Daniel Ramírez, filófoso: la nueva primavera de los pueblos

En Chile tal vez sea difícil ver esta dimensión planetaria, o al menos internacional de los movimientos, la Cordillera es demasiado alta y el océano demasiado ancho. Y tal vez el lazo sea más misterioso que lo que se puede comprender desde las ciencias políticas.

Por Daniel Ramírez, doctor en Filosofía*

En Hong Kong, miles de ciudadanos se rebelan contra el totalitarismo; en Ecuador, liderados por comunidades indígenas, el pueblo se rebela; en Cataluña inmensas manifestaciones contra el autoritarismo del gobierno español; y siguen muchos otros: Sudán, Egipto, Argelia, y luego Chile, donde una semana palpitante culminó con un millón 200 mil personas manifestando pacíficamente (desmintiendo las acusaciones según las cuales se trataba de movimientos violentos o “generacional-pulsional”, como lo calificó un intelectual), y en la semana que siguió, cabildos, asambleas, debates y una nueva conversación cívica ha surgido; es lo que los filósofos ha, llamado “el acontecimiento”, lo inesperado que irrumpe, contra las expectativas de todos los expertos.

En Chile tal vez sea difícil ver esta dimensión planetaria, o al menos internacional de los movimientos, la Cordillera es demasiado alta y el océano demasiado ancho. Y tal vez el lazo sea más misterioso que lo que se puede comprender desde las ciencias políticas.

Ya en 2011, el mundo fue sorprendido por lo que pudo haberse llamado el despertar de los pueblos, liderado por las “primaveras árabes”, en Túnes, Egipto, Yemen, reprimidas brutalmente en Barhein, degenerando en guerra civil en Libia y Siria (debido a la incoherente intervención occidental), logrando deshacerse de larguísimas dictaduras con ocupación masiva, persistente y pacífica de plazas, al mismo tiempo que los estudiantes en Chile salían a las calles y se tomaban colegios y sedes, como un eco un poco crecido de la “revolución pingüina”. Ello motivó movimientos similares, con resultados matizados, pero llenos de esperanza, que se llamaron los “indignados” en Madrid, “Occupy” en New York, luego el Parque Taksim en Estambul, la plaza Sintagma en Atenas. Luego vino “Nuit Débout” en Francia y posteriormente los “chalecos amarillos”. Todo ello fue sorprendente y esperanzador.

Pero, así como como surgieron, los movimientos fueron en su mayoría sumergidos por la marea capitalista neoliberal, que continuó con su proyecto de dominación global. Sus partidarios (y beneficiarios) poseen el arte de no escuchar a los pueblos y se parapetan detrás de las instituciones de la democracia representativa oligárquica.

Hasta hace algún tiempo.

La primera nueva señal fuerte fueron las manifestaciones de las mujeres el 8 de marzo de 2018. Luego fueron las huelgas por el clima; la lucidez de la juventud, sensible al destino de la vida en la Tierra. Y todo lo que vino luego, hasta aquello de “las grandes alamedas” (ya se ha dicho, pero no resisto la tentación de citar la frase de nuestro gran presidente, instantes antes de morir, que se convierte en palabra profética). Sí, por allí pasó un pueblo libre; al cual se le ha mentido y maltratado demasiado.

¿Cómo y por qué se produce el despertar de los pueblos? No lo sabemos bien.

Lo cierto es que luego de décadas de decepción, de engaño, de inclinarse, curvar la espalda y dejar pasar la máquina inmensa del sistema que todo lo aplasta, las sociedades, los seres humanos, de la noche a la mañana se levantan, las consciencias se despiertan, los ojos se abren, las voces se liberan, los afectos se encienden, los corazones se ponen a palpitar, y los pensamientos a surgir. Y millones de personas se ponen a marchar. Y eso cambia – puede cambiar – todo.

¡Nada es tan fuerte ni tan bello como un pueblo que se alza para exigir justicia!

La verdadera y real grandeza del ser humano es la fuerza de inventar un futuro mejor. Cuando ello se desata, intentar acallarlos es como tratar de amordazar un volcán o detener un tsunami con arena.

Las fuerzas que se levantan son lo que algunos filósofos creyeron poder nombrar como el “espíritu del tiempo” o de la época (Zeitgeist), algo que ocurriría independientemente de las voluntades individuales. Difícil asunto de metafísica, indecidible. Pero las reivindicaciones son próximas: libertad, autodeterminación, justicia social, dignidad, participación, derechos. Se trata, aunque no veamos bien la explicación, de un momento planetario. No estoy de acuerdo con quienes interpreten eso como una necesidad, algo así como la lógica o la razón de la historia (Hegel), pero creo que el concepto tiene su relevancia. Creo que más que la razón es la voluntad la que se despierta; la voluntad colectiva y la consciencia, el querer juntos, en un momento preciso de la historia; y eso es lo que posee esa fuerza magnífica. Y configura la época; o la cierra, abriendo una nueva.

Y ahora hay que asumir. Realizar que todo ello está realmente ocurriendo y estar a la altura. Aunque tal vez nunca lo estaremos enteramente.

Lo primero que debe caer es una creencia, un dogma implícito en el sistema y en la ideología, que se nos ha repetido demasiado: que nada podemos hacer.

