Bicentenario
Más allá del signo de los tiempos, el Bicentenario del siglo XXI quedará marcado con algunas características distintivas, cuya importancia y relevancia serán interpretadas de distinta forma y con cierto relativismo ideológico y político.
Escribe Guillermo Holzmann / Cientista Político
Septiembre marca un punto de inflexión en la conducción política del país, tanto por el hecho de que la celebración del Bicentenario comprende una parte importante de las aproximaciones al análisis de lo que han sido las últimas décadas, como por el hecho de que a partir de aquello el gobierno de Sebastián Piñera empieza una etapa donde las realizaciones y logros se transformarán en una exigencia política y ciudadana.
Es difícil hacer una separación nítida entre aquello que nos permita hacer una evaluación de la historia política del país, con los hechos que han impactado profundamente el quehacer nacional durante el presente año. Por momentos, pareciera que las coyunturas de este año se transforman en sí mismas en una historia que logra eclipsar el Bicentenario. La sensación de inmediatez confronta un pasado que aparece lejano, con una realidad presente asociada a una visión de futuro limitado y cercano. Extrañamente, en el Bicentenario no estamos proyectando los próximos cien años.
Más allá del signo de los tiempos, el Bicentenario del siglo XXI quedará marcado con algunas características distintivas, cuya importancia y relevancia serán interpretadas de distinta forma y con cierto relativismo ideológico y político. Ya sea que se destaque el primer gobierno de centroderecha desde el retorno a la democracia, o el desarrollo económico de Chile o la tragedia marcada por un devastador terremoto. Sin embargo, también quedarán deudas del siglo pasado que aún no logran ser superadas y/o asumidas. La historia aceptará diversas lecturas y conclusiones, que no estarán en un solo relato, sino que se sumarán a las distintas expresiones de una historia compartida en diferentes planos y acciones.
Hay dos cuestiones en los últimos cien años que parecieran ser relevantes. Por una parte, no hemos logrado concretar el desarrollo prometido en diferentes momentos y bajo distintos prismas ideológicos, donde la pobreza y la desigualdad siguen siendo la carga que se intenta superar mirando lo que falta y evitando comprometerse con un proyecto de largo plazo, que cruce generaciones, pero a su vez dé resultados.
Por otra parte, la elite como responsable de la conducción de la sociedad permitió que ideologías foráneas determinaran una profunda grieta en la sociedad, que aún no se logra superar plenamente. En un sentido más práctico, los últimos cien años dejaron una plataforma relevante en el tiempo, pero insuficiente en el día de hoy, como también una estructura grandiosa que expresaba la fortaleza del Estado, pero que hoy día no es capaz de acoger, ni de brindar una atención digna para la ciudadanos que desean un Estado cercano.
En este inicio de una nueva etapa es necesario concentrarse en tres cuestiones, que resultan relevantes para el tricentenario y que, además, deben estar combinadas entre ellas, definiendo los desafíos de una elite que busca su identidad y que exige un esfuerzo intelectual. Se trata de la eficiencia en la gestión política y gubernamental, que implica instrumentos democráticos viables y creíbles para la sociedad; la revalorización de la política, como una actividad de base social, orientada a satisfacer a una sociedad inserta en un escenario globalizado, pero que precisa soluciones concretas a sus demandas y necesidades; y un reconocimiento al rol que el ciudadano tiene en la construcción política del desarrollo, que ya no depende de modelos impuestos, ni de retórica o discursos históricos, sino que exige a los gobiernos una capacidad de anticipación, que mantiene en permanente cuestionamiento las capacidades políticas de quienes han hecho de la imagen un recurso político, que cada vez es menos aceptado.