, expandida como gas lacrimógeno, nos conduce a relativizar muertos y heridos, “los de este lado, sí” y “los de este otro, no”. Ninguna mujer, hombre o niño debiera haber muerto en estos días, ni haber perdido sus ojos o ser herido, como tampoco debieran ser juzgadas las personas por prejuicios o lo que representan para cada quien, esa pulsión movilizó a turcos contra armenios; alemanes contra judíos; a Stalin contra los polacos y suma y sigue. La historia ha demostrado que la deshumanización es un camino rápido a la barbarie. Entonces, entiendo a mi abuelo, porque las artes buscan humanizar la escena, recordarnos que detrás de cada rostro existe una historia. Pero también pienso en mi padre, en su sensibilidad extrema, llevo tres semanas en este delirio y él, sobrevivió diecisiete años; quizás, me faltan unos meses para agarrar la botella y no soltarla más; quizás, espero, todo se resuelva antes de hacer de mi propia historia un mito de eterno retorno, una derrota, porque los hijos recibimos el mandato de atacar nuestra herencia, romper ciertos vicios, entonces, ¿cómo no imaginar que lograremos idear un nuevo acuerdo social? Imaginar formas de ofrecer educación de calidad, justicia, salud, pensiones dignas; por estos días, he escuchado a tantos y tantas hablar sobre lo que nos compromete, la mayoría profesores o investigadores con tanta autoridad moral para construir lo que anhelamos, ¿tenía que suceder el estallido para oírlos? Porque los últimos años, sin ir más lejos, en las pasadas elecciones, nos empeñamos en hablar de cifras. ¡Cifras! Una bonita lección de estas últimas semanas ha sido, precisamente, lo insignificantes que son las cifras si las comparamos con personas, ideales, si bajamos nuestro volumen para escuchar al otro.

Autora de La mujer de la guarda, Cuando los peces se fueron volando y Afuera/ Integra AUCH!

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