Nos hemos tragado hasta el hartazgo una idea de filósofos (no todas son sanas), que se ha convertido en slogan de ideólogos: aquella del “fin de los grandes relatos”, del “fin de las ideologías”; es decir lo que se llamado posmodernidad. Este concepto tiene su utilidad en estética y en historia del arte, pero en política genera desaliento, desesperanza, pesimismo, inacción. Desconfiar de los grandes relatos (es decir las utopías, las ideas de un mundo mejor), porque han degenerado en dictaduras, parece razonable. Y nos acostumbramos así a no pedir lo imposible, que es aún más razonable. Pero, ¿Quién decide de lo posible y lo imposible? A fuerza de ser cautos y razonables, nos habíamos vuelto blandos y débiles, nos hemos acomodado de la injusticia, incluso contra nosotros mismos, por miedo a algo peor, y se nos había nublado la visión (sobre todo a los social-demócratas del mundo).

No así a quienes querían que todo continuara en la misma dirección: cada vez más lucro, más poder y concentración de capital en manos de menos gente, cada vez más mansos y obedientes los pueblos, como ejércitos de trabajadores, para aumentar sin límites fortunas indecentes. Lo tenían muy claro y, ciertos de su victoria permanente, se jugaban por ello.

¡Ahora eso se está acabando!

La primavera de los pueblos empieza de nuevo y con gran energía; con los colores de las auroras polares y la frescura de las albas tropicales, con voces telúricas y oceánicas, con la vibración de la evolución creadora de la vida, y con las ricas lenguas del bípedo apenas consciente que somos, y nuestra larga historia de luchas por merecer la dignidad humana.

Sabemos que la vida en la Tierra es finita, que la naturaleza, de la cual formamos parte es frágil, que somos vulnerables, como todo lo viviente. Por ello, para ser fuertes nos necesitamos los unos y las unas a los otros y otras; nos juntamos y aprendemos a hablarnos, nos miramos y aprendemos a reconocernos, nos comprendemos y aprendemos a respetarnos, nos prestamos atención y aprendemos a cuidarnos, nos requerimos y aprendemos a querernos. Por ello, no hay que olvidar lo que hasta hace muy poco constituía la llama del despertar: la inquietud, la sensibilidad y la inteligencia ecológica. Ello continúa siendo el marco general, porque si esta “guerra” se pierde, nuestras “batallas” victoriosas serán de poco alcance. La protección de la vida y búsqueda de la armonía con los ecosistemas. La dignidad de los pueblos, el reconocimiento y autodeterminación, la justicia social, el compartir, el Buen Vivir (Sumak Kawsay), la obsolescencia del patriarcado, no son luchas separadas; son “los materiales” que forman “el canto de todos”.

Así avanza el nuevo “gran relato”, los nuevos ideales, que estarán sin duda ligados a estos aprendizajes, a la dimensión unitiva de la libertad; aquella que implica el poder hacer con los demás, de crear lazos que liberan, relaciones y contacto; aquella que implica marchar juntos hacia fines comunes, y marchar junto a la vida, proteger los equilibrios de la Tierra, crear un mundo de lo humano no contrapuesto a lo no-humano; una economía al servicio de la vida y no una humanidad al servicio de la economía; una política de los pueblos, del compartir y del hacer juntos, construir el futuro y habitar el mundo común.

Pero para que todo esto no se desinfle una vez más necesitamos prestar una atención muy intensa y desplegar una voluntad y una inteligencia a toda prueba. El poder tiene mil y una maneras de engañar, de adormecer, de ilusionar y luego, cuando la energía ha caído un poco y los nuevos shows electorales recomiencen, todo será olvidado. Y continuarán los tratados de libre-comercio firmados, la privatización de los bienes vitales confirmada, la injusticia reafirmada, bajo algunas medidas de camuflaje y de maquillaje.

Hay que asegurarse del cambio. Es lo más frágil de todo. La inercia y la costumbre, la timidez y el conformismo tienen todas las de ganar.

Para ello hay algo fundamental: Cambiar las reglas del juego. Ya está bueno de continuar jugando con reglas injustas. Y las reglas, en una sociedad tienen un marco: la Constitución. En realidad todos sabemos que hay que cambiar la Constitución; todos lo dicen actualmente. Pero ello no basta; ya se dijo hace años, se hicieron cabildos, la gente participó, conversó, se ilusionó. Y luego nada.

Lo que hay que pedir, exigir, clamar, cantar, escribir, pintar, mimar, recitar y dibujar es UNA ASAMBLEA CONSITUYENTE DEMOCRÁTICA, PARTICIPATIVA Y VINCULANTE, integrada por representantes lo más cercanos posible al pueblo en toda su diversidad. Debemos desde ya comenzar a organizarla, pensar su estructura, el origen y legitimidad de los miembros, su misión, su agenda… con trabajo y dedicación.

Por eso, la próxima de mis columnas estará dedicada a una teoría general de la Asamblea Constituyente, como momento privilegiado y fundacional de la democracia.

El futuro es nuestro porque nos hemos tomado el presente; con la protesta más fuerte jamás vista y el rechazo más vigoroso a un sistema que nos demuele día a día. Pero el futuro se nutre de otros materiales: el agua pura de la consciencia, las ricas substancias de la fraternidad, el goce de lograrlo juntos, la inteligencia de lo justo, la belleza de lo generoso, la energía de la creación, las vibraciones sutiles del amor y los resplandores de la vida que crece.

*La Sorbona

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